México D.F. Martes 11 de mayo de 2004
Luis Hernández Navarro
Bandung, La Habana y los derechos humanos
El conflicto diplomatico entre los gobiernos de Cuba y México ha puesto de nuevo en el centro de la discusión política la relación entre la izquierda mexicana y La Habana. Una parte de la intelectualidad cree que esta corriente ideológica ha adoptado ante la crisis una conducta regresiva, al apoyar a un régimen autoritario que viola los derechos humanos.
Las críticas desde la progresía a la revolución cubana provienen de perspectivas diferentes. Para unos, después de la caída del Muro de Berlín, el modelo de socialismo cubano es una excentricidad condenada, tarde o temprano, al fracaso. La justicia, sostienen, puede realizarse en el marco de una economía capitalista de mercado. Para otros, el antimperialismo de La Habana es un resabio inútil de otras épocas, una expresión absurda de antiamericanismo. Finalmente, para varios más, el régimen cubano es una dictadura antidemocrática que viola los derechos humanos.
Por ello, concluyen los detractores el apoyo de una parte importante de la izquierda mexicana a la revolución cubana es una inconsistencia en su vocación democrática y plural, una nostalgia inadmisible de tiempo idos.
La situación que vive Cuba es, sin embargo, mucho más compleja que lo que sus críticos señalan. Su visión está en sincronía con un sentido común dominante entre 1989 y 1999, pero que ha comenzado a transformarse aceleradamente, a raíz de la irrupción del movimiento altermundista, la emergencia popular en América Latina y el nuevo desorden mundial impulsado por la administración Bush. La izquierda mexicana tiene buenas razones para mantener una relación estrecha con la revolución cubana, que no tiene que ver sólo con razones de Estado o de "política real".
Como mostró el pasado Foro Social Mundial (FSM) realizado en Mumbai, India, hay una extendida fiebre antiestadunidense en todo el mundo. No se trata tan sólo de un sentimiento o una reflexión elaborada por fuerzas de izquierda ortodoxa, sino de una indignación viva en muchos sectores que hasta hace poco veían a Estados Unidos de otra manera. La existencia de un nuevo imperialismo no es sólo una preocupación teórica, sino un hecho vivo condicionado por el temor y la inseguridad. La guerra no es un accidente histórico, sino un instrumento de la globalización económica. Los conflictos bélicos y el incremento en las tensiones internacionales han ensombrecido la realidad. Y la fuente común de esta inseguridad es similar: los vientos de guerra desatados por Washington.
Cuba tiene mucho que decir sobre cómo resistir al imperio. Posee una bien ganada autoridad política en este terreno. En 1955, en plena guerra fría, los líderes de Africa y Asia que habían obtenido su independencia o luchado contra el colonialismo, o que luchaban por ella, se encontraron en Bandung, Indonesia, para formular un proyecto por un mundo más justo. Seis años después, en Yugoslavia, nació de allí el Movimiento de los No Alineados, que marcó una época. Desde entonces la revolución cubana disfruta de un prestigio incuestionable en la lucha por la liberación. Su experiencia y su ejemplo son básicos en la definición de una estrategia para enfrentar el nuevo desorden mundial. La izquierda mexicana no tiene por qué renunciar a esa tradición.
La nueva guerra de conquista de territorios y recursos naturales enarbola como banderas la causa de los derechos humanos y la libertad. Las agresiones militares en Yugoslavia, Afganistán e Irak se justificaron en nombre de los derechos humanos. También en el nombre de los derechos humanos se pretende intervenir en Cuba y cuestionar su derecho a la autodeterminación.
Y es cierto que en Cuba se violan derechos humanos individuales, y el hecho no puede ser soslayado o justificado. Pero, más allá de pretextos, esta no es la verdadera razón para agredirla. De entrada, porque esta situación no es exclusiva de esta nación, y quienes la señalan no están exentos de cometer graves atropellos a las libertades civiles.
El discurso generoso y seductor de los derechos humanos ha permitido atrocidades de quienes lo enarbolan, que son evaluadas con dobles estándares. Los presos talibanes detenidos sin juicio en Guantánamo o las torturas contra los prisioneros iraquíes son una pequeña muestra de este comportamiento. La Ley Patriótica, la pena de muerte y la prohibición a la prensa de difundir información "comprometedora" sobre la guerra son muestra, además, de que el moralismo neoimperialista estadunidense que trata de imponer reglas "universales" no es exclusivo de su relación con ciudadanos de otros países, sino que afecta también a los suyos.
Pero, además, el pretendido carácter universal de los derechos humanos está en entredicho. Como afirma Boaventura de Sousa, en su concepción convencional éstos "son falsamente universales porque ocultan las desigualdades del sistema mundial, los estándares dobles y la pertenencia cultural diferenciada". Cuba, no hay que olvidarlo, ha dedicado grandes esfuerzos a evidenciar esta falacia.
Los enfoques existentes sobre los derechos humanos son distintos. Es así como La Habana ha privilegiado los derechos económicos y sociales como garantía para el disfrute de los derechos civiles y políticos. El derecho a la salud, a la alimentación, al trabajo, a la educación, al arte y a la recreación son una realidad en la isla, mientras que en muchos otros países son inexistentes o se han deteriorado con las políticas de ajuste estructural y el pago de la deuda externa.
Más allá de sus limitaciones e inconsistencias, más allá de sus deformaciones y problemas, la revolución cubana es para la izquierda mexicana una referencia de la que no tiene por qué sentirse avergonzada. No necesita ser acrítica. No tiene por qué callar sus diferencias. Pero lo que no puede hacer es dejar de ser solidaria con ella.
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