Los origenes:
La diosa Madre

En tiempos remotos, así en África, Europa o en América, la diosa madre, el numen que encarnaba los poderes creativos de la Tierra y cuya sola mención remitía al origen de las cosas vivas, era la diosa más reverenciada.

En una interpretación memorable, Marija Gimbutas mostró que los testimonios arqueológicos probaban, de manera persuasiva, que entre los años 7,000 a 3,500 a.C., en lo que hoy es la Europa central y oriental, la diosa madre fue una deidad omnipresente: diosa de la tierra y de los frutos que emanan de ella, pero también de los animales y del cielo. Su dominio de la región celeste abarcaba el movimiento armonioso de la luna y el repetido transcurso de los astros, la temporada de lluvias y el fluir recurrente de las estaciones. Era una diosa autocreada, sin ancestros, que reinaba sobre el universo entero. Fue adorada como la Gran Madre de la Vida, la Muerte y la Regeneración, Diosa de los Animales y Señora del Mar y de los Frutos de la Tierra.

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FIGURA 1.
Una de las representaciones más
antiguas de la diosa madre, la
llamada diosa de Laussel, con la
luna en la mano derecha.
Escultura fechada entre 22,000
y 18,000 años a.C.

 
Se trata de la progenitora de todo lo que existe en la superficie terrestre: "La diosa, en todas sus manifestaciones, era el símbolo de la unidad de la vida en la naturaleza. Su poder estaba en el agua y en la piedra, en los animales y en los pájaros, en las serpientes y los peces, en las montañas, los árboles y las flores". Las representaciones más conocidas de la diosa resaltan esos poderes, su don de regenerar la naturaleza, su capacidad de multiplicar los animales y su bondad para derramar los bienes necesarios al mantenimiento de la vida humana (Figs. 1 y 2).

Los pueblos adoradores de estas diosas eran recolectores, cazadores y agricultores. Ellos fundaron las tempranas aldeas donde se levantaron los primeros centros ceremoniales y palacios suntuosos. En estas moradas fijas, habitadas por poblaciones que reconocían el linaje de sus ancestros, no hay huella de murallas o signos guerreros. Las evidencias arqueológicas sugieren que no había una superioridad social de los hombres sobre las mujeres. La distribución de los bienes en los entierros revela la existencia de una sociedad igualitaria, no patriarcal. Gimbutas observa que en este tiempo la descendencia y la herencia pasaban por la madre; la mujer desempeñaba funciones eminentes, como los cultos religiosos y la manufactura de artesanías y objetos preciosos. Esta diosa providente y generosa fue también una de las primeras imágenes que simbolizaron el territorio, la tierra originaria donde habían nacido los habitantes de la aldea y el lugar sagrado donde reposaban los ancestros. La tierra donde se nacía era el principal símbolo de identidad, la atadura irrompible con la comunidad de origen.

fig. 2  
FIGURA 2. Representación de la diosa
madre sentada. El pecho de esta escultura
está ocupado por los genitales femeninos,
que de esta manera acentúan el carácter
reproductor de la diosa. Está fechada hacia
el año 3,000 a.C

 
En América, mucho tiempo después (2,000-1,000 a.C.), diversos testimonios registran un culto extendido a la diosa madre, en la época en que se fundan las primeras aldeas de cultivadores. Entre los hallazgos arqueológicos más espectaculares hechos en La Venta, la más antigua ciudad olmeca, sobresalen unas enormes fosas subterráneas, en cuyo interior se depositaron ofrendas gigantescas, colmadas de piedras de serpentina verde y arcilla de varios colores, dedicadas a la madre tierra. Algunos arqueólogos sostienen que las ofrendas formadas con piedras verdes imitaban la vegetación de la superficie terrestre en el momento de la floración. Carolyn Tate advirtió que las ofrendas de La Venta en forma de un mosaico de diamante representaban la falda de la diosa de la tierra tejida con cuentas de piedra verde (Fig. 3), un diseño que se repetirá más tarde en Teotihuacán y en el área maya, donde se convierte en representación de la tierra germinada, de cuyo interior brota el numen del maíz.

En otras regiones de Mesoamérica los arqueólogos desenterraron esculturas del cuerpo procreador de la diosa madre que destacan sus senos abundantes, sus anchas caderas y los órganos de la reproducción (Fig. 4). Chistian Duverger explica que la "característica más sorprendente de este antiguo arte reside en el énfasis de los elementos que marcan la feminidad, y principalmente las caderas [...] Parece que en esta parte del cuerpo se concentró la esencia de la feminidad [...] todos los autores están de acuerdo en considerar que estas figurillas expresan un culto a la fecundidad [... El interés por la fertilidad lo subraya] el hecho de que, en ciertas estatuillas, las caderas de las mujeres se convierten en mazorcas de maíz".

Otras referencias a la diosa madre se advierten en un famoso monumento peruano, llamado Obelisco de Tello. Ahí se ve un par de caimanes, un símbolo de la tierra, de cuya piel brotan plantas cultivadas. En un tejido peruano puede verse la máscara de una entidad sobrenatural, compuesta de plantas, serpientes y figuras en forma de dragón, que parece representar a la diosa de la tierra. Sobre estos antiguos cultos a la diosa madre se construyeron las formas de vida matriarcal que asombraron a los viajeros europeos, quienes las registraron vivas en diversos pueblos indios de Norteamérica y Canadá en los siglos XVI, XVII y XVIII.

Entre los años de 3,500 a 1,250 a.C., el periodo que los arqueólogos llaman la Edad de Bronce, la diosa madre del centro de Europa y del Cercano Oriente pierde su lugar como deidad principal y deja de ser un símbolo de la totalidad de las fuerzas que le dan vida al universo. Los múltiples poderes concentrados en su efigie grandiosa comienzan a repartirse en otros dioses y diosas, o en sus hijos e hijas. La causa de estos cambios fue la irrupción de los pueblos arios y semitas, tribus nómadas y guerreras, portadoras de tradiciones diferentes a las de los pueblos sedentarios. Desde el comienzo del siglo IV oleadas de grupos arios bajan de las planicies de Europa central y del sur de Rusia e invaden las tierras de Anatolia, Mesopotamia, Grecia y el valle del Indo. Al mismo tiempo tribus de pastores y guerreros semitas provenientes del desierto sirio se mueven hacia Mesopotamia.

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FIGURA 3. El diseño de diamante,
formado por cilindros y cuentas de
piedra verde o de jade, representa
la superficie germinada de la madre
Tierra en una ofrenda olmeca de La
Venta, en la falda de la Gran Diosa
de Teotihuacán y en la capa
tejida de la Señora Zak Kuk
de Palenque, y en el carapacho de
tortuga que simboliza la Tierra en
el arte maya, y del cual brota el
dios del maíz..

 
Los arios eran una sociedad de guerreros. Habían aprendido a domesticar el caballo e inventaron el carro de ruedas ligero, propulsado por la fuerza de ese animal, una máquina de guerra que sembró el terror en las aldeas de los agricultores. Donde quiera que penetraron, las partidas de guerreros dejaron huella de su paso devastador y se hicieron del poder. En Anatolia, su presencia fue señalada por el saqueo y el incendio de más de 300 ciudades, entre ellas la infortunada Troya. Hacia 2,100 a.C., un testigo sumerio se refirió a esa invasión "como una horda cuyos asaltos eran semejantes al huracán", y definió a esos grupos como gente que "nunca había conocido una ciudad".

Estos cambios en el escenario político fueron seguidos por otros, no menos perturbadores, en el ámbito de los dioses y de los mitos cosmogónicos. En todas partes, lo mismo en Egipto que en Sumeria o en la cuenca del Mediterráneo, las antiguas diosas ceden su lugar a dioses y cultos masculinos. Al mismo tiempo que las aldeas se transforman en ciudades, y éstas en Estados gobernados por un rey con poderes ilimitados, el culto religioso se convierte en un culto estatal, centrado en la glorificación del rey, quien se identifica con el dios protector del reino. Se inventan entonces nuevos mitos de creación, en los que el dios padre usurpa el lugar antes colmado por la diosa madre. En Sumeria y en Egipto aparecen cosmogonías que en lugar de atribuir la creación del mundo a la antigua diosa madre, introducen un dios creador que divide la ancestral unidad cósmica en dos mitades: tierra y cielo. Este modelo será la base de los posteriores mitos de creación que relatan la historia de un cosmos dividido en tres planos verticales (inframundo, superficie terrestre y cielo), y orientado hacia los cuatro puntos cardinales.

Con la furia de las ideologías conquistadoras, los sacerdotes de los pueblos invasores destruyeron los adoratorios de la diosa madre y en su lugar colocaron altares dedicados a honrar deidades masculinas. Uno de sus objetivos fue borrar la antigua cosmogonía que proclamaba la unidad y la regeneración inagotable de los poderes de la naturaleza. En lugar del mito de creación que hacía nacer el cosmos del seno de la diosa madre, en Sumeria y en Egipto el cosmos se divide en inframundo, superficie terrestre y cielo, y cada una de estas regiones aparece gobernada por dioses propios. El mito sumerio más antiguo de la creación relata que la diosa de las aguas primordiales, Nammu, dio origen a una montaña cósmica que contenía en sí misma el cielo y la tierra, An-Ki. A su vez, An y Ki procrearon un hijo, Enlil, el dios del aire, quien tuvo a su cargo la portentosa tarea de separar el cielo de la tierra. Hecha esta partición, Enlil desposó a la diosa de la tierra, su madre, e hizo de la primera montaña que surgió de las aguas primordiales su propio templo. A partir de ese momento Enlil toma el lugar que antes tenía la diosa madre como supremo creador del cosmos.

En los altos ziggurats que se levantaron en las tierras planas de Mesopotamia, en los templos que miraban hacia el nacimiento del sol y celebraban el poder regenerador de las aguas del Nilo, en los hermosos palacios pintados de Creta, en las ciudades polvosas del Cercano Oriente y en las pobladas orillas del Mediterráneo, cada año, en el día que señalaba el equinoccio de primavera, se cantaba el viejo mito de la creación del cosmos, ahora conformado por las figuras heroicas de dioses desposados con diosas descendientes de la antigua diosa madre.

En los años 3,500 a 1,250 a.C., el mito inmemorial del origen del cosmos se unió con el relato que narraba cómo la diosa madre se separaba de su amado (o de su hermano o de su hijo), quien en el verano irremediablemente se hundía en las profundidades del bajo mundo, moría en esa morada húmeda y fría, y gracias a los denodados esfuerzos de la esposa y madre, renacía otra vez en la primavera. Tal es el origen lejano de los mitos de la fertilidad representados por Dumuzi-Tammuz, Osiris, Adonis, Perséfone o Quetzalcóatl, dioses y diosas de la vegetación dotados de los poderes fertilizadores antes concentrados en la diosa madre.

El viaje de la diosa madre al inframundo y la celebración de su retorno

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FIGURA 4. Figura femenina procedente
del área de Chupícuaro, Michoacán, con
los órganos de la reproducción y crianza
muy acentuados. Dibujo basado en Piña
Chan, 1955, fig. 12.

 
En Mesopotamia, la región donde "comenzó la historia", los arqueólogos descubrieron los registros de escritura más antiguos: cientos de tablillas de arcilla grabadas con escritura cuneiforme cuya fabricación se remonta a 3,000 años a.C. Gracias al desciframiento de esos textos, sabemos que en tiempos remotos figuraba la diosa madre entre sus dioses principales. Henri Frankfort señaló que la clave para comprender la cultura que floreció en esa región es "la idea mesopotámica de que la vida procede de una diosa, que el universo fue concebido... no engendrado; [que] la fuente de la vida" es femenina. En los años en que florecieron las ciudades legendarias de Ur, Uruk, Eridú y Lagash, la diosa más reverenciada era Inanna.

Inanna, junto con la Isis de Egipto y la Cibeles de Anatolia, son las grandes diosas de la Edad de Bronce (3,500-1,250 a.C.). A lo largo de más de 5,000 años el culto a estas diosas forjó las imágenes arquetípicas de lo femenino, e influyó más tarde en la tradición religiosa que dio origen a las diosas semitas y cristianas. En esa época, la figura de Inanna reina en la tierra vestida con los símbolos del cielo y tiene por corona la luna y las estrellas. Es diosa del cielo y de las aguas primordiales que rodean la tierra. Se le llama "Princesa Verde" o "La del Verde Primaveral", en alusión a la carpeta verde que cubría la tierra en esa época del año. Como reina de la tierra Inanna era diosa del grano y de las viñas, de la palma datilera, del cedro, la higuera, el olivo y el manzano, frutos que eran otras tantas de sus epifanías (Fig. 5). Desde 3,500 a.C. fue adorada como soberana del cielo y de la tierra en Sumeria, y 2,000 años más tarde su culto continuaba en Mesopotamia, con el nombre de Istar. Las tablillas grabadas con letras preservaron los innumerables títulos que la honraban: "Reina del Cielo y de la Tierra", "Sacerdotisa del Cielo", "Luz del Mundo", "Estrella de la Mañana y Estrella de la Tarde", "Juez Justo", "Perdonadora de los Pecados", "Primera Hija de la Luna", "Abridora de la Matriz", "Maravilla de la Tierra".

Uno de los rasgos que en estos años distinguen a Inanna es la presencia de un personaje masculino, de rasgos divinos mezclados con los humanos, que en las representaciones plásticas y en la literatura aparece como su amante, esposo o hijo. Recibe el nombre de Dumuzi en Sumeria y de Tammuz en el territorio norte, donde se hablaba acadio. Ambos nombres significan "hijo fiel". A los dos se les otorga, como a la diosa madre, el título de "Uno Verde" o el de "Primer Verde". Son dioses asociados a vegetales y vinculados con la fecundidad de los animales, y por eso se les llama "Señor de los Rebaños", o "Señor del Ganado". Otros títulos, como los de "Señor de la Vida, "Señor de los Tules" y "Pastor del Pueblo", los asocian con la paternidad. Son, como antes lo era la diosa madre, los padres del pueblo, los protectores de la comunidad.

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FIGURA 5. Inanna-Istar como diosa
de la fertilidad. Escultura del año
2,000 a.C

 
Repentinamente, en un famoso relato sumerio, Inanna abandona su reino en la tierra y decide viajar a la temible región del inframundo. El texto no aclara las razones, pero el motivo parece ser una disputa entre los dioses de la tierra y los del bajo mundo, pues Inanna llega a esta última región en actitud beligerante. Demanda al guardián de la entrada que le abra las puertas del lugar de las tinieblas, pero en lugar de tener libre acceso a esa región enfrenta un obstáculo tras otro.

En el umbral de la primera de las siete puertas que llevan al inframundo, Inanna es frenada y sufre humillaciones. Como en el caso de los primeros gemelos del Popol Vuh de los mayas, su descenso a la región húmeda y oscura es una sucesión de pérdidas. En cada uno de esos portales padece el despojo de sus símbolos y atavíos, de modo que cuando llega a la última sala comparece desnuda, inerme. Así, cuando se enfrenta a Ereskigal, la diosa del inframundo, ésta la fulmina con su mirada y la mata. Durante tres días su cadáver yace colgado en un poste del inframundo, al igual que la calavera de Jun Junajpú en el relato del Popol Vuh.

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FIGURA 6. Hera, coronada, alza sus manos en un
gesto triunfal. Su vestido semeja la superficie roturada
de la tierra, con semillas sembradas en cada una de sus
divisiones. La flanquean dos sacerdotisas que cuidan su
manto magnífico. Cerámica de Tebas, fechada
entre 680 y 670 a.C.

 
Gracias a la mediación del dios Enki, dos emisarios celestes consiguen que Ereskigal les devuelva el cadáver de Inanna, al que logran resucitar con pociones revitalizadoras. Al volver a la vida Inanna pide abandonar esa región sobrecogedora, pero los regentes del inframundo le recuerdan que quien entra en ese lugar no puede regresar al mundo de los vivos. Sólo una excepción permite evadir esa regla inexorable: procurar un sustituto. Aquí comienza otro capítulo del Viaje de Inanna al inframundo, que culmina con el encuentro de Dumuzi, a quien Inanna, enojada porque éste no parece haber lamentado su ausencia ni hecho nada por rescatarla, condena a residir en el inframundo. Según el acuerdo que celebran los dioses del mundo celeste y del inframundo, Dumuzi y su hermana, quien intercede por él para disminuir su castigo, pasarán alternativamente una parte del año en el bajo mundo, y, cumplida esa pena, retornarán a la tierra. Al descender periódicamente al inframundo, Dumuzi repite una secuencia semejante a la del viaje del dios maya del maíz a Xibalbá. Luego de su estancia en el lugar de la humedad y del frío, ambos retornan triunfadores a la superficie de la tierra. Estos dioses del grano reproducen en su drama vital el ciclo de cultivo de los cereales: cada año mueren en otoño, son enterrados en la tierra y renacen en primavera, como lo mostró hace tiempo George Frazer en La Rama dorada.

Muchos años más tarde los escribas acadios compusieron un poema que titularon El viaje de Istar al inframundo, un canto que reproduce las aventuras de Inanna y Dumuzi. El poema en lengua acadia es más sintético y aclara el significado del descenso de la diosa al inframundo. Relata que la muerte de Istar y su retención en el inframundo produjeron hecatombes que desordenaron la vida terrestre y el equilibrio del cosmos: "los toros no se aparearon más con las vacas... Ningún hombre copuló más con sus mujeres. Cada uno dormía aparte en su recámara". Durante esos días ominosos, la esterilidad invadió la tierra y sus habitantes no se reprodujeron.

Para conjurar esa calamidad, los dioses celestes dispusieron la intervención de unos emisarios, quienes obligaron a los gobernantes del inframundo a resucitar a Istar y mantener a Tammuz en el interior de la tierra sólo por un periodo breve. Según este acuerdo, la madre tierra recibió en adelante, cada año, los despojos mortales de los habitantes de la superficie terrestre, y, en contrapartida, cada año, al comenzar la primavera, la naturaleza esparcía sus renuevos y los alimentos se multiplicaban. De este modo se restableció el antiguo equilibrio cósmico, antes gobernado por la diosa madre. Pero si el poema del Descenso de Inanna-Istar al inframundo se convirtió en un exorcismo popular contra la esterilidad de los campos, los pobladores de las ciudades institucionalizaron una ceremonia que celebraba el fenómeno contrario: la unión procreadora de las fuerzas de la tierra con las del cielo.

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FIGURA 7. Deméter, la diosa griega de las cosechas, con manojos de trigo en las manos. Relieve en una vasija de la Magna Grecia, fechada hacia 300 a.C.
 
Al comienzo de la primavera, cuando el dios de la vegetación retornaba de su estadía en el inframundo, los habitantes de las ciudades sumerias festejaban su acoplamiento con Inanna, la diosa de la fecundidad, en lo más alto del templo principal. El papel del joven dios de la vegetación recién salido de la tierra era interpretado por el rey de la ciudad, y el de la madre Tierra, Inanna, por su sacerdotisa. Este acto era la ceremonia más importante de la fiesta del Año Nuevo, la gran celebración que congregaba a la mayoría de la población alrededor del ziggurat, el templo que por su altura era también una metáfora de la unión entre la tierra y el cielo.

fig. 9  
FIGURA 9. Diosa de la Tierra sosteniendo
en sus manos ramas florecidas. Pintura mural de
Teotihuacán.

 
Las concepciones sumerias y mesoamericanas sobre el origen de los granos y el lugar donde éstos se guardaban revelan semejanzas sorprendentes. En Sumeria, los granos alimenticios permanecen almacenados, como en Mesoamérica, en el interior de una montaña sagrada. Al igual que entre los mayas, en Mesopotamia el dios del grano literalmente brota de las profundidades de la tierra y su aparición es señalada por la gran fiesta agrícola de los primeros frutos.

También es semejante la fiesta del Año Nuevo, que en Mesopotamia, Egipto y Mesoamérica celebraba el comienzo de la primavera y la renovación prodigiosa de la vegetación. En Mesoamérica, el festival del Año Nuevo estaba centrado en la renovación de la naturaleza, un rito que simbolizaba el brote del dios joven del maíz. En Mesopotamia festejaba la unión de las fuerzas del cielo y de la tierra, y era la ceremonia pública más importante. Las tablillas escritas transmitieron los conmovedores poemas dedicados a esa fiesta. En esos días se escenificaba el apareamiento de las fuerzas regeneradoras del cosmos, representadas por la persona del rey y la sacerdotisa de Inanna.

La ciudad entera era el escenario del encuentro que aseguraba la renovación de la naturaleza y de los alimentos terrestres y su acto principal ocurría en el más santo de los lugares. En la parte alta del ziggurat, la recámara dedicada al matrimonio sagrado se vestía de gala para recibir a la pareja. Los cantos conservados relatan el acoplamiento de la diosa germinal con el dios fecundador y la fiesta popular que entonces invadía la ciudad y celebraba las nupcias entre el cielo y la tierra y el advenimiento de los frutos terrestres.

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FIGURA 10.
Gran diosa madre de Teotihuacán,
encontrada cerca de la pirámide de
la Luna. Su falda está hecha de un
tejido que tiene forma de diamante,
un diseño que se repetirá más tarde
en la zona maya y otras culturas de
Mesoamérica (véase la Fig. 2).
Escultura en piedra que se conserva
en el Museo Nacional de Antropología.

 
En estas representaciones del matrimonio sagrado, el esposo asume los rasgos del agricultor que ara el suelo y fertiliza la tierra. A su vez, la mujer se iguala a la tierra, cuyo vientre requiere, para concebir, el cultivo del esposo. Puede entonces decirse que estos textos configuran una hierogamia, una boda de los dioses cuya unión habrá de producir los alimentos que colmarán el apetito de los pobladores del reino.

La tierra, la patria y la diosa madre

En las esculturas, pinturas e himnos dedicados a la diosa madre, sea en Mesopotamia o en el mundo Mediterráneo, en Perú o en Mesoamérica, se celebran los poderes reproductores inconmensurables de la diosa, su identidad con la tierra, la matriz universal, y su vínculo maternal con las criaturas humanas (Fig. 6 y 7). Cuando éstas eran sólo tribus peregrinas en pos de los animales o los frutos de la estación, la madre tierra era considerada el numen procreador de todos esos bienes y la fuerza que hacía girar los planetas y cambiar el ritmo de las estaciones. Era una diosa creadora, munificente y omnímoda, madre universal.

Siglos más tarde, cuando las tribus aprendieron a cultivar las primeras plantas y fundaron ciudades, la diosa madre fue derrocada por el dios guerrero que se vistió con los resplandores del sol y ocupó el centro del panteón religioso. En los templos edificados en el corazón de la ciudad, el lugar más santo se destinó al dios Sol y ahí se celebraban las ceremonias y los festivales, y hacia ese punto confluían las peregrinaciones y los ritos colectivos.

La construcción de estos espacios en el corazón de la ciudad, al lado del palacio del soberano, transformó el territorio natural en un ámbito sagrado, circunvalado por el aura del poder y lo sobrenatural. Al sembrar la tierra de cultivos y colmarla de monumentos, los pobladores adquirieron un "derecho" de propiedad sobre ella; la tierra se convirtió en territorio de la comunidad y se vinculó a los antepasados y a los dioses protectores, y con mayor fuerza a la diosa madre. Dice Carl Schmitt que en las antiguas sociedades la ocupación primaria de la tierra significó un parteaguas histórico, pues por un lado demarcó el espacio territorial entre los pobladores, y por otro fijó las fronteras que separaban al pueblo de los extraños. En ambos casos la ocupación de la tierra estableció un derecho de propiedad supremo, el título más radical sobre el territorio. La madre tierra se convirtió en la PATRIA, el territorio de la comunidad heredado de los padres fundadores.

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FIGURA 11. Escultura femenina en barro, procedente
de Teotihuacán. En su interior se advierte una posible
representación de la diosa de la cueva o Diosa Madre,
y figurillas de personas y objetos.

 
En Mesoamérica ocurre un fenómeno semejante. La fundación de los primeros estados entre los olmecas y zapotecos por los años 1000 y 600 a. C., provocó la aparición de núcleos de población nunca vistos antes, en cuyo centro se construyó una escenografía monumental, gobernada por la plaza pública, los altos templos de los dioses protectores, los palacios del rey y los nobles de su corte y las estelas y estatuas que proclamaban la antigüedad, las hazañas y el linaje de la dinastía gobernante. Entre esos templos descollaba el de la diosa madre, cuyo culto, entretejido de numerosas celebraciones, recorría el año en ceremonias dedicadas a festejar al numen procreador de las criaturas y los mantenimientos terrestres.

En Teotihuacán, la gran metrópoli que provocó el asombro de los innumerables viajeros, embajadores, dignatarios, peregrinos y curiosos que la visitaron en la época de su esplendor (siglos II a VI d.C.), y cuyas majestuosas ruinas continúan deslumbrando hoy a sus visitantes, se rindió culto a la diosa madre. Ignoramos el nombre original que tuvo entonces la diosa, pero al advertir su presencia en la gran ciudad, los arqueólogos la llamaron Gran Diosa, Diosa de la Cueva o Diosa Madre.

La idea de que en el interior de la tierra hay una cueva en la que se acumulan los alimentos y se regenera la vida, es una concepción muy arraigada en los mitos de creación mesoamericanos. Los mitos más antiguos declaran que el cosmos y los seres humanos tuvieron su origen en las profundidades de la tierra, en el inframundo, la zona oscura, húmeda y germinal. En Teotihuacán esa concepción está presente en el conjunto de la ciudad y en sus manifestaciones simbólicas y religiosas significativas. Entre sus deidades principales figura la Diosa de la Cueva (Fig. 8 y 9), de cuyo interior brotó la tierra con sus montañas, valles, aguas, animales y seres humanos. Sus representaciones la muestran como diosa de las aguas terrestres, pluviales y marítimas, y de las potencias germinales de la tierra (Fig. 10). Algunas esculturas que podrían estar relacionadas con la diosa madre representan a una mujer con el interior del vientre poblado de figurillas humanas, simulando ser la matriz del mundo (Fig. 11). Es la madre de las fuerzas vitales que emanan de su mismo cuerpo; dadora de la vida como de la muerte, pues en su gran boca desaparecen los seres vivos y los astros, que al oscurecer descienden a la región del inframundo. En Teotihuacán, la diosa madre era una divinidad autocreada y omnipotente.

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FIGURA 12. El gran cocodrilo que
según los mitos cosmogónicos reposaba
en las aguas primordiales.

 
Los tarascos le rindieron culto a una diosa semejante, a quien llamaron Cuerauáperi. Según sus creencias, la tierra era el cuerpo de Cuerauáperi y representaba a las fuerzas de la fertilidad, la lluvia, el nacimiento y la muerte. Era la madre de los dioses y su culto se extendió por el territorio dominado por los tarascos o purépechas.

Los aztecas y los mayas representaron la tierra como un monstruo en forma de reptil o lagarto. La criatura llamada Cipactli tiene la forma de un lagarto o cocodrilo, cuya piel hecha de placas y estrías semejaba las rugosidades de la superficie terrestre. Los mitos cosmogónicos representan este gran lagarto flotando en el mar primordial, figurando la tierra en formación en los días maravillosos del amanecer del mundo (Fig. 12). En la mitología naua Cipactli es el aspecto masculino de la tierra y Tlaltecuhtli el femenino. Según un mito naua, el cuerpo monstruoso de Tlaltecuhtli fue dividido en dos por Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, los dioses creadores, y con una parte éstos formaron el cielo y con la otra la tierra. Cuenta el mito que para alentar a Tlaltecuhtli

[...] todos los dioses descendieron a consolarla y ordenaron que de ella saliese todo el fruto necesario para la vida del hombre.

Y para hacerlo, hicieron de sus cabellos árboles y flores y yerbas; de su piel la yerba muy menuda y florecillas; de los ojos, pozos y fuentes y pequeñas cuevas; de la boca, ríos y cavernas grandes; de la nariz, valles y montañas. De este modo, todo lo que existe sobre la superficie terrestre no son sino partes del cuerpo de Tlaltecuhtli.

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FIGURA 13. Diosa Madre procedente de
Michoacán. Sobresalen sus senos descomunales
y el vientre, símbolos de la fertilidad.

 
Así, desde los comienzos de la vida civilizada, la diosa madre adquiere los rasgos de numen procreador de los bienes fundamentales para el desarrollo de la vida humana. Sus variadas representaciones plásticas comunican, con el lenguaje de la imagen y la metáfora, los inmensos poderes que la constituyen. Es la depositaria de las fuerzas de la fertilidad, como lo muestran las bellas figuras de cerámica de Chupícuaro, Tlatilco o Colima (Figs. 13 y 14). En numerosas representaciones es simplemente la mujer, la matriz, el símbolo de lo femenino. Su cuerpo es el recipiente del agua y las semillas nutricias, y sus manos generosas derraman granos, piedras preciosas (chalchihuites) y plantas, como se advierte en algunas pinturas y esculturas de Teotihuacán (Fig. 15). Es el lugar de origen de los pueblos, la patria donde nacieron los ancestros y vivirán sus descendientes, bajo el amparo de la madre protectora.

El altépetl: la patria territorial y étnica

En la organización política de los pueblos mesoamericanos la diosa madre ancestral cobró la forma del altépetl, la unidad territorial sobre la que se asentaron los estados. Según James Lockhart, en la tradición naua, que ahora sabemos que se remonta a Teotihuacán, el requisito para la formación de un altépetl era la existencia de un territorio y la presencia en él de barrios o capoltin familiares. Cada calpolli se dividía en 4, 6, 8 o más barrios simétricos orientados hacia los puntos cardinales (Fig. 16). Y a su vez, cada calpolli tenía su propio jefe, que era al mismo tiempo la cabeza de un linaje y tenía una porción del territorio del altépetl en propiedad privada. La suma de los distintos calpoltin formaba un altépetl gobernado por un tlatoani electo, quien ejercía las funciones de cabeza del reino, jefe de los ejércitos y sacerdote supremo encargado de los ritos religiosos.

 

 
Se advierte que la unidad territorial del altépetl descansaba en la organización social de los calpoltin, cuyos deberes y derechos se repartían según su ubicación en el territorio del altépetl. Es decir, los cargos y las cargas de cada capoltin se distribuían de manera alternativa según la posición de éste en el altépetl. Así, los tributos, trabajos y cargas religiosas o militares que correspondían a cada jefe de familia, barrio y calpolli, se repartían siguiendo una rotación que iba de izquierda a derecha (como el movimiento del sol), y según su ubicación en el territorio, del primero al último lugar (Fig. 16).

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FIGURA 14. Belleza femenina
embarazada, procedente de
Colima.

 
Esta integración inextricable entre territorio y organización social (familia, barrio, etnia), fue la institución política dominante, quizá desde la fundación de Teotihuacán hasta la invasión española. Está documentada por testimonios históricos desde el siglo XIII hasta principios del XVI en Xochimilco, Colhuacán, Coyohuacán, Tenochtitlán, Azcapotzalco, Texcoco, Coauhtichan, Tlalmanalco, Amaquemecan y otras ciudades del Valle de México. En este tiempo, el altépetl, simbolizado en los códices y mapas indígenas por el glifo de un cerro que tenía en su interior una cueva colmada de agua (Fig. 17), era en Mesoamérica el símbolo universal que significaba el territorio, el núcleo de la organización política y la vida urbana civilizada. En este tiempo y durante los tres siglos del virreinato, altépetl fue sinónimo de Patria, simbolizaba el territorio consagrado por los ancestros y habitado por sus descendientes, el sitio donde se conservaban las reliquias de los fundadores del pueblo y el lugar más sagrado de la comunidad (altepetlyolotl), el corazón del pueblo.

En la antigüedad mesoamericana el estado territorial estaba representado por el glifo del cerro en cuyo interior había una cueva donde reposaban las aguas fertilizadoras y las semillas del maíz (Fig. 17): era una representación de la montaña que emergió de las aguas primordiales el día de la creación del cosmos, un símbolo de la tierra fértil y la expresión más honda del vínculo de los seres humanos con la tierra. Todos los estados mesoamericanos reprodujeron esa montaña primordial en el corazón de sus ciudades, y en su interior depositaron las reliquias del fundador del reino y la dinastía. El bulto donde guardaron esas reliquias se convirtió en el símbolo sagrado del origen del reino, signo de poder del gobernante y emblema del Estado. Este simbolismo antiguo se transfirió al templo cristiano, al cabildo y a los Títulos de tierra del pueblo colonial, que simbolizaron "el corazón del pueblo", lo más sagrado, amado y protegido por los miembros de la comunidad. Los Títulos primordiales, es decir, los códices, lienzos, mapas y papeles que validaron la posesión territorial de los pueblos, vinieron a ser "el corazón del pueblo" de las Repúblicas de indios, el arca donde reposaban las reliquias del santo patrono, el almacén de la memoria colectiva y el escudo del pueblo ante quienes amenazaban sus propiedades territoriales.

Puede decirse que en Mesoamérica altépetl, el territorio donde se asentaba el reino, era sinónimo de tierra de los ancestros, el lugar santo donde reposaban los antepasados. Designaba la tierra en que se nace, la Patria, el lugar fundado por el ancestro común. Era, como en la Grecia o en la Roma antiguas, un concepto territorial cargado de fuerte etnocentrismo, pues aludía a la comunidad unida por lazos étnicos ancestrales y asentada en el mismo territorio desde tiempo inmemorial. La Patria mesoamericana aludía a los vínculos del individuo con su tierra natal, el grupo étnico, la lengua y las tradiciones comunitarias, y al mito de origen que contaba cómo la humanidad indígena había nacido en la cueva primordial o en Chicomóztoc, el lugar de origen de las siete o muchas tribus.

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FIGURA 15. Mural llamado de la Diosa de Jade en Tetitla, Teotihuacán, 650-750 d.C. De las manos de la diosa escurre agua y caen objetos preciosos.

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FIGURA 16. Organización celular de un altépetl hipotético, cuyo territorio está dividido simétricamente entre ocho calpolli. Los cuatro centrales (4, 5, 8 y 1) tienen núcleos de población representados por cuadrados que se acercan y se interrelacionan; mientras que los cuatro exteriores (3, 6, 7 y 2) tienen el núcleo de población en el centro de su territorio. La línea punteada señala la dirección de la rotación, mientras que los números indican el orden de precedencia.

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FIGURA 17. Representación simbólica del Monte Tláloc, la montaña que se levanta al sur del Valle de México. Es el glifo clásico que en la tradición iconográfica mesoamericana representa a los cerros (altépetl), que son concebidos como llenos de agua y con una cueva en su interior, donde reposan las semillas fundamentales. Aquí, la parte baja del cerro está simbolizada por un dibujo que forma una red cuadriculada, con un círculo en el centro, que representa la tierra. En la parte de arriba se ve un templo y en su interior la figura del dios Tláloc, quien sostiene en su mano derecha el rayo poderoso.