México D.F. Martes 29 de junio de 2004
Luis Hernández Navarro
Las razones de las estadísticas
Parafraseando a Blaise Pascal puede decirse que, en materia de inseguridad pública, hay razones del corazón que las estadísticas no entienden.
Las cifras oficiales muestran que en el Distrito Federal el número de delitos declarados va a la baja y que la cifra de secuestros ha disminuido. Indican, también, que ciudades como Guadalajara, Tijuana, Culiacán o Mérida tienen niveles delictivos más elevados que la ciudad de México.
Sin embargo, el sentido común ciudadano no admite la validez de esos datos. La evidencia cotidiana de robos, asaltos, secuestros, así como de la impunidad de las policías, es abrumadora e inolvidable. Quienes los han padecido los tienen vivos en la memoria, como los conservan sus familiares y amigos. Los recuerdos no saben de sexenios. Menos aún en los barrios populares, donde la inseguridad pública puede llegar a ser mucho mayor que en los de clase media, y donde el número de delitos denunciados a la autoridad es mucho menor. Allí no hay seguros que cobrar.
En la construcción de este sentido común han desempeñado un papel clave los medios de comunicación electrónicos. La nota roja se ha convertido en asunto informativo central, en demérito de otros graves problemas nacionales. La mediocracia ha encontrado en la divulgación amplificada de la violencia un instrumento magnífico para incrementar su rating. Hoy, además, se ha vuelto una formidable herramienta para presionar al poder público.
Su eficacia puede medirse por la encuesta dada a conocer ayer por Andrés Manuel López Obrador: antes de la difusión de la megamarcha, 45 por ciento de la población percibía que el gobierno trabaja contra la inseguridad y 38 por ciento opinaba lo contrario; en el sondeo del fin de semana los resultados fueron al revés. El logro no puede entenderse al margen de la habilidad de los medios de comunicación electrónicos -alcanzada en años de experiencia en la industria del entretenimiento- de apelar a las razones del corazón.
La marcha del 27 de junio estuvo precedida de cientos de manifestaciones a lo largo y ancho del país. Homosexuales y lesbianas reivindicando su derecho a la diversidad sexual, trabajadores del IMSS en defensa de sus conquistas laborales, electricistas contra la privatización eléctrica, campesinos por una nueva política agrícola, por citar sólo algunos, han protagonizado una sostenida movilización social desde que Vicente Fox llegó a la presidencia.
Sin embargo, la protesta del 27 de junio es un parteaguas, un verdadero punto de inflexión en el terreno de los movimientos sociales. Con ella se cierra una etapa de protestas no electorales abierta por la Marcha del Color de la Tierra, en febrero-marzo de 2001, y se inaugura una nueva: la de la irrupción del descontento social fuera de los espacios de la izquierda. La izquierda ha perdido el monopolio de la movilización ciudadana. A partir de hoy la disputa por el espacio democrático no partidario será necesariamente distinta.
Durante dos décadas el concepto de sociedad civil sirvió para que se identificara a sí mismo un conjunto de actores no partidarios y no empresariales, enfrentados al Estado autoritario, la desintegración del tejido social por una modernización salvaje y la falta de derechos políticos y sociales.
En un país con partidos políticos débiles, medios de comunicación electrónicos estrechamente ligados al poder, y sindicatos verticales y antidemocráticos surgió, a mediados de los ochenta, un nuevo asociacionismo, impulsado por la izquierda, producto del encuentro de sectores de la intelectualidad crítica con el descontento social, que elaboró una agenda con dos ejes centrales: la construcción de una ciudadanía ampliada, y una nueva forma de inserción en el espacio público basada en la más amplia participación ciudadana en las instituciones gubernamentales.
Hoy, después de la movilización del pasado domingo, el concepto de sociedad civil ha sido ocupado, con éxito, por un conjunto de organizaciones de corte empresarial y confesional. El fallido intento de conquistar ese territorio conceptual desde el mundo de la filantropía de Vamos México, con sus escándalos y pleitos, parece haber quedado en el pasado. La derecha ha obtenido un inobjetable triunfo cultural.
Algo similar le sucedió al PRD en las elecciones presidenciales de 2000. Pese a que desde 1987 el cardenismo fue la fuerza que más consistentemente combatió al PRI en las urnas, al punto de derrotarlo en los comicios de 1988, fue la derecha quien llegó a Los Pinos.
En lo acontecido tanto la izquierda partidaria como la social y cultural tienen amplia responsabilidad. De entrada porque dejaron libre a la derecha el campo de la inseguridad pública. Salvo la denuncia de cómo el neoliberalismo ha hecho crecer la delincuencia, su oposición a que se apruebe la pena de muerte, y su rechazo a que sea una opción viable enfrentar al hampa aplicando penas más severas, no ha habido en los gobiernos de izquierda políticas públicas diferentes de las de la derecha. Y cuando ha habido éxitos en hacer disminuir el número de delitos, ha habido gran incapacidad para comunicarlo a la ciudadanía. La negativa a apelar a las razones del corazón ha sido, en parte, responsable de esta falta de eficacia.
La moneda tiene, sin embargo, dos caras. De la misma manera en la que la marcha del 27 fue desbordada por otros actores distintos a los convocantes iniciales, así, ahora, los medios de comunicación electrónicos pueden haber abierto avenidas para la protesta popular antes insospechadas. Primero, porque si algo quedó claro el pasado domingo es que el descontento social camina de la mano del desprestigio de la clase política en su conjunto. Y, segundo, porque legitimó la toma de las calles que antes satanizaba, y mostró el camino de la movilización callejera a muchos que antes le temían.
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