17 de mayo de 2004 | ||
GARROTES Y
ZANAHORIAS El lento crecimiento de la producción que engendra el estilo de desarrollo vigente propicia que al mecanismo tradicional de ajuste del mercado de trabajo el desempleo abierto se añadan otros cuya importancia y extensión son crecientes. Estos son el autoempleo (proceso sucedáneo de la informalidad) y la migración internacional. Ambos fenómenos simbolizan la incapacidad dinámica de la economía y de la estrategia en que se sustenta su funcionamiento para ofrecer a los mexicanos oportunidades remunerativas de inserción social. La amplitud alcanzada por este fenómeno es quizá la más fuerte evidencia de la inestabilidad real que padece la economía mexicana. La experiencia de los últimos cuatro lustros muestra que sin un proceso de crecimiento fuerte y sostenido no hay posibilidades de crear las cantidades de empleos productivos que se requieren para garantizar la cohesión social y producir progreso. El predominio de políticas económicas diseñadas en función de objetivos necesarios pero muy limitados de estabilidad el control de la inflación, la contención del déficit fiscal es incompatible con la expansión a largo plazo de la producción y del empleo. En el marco de esta incompatibilidad, la dinámica de la integración económica y social de la fuerza laboral se deslizó progresivamente desde el lado de la demanda hacia el de la oferta de trabajo. Para segmentos crecientes de la sociedad, la generación de empleo pasó a ser una responsabilidad de los propios trabajadores. Es ésta una fuerte limitación de la política de desarrollo, pues tal lógica supone que los trabajadores poseen un recurso clave: educación y capacitación. Un recurso que, en los hechos, los gobiernos del último medio siglo no han estado en posibilidades de garantizar debido a las restricciones fiscales y financieras que han enfrentado, pero también debido a las orientaciones y prioridades de sus políticas presupuestarias. Lo anterior tiene al menos dos grandes consecuencias. Por un lado, el despliegue de un proceso general hacia el deterioro de las condiciones y la calidad del trabajo (o "precarización", según el sustantivo que suelen utilizar los especialistas), que en muchos países afecta sobre todo pero no en exclusiva a los trabajadores ocupados que cuentan con menos educación formal. Un deterioro que se manifiesta bajo la forma de castigos salariales relativamente más drásticos, recortes de prestaciones y cobertura social, o pérdida parcial o total de las fuentes de empleo en el sector formal. Este deterioro también se debe a la expansión del sector informal de la economía, donde suelen prevalecer, casi por definición, condiciones de trabajo desfavorables y una menor estabilidad que en el sector formal. Como quiera que sea, es un hecho que la calidad del empleo se deterioró notablemente en México durante estos años. La información que arroja la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto de los Hogares es evidencia muy sólida. La
ampliación de las brechas de oportunidades y bienestar
también explica
la migración internacional de una fracción muy importante
de la fuerza
de trabajo mexicana. La expansión de este fenómeno es de
sobra conocida
y cada vez está más documentada. Aunque la
migración hacia Estados
Unidos no es fenómeno nuevo, su gran crecimiento durante los
últimos 20
años la convirtió en uno de los vectores más
dinámicos y por sus
características quizá también menos
reconocidos de las nuevas pautas
de inserción de la economía nacional en el llamado
proceso de
globalización. Si a la migración de trabajadores se
añaden las
exportaciones de las plantas maquiladoras la otra pieza maestra de
la
inserción internacional de México queda claro
cuál es nuestro
verdadero perfil de especialización en la economía
mundial: somos
exportadores de trabajo barato
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