México D.F. Domingo 2 de mayo de 2004
MAR DE HISTORIAS
La mañana en el jardín
Cristina Pacheco
El trozo de madera cae enmedio del estanque. Los
círculos concéntricos desaparecen y en segundos el agua
recobra su tersura. Abelardo se inclina y elige una piedra. Esta vez la
arroja al aire sólo para atraparla en su caída. El
éxito de una jugada imaginaria le arranca una exclamación:
舑¡Mucho, portero! ¡Qué padre
te aventaste, mi Lalo!
Se pasa la piedra de una mano a otra, como si se
tratara del balón, y piensa en sus compañeros de la
fábrica. Aunque lo esperan el sábado, no asistirá al
juego en el llano de La Purísima. Al final lo acosarían a
preguntas. El no tendrá fuerzas para inventar que aún no ha
buscado trabajo porque desea tomarse unas vacaciones después de
catorce años sin descanso.
舑Y me quejaba por eso. ¿Cómo ves?
舑le dice a un pato de plumas carcomidas que corre hacia el estanque.
Abelardo se queda observando la forma en que el animal
se desliza en el agua sin mojarse las plumas. Lanza la piedra contra la
soberanía del pato:
舑¡Pendejo: no me dejes hablando solo!
Celebra su ocurrencia con una carcajada que le irrita
la garganta y lo hace toser. No encuentra su pañuelo en el bolsillo.
Piensa en volver a la casa y buscarlo entre las toallas húmedas del
baño o las sábanas desordenadas y quizás aún
tibias.
Piensa en Rosaura. Hace menos de una hora que, como
todos los días, caminaron juntos hasta la terminal. Por primera vez
sólo su mujer abordó el microbús rumbo al trabajo. El
se quedó inmóvil, mirándolo alejarse.
Cuando el microbús desapareció al fondo
de la avenida, Abelardo asumió su nueva condición de
desempleado. Al decírselo experimentó la misma
sensación de abandono que cuando, de niño, su padre lo dejaba
en casa de su abuela mientras se iba a trabajar a Villa del Carbón.
Don Evaristo volvía los sábados, muy tarde, malhumorado y
exhausto. El domingo se despedían en la terminal. A pesar de tenerlo
prohibido, Abelardo iba tras el autobús hasta que sus esfuerzos por
alcanzarlo eran inútiles. A la sensación de abandono se
sumaba la de fracaso.
Oprimido por el recuerdo, Abelardo se alejó de
la terminal. Las calles, los semáforos, los flujos del
tránsito le marcaron el rumbo en su primer día fuera de la
fábrica. Varias veces tuvo la ocurrencia de dirigirse a ella y
merodear, con la esperanza de otra oportunidad. Tal vez su jefe hubiera
comprendido que no es fácil conseguir un trabajador capaz de moverse
en cuatro áreas sin dificultad, sin sueldos complementarios ni
vacaciones.
Abelardo se dio cuenta de que su sueño era un
delirio y si daba vueltas por la fábrica el policía,
olvidando su antigua amistad, iba a darle el mismo trato que a los vagos
del rumbo: 舠Retírese por favor舡. No tenía caso
exponerse a semejante humillación. El feroz claxon de un
tráiler lo obligó a detenerse. El peso del torton estremeció la
tierra. La vibración le recordó su miedo a los temblores y su
pesadilla recurrente desde el 85: morir solo en la calle y quedar sepultado
bajo escombros.
Sintió urgencia por ver gente y se
encaminó al parque cercano. Allí no encontraría
ningún guardia que le dijera 舠Retírese por
favor舡. Su tranquilidad desapareció ante la presencia de los
corredores y gimnastas que circulaban por las veredas. Sus movimientos
cronometrados y sus atuendos deportivos lo cohibieron. Para evitarlos se
dirigió al estanque. Mientras avanzaba se preguntó
cómo diablos terminaría esa mañana.
Los patos le recordaron, por su blancura, a los
deportistas. Sintió una súbita antipatía hacia ellos.
Le disgustó que estuvieran en el parque, corriendo y flexionándose para mantenerse esbeltos y
sanos, mientras que él había caído allí
sólo por no tener otro lugar adónde ir. Eligió un
trozo de madera y lo arrojó al estanque.
II
Abelardo escucha un sonido metálico. Se vuelve
y descubre a una enfermera que empuja despacio, fastidiada, una silla de
ruedas. Piensa que está vacía pero cuando cruza frente a
él descubre, hundida en una cobija blanca, a una anciana. Se
divierte imaginando que está paralítica, es millonaria e
insomne.
Abelardo se pregunta qué puede quitarle el
sueño a una anciana acaudalada. Vacila antes de darse una respuesta
satisfactoria: 舠Ha de ser muy cabrón no saber a quién
dejarle la herencia o si la enfermera va a desbarrancarla en uno de sus
paseos matutinos舡.
Sigue con la mirada a la enfermera. La ve detenerse
para cruzar la avenida. Abelardo recuerda el tráiler que estuvo a
punto de arrollarlo. Podría aparecer otro cuando la anciana y su
cuidadora estén atravesando. Sin pensarlo, corre hacia las dos
mujeres. 舠¿Puedo ayudar?舡 La enfermera finge una
sonrisa, se lleva la mano al pecho, saca un espray y le rocía la
cara.
Desconcertado, Abelardo retrocede y se frota los ojos.
Teme haber perdido la vista: 舠No veo, estoy ciego舡. Sus gritos
se confunden con los de la anciana: 舠Asesino, bandido,
ladrón舡. Atraídos por el escándalo, se acercan
los deportistas. Para Abelardo son manchas blancas que jadean y huelen a
sudor; aún así trata de explicarles lo que sucedió:
舠Sólo quería ayudarlas, pero me atacaron. No
veo舡.
Una mujer con portafolios se dirige a la anciana:
舠No se preocupe, abuelita. Ya viene la patrulla para llevarse a este
desgraciado舡. Atónito, a punto de llorar, Abelardo protesta:
舠Oígame, ¿qué le pasa? Déjeme
explicarle舡. La anciana lo interrumpe: 舠No me interesa.
Guárdese sus alegatos y sus mentiras para cuando venga la
policía舡.
Abelardo se frota los ojos y parpadea hasta que al fin
recobra algo de visión. Sonríe. La enfermera, escandalizada,
agita la cabeza: 舠Y para colmo, ¡cínico!舡 La
anciana le toma la mano a la mujer y se la besa llamándola 舠mi
ángel, mi salvadora舡. Una deportista, sin interrumpir su
carrera estacionaria, se dirige a la enfermera: 舠¿Dónde
compraste el espray? Quiero uno. Imagínate que todas las
mañanas vengo aquí. ¿Qué tal si un día
me sale un depravado como éste?舡
Se escucha el aullido de las sirenas. Los testigos
cierran el círculo en derredor del sospechoso. En cuanto ven a los
policías armados con metralletas todos señalan a Abelardo:
舠Es él...舡 舠Quiso atacar a la ancianita舡.
舠Si no ha sido por su cuidadora...舡 Al ver que Abelardo se
lleva la mano al pecho, la deportista suspende su carrera estacionaria y
alerta: 舠Cuidado: puede traer pistola舡.
Los policías lo cercan. Abelardo los rechaza:
舠No. Me duele el pecho, me falta el aire舡. Un cabo lo sorprende
por la espalda y lo inmoviliza con una llave: 舠Y más te
faltará, cabrón, cuando estés refundido en el tambo.
¡Jálale!舡 Abelardo se resiste y otro policía, con
la culata de su rifle, le asesta un golpe en la espalda. Electrizado por el
dolor, Abelardo se desploma. 舠Qué feas cosas están
sucediendo舡, dice la mujer del portafolios antes de alejarse. La
corredora estacionaria le pregunta de nuevo a la enfermera dónde
compró el espray. 舠En el Eje Central y baratísimo: es
chino舡.
Abelardo siente recrudecerse el dolor en su pecho. Un
policía se inclina sobre él: 舠No te hagas.
¡Levántate!舡 El acusado permanece inmóvil. La
anciana exige que la pongan al tanto de lo que está sucediendo. Su
enfermera le responde: 舠Ahora el maldito quiere hacerse el enfermo
del corazón舡. La corredora estacionaria suelta una carcajada y
agrega, en alusión a las noticias: 舠Como que se están
poniendo de moda los cardiacos. ¡Qué fácil!舡
Irrumpen en el jardín otros policías. El
más corpulento da órdenes mientras que los demás
procuran apartar a los curiosos. Abelardo los ve como figuras alargadas
pero no logra distinguir sus rostros. Una placidez extraña lo
invade. Le gustaría prolongarla, pero otra punzada le quita la
respiración y lo asfixia antes de que llegue a saber cómo
terminará esa mañana.
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