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Editorial
Las políticas públicas que reflejan
o materializan las demandas ciudadanas son, ni duda cabe, las políticas
más consistentes, las que perduran y trascienden en el tiempo. Tal
es el caso de las políticas de salud sexual y reproductiva seguidas
por el Estado a lo largo de las tres últimas décadas. Desde
su fundación, hace treinta años, las autoridades que han
encabezado el Consejo Nacional de Población (Conapo), han tenido
la suficiente sensibilidad para abrirse a las críticas y demandas
de la sociedad civil, sobre todo de las organizaciones feministas y del
movimiento amplio de mujeres.
El resultado de esa política acertada está
a la vista. Los avances en materia de salud reproductiva son incuestionables.
Cierto, falta mucho por avanzar, las inequidades y desigualdades sociales
aún son un lastre y un obstáculo difícil de superar.
Pero el camino está trazado y las políticas fijadas cuentan
con un amplio consenso y respaldo sociales.
La fortaleza de las políticas de salud reproductiva
y planificación familiar descansa en el reconocimiento inapelable
del derecho a decidir de las personas en su vida reproductiva. Es un derecho
del que se han apropiado millones de mexicanas y mexicanos, que no están
dispuestas a dar marcha atrás como pretenden algunos grupos conservadores
que presionan al Estado en ese sentido. Esos grupos pretenden que en materia
de población el gobierno adopte políticas más acordes
con la doctrina religiosa que los inspira que con las normas jurídicas
y de convivencia que nos hemos dado como nación. En el Congreso
Internacional de Familias que organizaron en nuestro país en marzo
pasado, se propusieron presionar a los gobiernos en esa dirección.
Por fortuna, el Estado mexicano descansa en sólidas bases laicas
y contamos con instituciones de larga trayectoria, como el Conapo, que
son ya patrimonio de la ciudadanía. |