2 de agosto de 2004 | |
GARROTES Y ZANAHORIAS "Pensamiento único" llamó el periodista francés Jean-François Kahn al conjunto de creencias económicas y sociales asumidas progresivamente por las elites de los países industrializados en los años ochenta, a raíz del triunfo político de la señora Thatcher en Inglaterra y del señor Reagan en Estados Unidos. El grado de hegemonía que el pensamiento único alcanzó posteriormente entre los responsables de formular las políticas públicas en el resto del mundo, más que reflejar la pluralidad de opiniones propia de las sociedades abiertas, parece con frecuencia responder a una lógica de unidad religiosa. El pensamiento único se define por algunos rasgos característicos que en lo fundamental giran en torno a la deificación del dinero, y que sus seguidores aceptan a la manera de una seña de identidad. Quienes rechazan someterse a estas creencias, no importa cuales sean sus argumentos, su formación intelectual o su origen social, son puestos bajo la lupa como sospechosos de populismo o de irresponsabilidad, dos herejías que en la práctica son intercambiables. En México, la clase dirigente adoptó con entusiasmo y rapidez el pensamiento único durante los gobiernos de Salinas de Gortari y de Zedillo. Al calor de las reformas privatizadoras y de la gestación paralela de nuevas e inmensas fortunas, la elite económica y política mexicana, incluyendo a sus publicistas de los medios de difusión y los centros académicos, estructuraron un blindaje discursivo gracias al cual su círculo de razón se hizo absoluto con respecto a la política económica. Toda disidencia al respecto fue objeto de desprecio: los poderosos no la vieron ni la oyeron. El proceso electoral de 2000, que arrebató al PRI su prolongado monopolio del gobierno, hizo creer a muchos que el imperio del pensamiento único también había sido derrotado. Y en cierta forma tuvieron razón. En lo que hace a la política económica, con el ascenso del presidente Fox se operó una transición del pensamiento único al "pensamiento cero". Desde un inicio fue claro que en este terreno los panistas no tenían nada nuevo que ofrecer a los mexicanos. La frase famosa "¿y yo por qué'", expresada por el Presidente en el contexto de un conflicto mercantil entre de dos empresas televisoras, es reveladora de esta involución en materia de políticas públicas. En el México de la transición, lo que no haga el mercado es muy mal visto por las autoridades económicas. Éstas conciben su papel y sus responsabilidades como un conjunto de acciones que aseguren la reproducción de la dinámica económica y social legada por los dos gobiernos precedentes, si acaso despojada de las formas políticas más crudas y brutales de los años noventa, cuando la correa del mando presidencial corría sin trabas a lo largo de todo el sistema institucional. En este sentido, el gobierno da la apariencia (y solo eso) de ser un aventajado lector de Lampedusa. La transición político electoral aparece así como un alucinante mecanismo a favor de la perpetuación del modelo económico instaurado por Salinas y Zedillo. Por su parte, algunos magnates de la economía ahora se dan el lujo de tomar ciertas distancias con respecto al pensamiento cero. Hay muchas razones y evidencias para decir que los verdaderos ganadores del modelo económico vigente en México son poseedores de altos grados de impudencia en materia de ideas y creencias. A condición de que la política económica permanezca inalterada, su pragmatismo los puede llevar a compartir posiciones que apenas ayer eran despreciables, como la preocupación por el deterioro del mercado interno o la desigualdad social. Y es que, a
diferencia de lo que
pregonan y tal vez creen de veras los actuales gobernantes, la realidad
económica de México está signada por el ascenso de
la desigualdad y la
pobreza, el subempleo de masas, la desarticulación de la
cohesión
social, una obsesión esterilizadora por la estabilidad monetaria
y el
desplome del ahorro interno, de la formación de capital y de la
capacidad de crecimiento §
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