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México D.F. Domingo 2 de mayo de 2004
Elena Poniatowska /I
Sesenta y dos años al sol de las naranjas
Desde las deslumbrantes pilas de naranjas en las
esquinas de las calles de la ciudad de México, en 1942, a las
butacas de cuero verde que se alinean en este recinto, el trecho caminado
es largo y agradecido. Son 62 años vividos al sol de las naranjas, a
la luz de las naranjas hechas jugo, al líquido de oro que impide el
enfriamiento, a los colores del sol que van del ocre al amarillo, del rojo
sangre del tezontle al barro quemado, de los gajos de pura pulpa a las mil
lágrimas congeladas de la granada.
En 1942 México era una ciudad pequeña y
recogida que mecíamos en nuestros brazos como a un recién
nacido. Era un ancho patio soleado y una puerta abierta. Las raíces
de los sabinos o ahuehuetes todavía encontraban su agua bajo el
concreto, y los panaderos llevaban bolillos, conchas, flautas y polvorones
de sombrero en una gigantesca canasta que jamás se les caía.
En las esquinas, los cilindreros tocaban el vals Sobre las olas y en la noche se
metían a dormir dentro de su cilindro. Los mariachis preguntaban en
la Plaza Garibaldi: 舠¿qué le cantamos,
patroncita?舡, para luego excusarse: 舖舖esa no la tenemos
puesta舡. Los vendedores de boletos de lotería se acercaban a
la ventanilla del coche: 舠Andile, es el de la suerte, para que se vaya a Uropa, aunque no me lleve舡. De
casa en casa, los aboneros vendían vestidos a las muchachas; bueno,
bonito y barato. Pepe Pérez Peluquero peinaba personas pudientes con
sus peines Pirámide, y al atardecer el extraño silbato del
camotero parecía el llamado de un niño que ha perdido a su
madre entre la niebla.
Desde la Torre de la Latino, los enamorados
emprendían el vuelo a beso y beso. Podían verse todas las
azoteas de México. Desde arriba, la ciudad no era más que un
solo techo. Abajo, en la barranca de la calle, hormigueaba la gente
pequeñita, cabecitas de alfiler. 舠¿Para qué se
mueven tanto?舡, era la pregunta obligada. Algunos techos eran
jardines sembrados a ojo de pájaro por el viento. Otras azoteas
ponían al Hermano Sol a secar miles de sábanas, camisas y enaguas, que para
los aviadores debieron ser pañuelos de adiós. Las azoteas
eran el patrimonio de las criadas, quienes a la hora del crepúsculo
subían a leer las cartas que como avemarías recibían
del pueblo: 舠Por la presente te mando saludar deseando estés
bien de salud舰舡, y la azotea era el único lugar donde se
sentían a sus anchas y se hacían amigas de otras del mismo
edificio. Allá arriba, en el lavadero, se lavaban el pelo con
chichicastle (esa hierba que se comen los patos) y sus cabellos rechinaban
como cuerdas de violín; allá arriba recordaban que en el
pueblo ponían a secar las calabazas y las mazorcas en el techo, en
cambio en la ciudad las azoteas eran color de lluvia y de viento.
Recuerdo al Señor de
los Toques en la avenida Juárez con su
batería cuadrada y dos cables que habría que detener,
mientras él subía el voltaje hasta los 250 grados, y a punto
de la electrocución uno gritaba: 舠¡ya, ya, ya,
párele, párele, por favooor!舡. Dizque era bueno para
los nervios. Hoy en la calle, lo que se oye es la palabra estrés y
unas blancas enfermeras ofrecen: 舖舖¿le tomo la
presión?舗舗. Algunas van más allá:
舖舖¿le checo el azúcar? ¿Le doy su clave de
diabetes?舗舗. Si son muy luciferinas, el peatón se
detiene: 舖舖usted tómeme lo que quiera舗舗.
Antes, el bárbaro de los toques resolvía
la neurastenia del caminante. Ahora el estrés anda suelto por Correo
Mayor, Tacuba, Madero, Balderas y llega hasta el Zócalo, la plaza
más bella del mundo, el ombligo de nuestro país, el centro de
todas nuestras manifestaciones, la marcha acelerada de nuestro
corazón, el asta de la bandera que ondea y rige nuestra vida.
Mi madre, Paula Amor, abría su ventana sobre el
Zócalo y veía al Hombre
Araña subir por los muros de Catedral.
Mirar esta plaza desde el segundo piso le quitaba el aliento e
influyó en su destino. Si mi madre fue un ser poético e
inasible, si sobrevoló liviana a todas las calamidades, si tuvo
mucho de papalote y de flor al viento, si sus pétalos jamás
pesaron ni se ajaron, seguramente es porque vio esta plaza abierta al
viento y al agua, esta plaza que nos empaña la vista con sólo
mencionarla.
Suele olvidarse a los héroes populares y los
historiadores ya nos quitaron al Pípila.
Sin las soldaderas, por ejemplo, no hay
Revolución Mexicana, porque los soldados habrían desertado.
Así sucedió en la Guerra Civil de España. Los
milicianos republicanos dejaban la trinchera y se iban a dormir a su casa.
La única experiencia que conocían era la del amor, los brazos
de su mujer. Y, créanme, ésa es la mejor de las experiencias.
Las soldaderas no sólo les hicieron casa a los revolucionarios de
uno u otro bando, sino que tuvieron sus hijos, palmearon sus tortillas y,
sobre todo, cargaron el metate, que no es poco decir, porque un metate pesa
casi tanto como el Monumento a la Revolución.
Varios hombres y mujeres me han quitado el aliento.
Jesusa Palancares o Josefina Bórquez es la protagonista de la novela
Hasta no verte Jesús mío, publicada en 1968. Con ella entré en contacto con la
pobreza, la de a de veras, la del agua que se recoge en cubetas y se lleva
con cuidado para no tirarla, la de la lavada sobre la tablita de
lámina porque no hay lavadero, la de la luz que se roba por medio de
diablitos, la de las
gallinas que ponen huevos sin cascarón, 舠nomás la pura
tecata舡, la pura piel, porque la falta de sol no permite que se
calcifiquen. Jesusa pertenece a los miles de hombres y de mujeres que no
viven, sobreviven. Su energía se les va en atravesar el día.
Qué difícil resulta permanecer a flote, respirar tranquilo
aunque sólo sea por un momento, al atardecer, cuando las gallinas ya
no chistan tras de su alambrado y el perro guardián amarrado con
cadena se despereza sobre el piso de concreto de la entrada.
Sin embargo, en ese cuartito de vecindad siempre en
penumbra, en medio de los chillidos de los niños de otras viviendas,
los portazos, los ladridos, el vocerío y la radio a todo volumen, en
la tarde, a la hora que cae el sol, surgió la otra vida de Jesusa,
la pasada, la de sus rencarnaciones: 舠Yo estoy en la tierra pagando
lo que debo, pero mi vida es otra (también Frida Kahlo dijo que su
vida era otra). En realidad el que vive en la tierra viene prestado,
solamente está de paso, y cuando el alma se desprende del costal de
huesos y de pellejos que a todos nos envuelve, cuando deja bajo tierra su
miseria, es cuando empieza a vivir. Nosotros somos los muertos, para que
vea. Nos creemos vivos pero no; nada más venimos a la tierra en
carne aparente y cuando El nos llama a cuentas es cuando morimos en lo
material. Muere la carne y la sepultan, pero el alma retorna al lugar de
donde fue desprendida. Nosotros reencarnamos cada 33 años
después de haber muerto舡. Así, entre una muerte y otra,
entre una venida a la tierra y otra, Jesusa inventaba una vida que le
hacía tolerable: su miseria. 舖舖Ahora me ve usted en este
muladar, pero yo tenía mi vestido muy principal, y Pierrot y
Colombina me llevaban la cola, porque yo era su soberana, ellos mis
súbditos舡.
Demetrio Vallejo es otro oaxaqueño inolvidable.
Hombre de riel, nacido en 1910 con la Revolución, impulsó
como presidente de la Gran Comisión Pro Aumento de Salarios la
huelga ferrocarrilera que paralizó al país primero en 1958 y
luego en 1959. Cursó hasta el tercero de primaria y su idioma
materno fue el zapoteco. Sus padres iban de Espinal a Mogoñe y
párenle de contar. Allá sólo había dos opciones:
trabajar en el campo o ser chícharo en la estación. Vallejo escogió el tren. Al
aprender a leer en castellano, Demetrio estructuró todo un sistema
de pensamiento para comprender al mundo al que quería acceder. De
niño que comía quelites con huevo, como Benito Juárez,
hoy tan injustamente olvidado, Demetrio Vallejo escogió la
crítica, el análisis de los acontecimientos, la
reflexión, la lectura, la disciplina, para volverse un hombre
moderno y llegar a líder. Aprendió muy joven a razonar y se
desesperó porque a la estación de tren llegaban pocos libros,
y los que pedía por correspondencia le resultaban de muy
difícil lectura, como el significado de plusvalía en El Capital, de Marx.
Aunque su base fue la cultura zapoteca, el pensaba que
siempre hay una razón social y política tras los mitos y las
leyendas. Nunca perdió esa cultura esencial, la de la tierra, la de
su pasado prehispánico. Se supo y se declaró indígena.
Pero tampoco fue eso lo que más le importó. Quería
ante todo cambiar la suerte de los trabajadores, depurar el sindicalismo,
acabar con los líderes vendidos. Su indignación lo sostuvo.
Su indignación fue su moral. Y su amor. Amaba al ferrocarril por
sobre todas las cosas. ¿Qué diría ahora que terminaron
los trenes de pasajeros y se va a demoler Buenavista? Pocos hombres como
él, imposibles de doblegar. Once años de cárcel y una
larga huelga de hambre no lo cambiaron. Murió en 1985, él, el
incorruptible.
Evangelina Corona fue la primera secretaria de un
sindicato de costureras limpio y libre. Después de los dos
terremotos de 1985, las últimas en ser rescatadas fueron las
costureras. Muchos de sus cadáveres salieron de los escombros cuando
sólo podían reconocerse por un anillito o un collar.
Habían pasado dos meses. ¿Por qué? Porque eran
mujeres, porque trabajaban en talleres clandestinos en San Antonio Abad,
porque a la hora de la verdad sus patrones buscaron primero la caja fuerte
que salvar las vidas de sus trabajadoras. En 1985, Evangelina se
paró frente a Miguel de la Madrid y le dijo en su cara: 舠no,
presidente, las cosas no son como usted las dice舗舗. Y no lo
desafió en forma grosera o burda o indignada; quería informar
al desinformado. Años más tarde, cuando subió a la
tribuna en la Cámara de Diputados, Evangelina Corona hablaba con esa
misma fresca inocencia que da la pureza. No le intimidó la
experiencia de María de los Angeles Moreno o la de Silvia
Hernández o la capacidad oratoria de cualquiera con mayor
preparación. Ella decía lo suyo porque tenía lo suyo,
intocado, resplandeciente. Diamante de sí misma, Evangelina Corona
sólo llegó hasta tercero de primaria, como Demetrio Vallejo.
¡Quién sabe qué tendrá ese tercero de primaria
que produce seres humanos de ese calibre!
Doña Rosario Ibarra de Piedra es otra de las
heroínas de nuestro país. Nos conocimos en 1975, en una
manifestación estudiantil en contra del nombramiento de Díaz
Ordáz como embajador de México en España, en la que
coreábamos: 舠al pueblo/ de España/ no le manden esa
araña舡. A partir de ese momento, hojeamos lentamente su
álbum familiar. En todas las fotografías aparecía el
mismo niño: Jesús Piedra Ibarra.
A vuelta de hoja, Rosario contó la historia de
su hijo, un joven de 21 años, acusado de militar en la Liga 23 de
Septiembre y desaparecido desde el 18 de abril de 1975.
De pronto Rosario desplegó un cartel rojo y
negro, tan grande que nos cobijaba y que decía en letras rojas:
舠¡se buscan!舡. Y a renglón seguido aparecieron las
fotografías de Jacobo Gamiz García, aprehendido el 15 de
marzo de 1974 en Acapulco, Guerrero, herido en una pierna; Jesús
Piedra Ibarra, detenido en Monterrey el 18 de abril de 1975, salvajemente
torturado, conducido a la ciudad de México; Ignacio Arturo Salas
Obregón, capturado en 1974, visto herido en el hospital; Javier
Gaytán Saldívar, detenido por el Ejército en noviembre
de 1975 en Morelos, y el licenciado César Yánez Muñoz,
ubicado la última vez en Ocosingo, Chiapas, en febrero de 1974.
Desde 1975, hace 29 años, Rosario pregunta:
舠¿dónde están nuestros hijos?舡, y de madre
atormentada se ha convertido en una formidable luchadora social, en un ser
de excepción. Conoció todas las cárceles clandestinas,
los campos militares, habló con todos los secretarios de
Gobernación, el último día de gobierno de Luis
Echeverría lo vio siete veces en distintas apariciones
públicas. 舠Nosotros no tenemos a su muchacho舗舗, le
aseguraron. Reunió a otras madres de familia con hijos desaparecidos
y protestaron frente a Palacio Nacional e hicieron huelga en Catedral.
A partir del día en que su hijo, Jesús
Piedra Ibarra, desapareció, la vida de Rosario dio un giro de 90
grados. Aceptó ser candidata a la Presidencia de la República
por un partido de oposición, no por protagonismo, sino para dar a
conocer al mundo entero el caso de los desaparecidos. Nunca habíamos
visto a un ser tan absolutamente trabajado por el sufrimiento como Rosario;
pero trabajado en el sentido de adelgazarla hasta volverla casi puro
espíritu, pura fuerza de voluntad vuelta hacia el hijo, vuelto hacia
el otro, el prójimo. Probablemente siempre llevó en sí
todo lo que ella es ahora, pero Rosario, deshijada, deshojada de
Jesús, se hizo a sí misma con la dura materia del ausente: la
soledad, la desesperación, el amanecer sin nadie, las antesalas que
terminan a las 12 de la noche cuando ya el señor secretario
bajó por su elevador privado, el 舖舖hágase a un
lado, señora, muévase舗舗, los días y los
años que se van amontonando.
La desaparición es la peor forma de tortura que
puede infligirse a un ser humano. Los desaparecidos no están en
ninguna parte, ni vivos ni muertos. Los familiares, atónitos,
aún no se reponen del golpe, inician una lucha al margen de toda
posibilidad jurídica institucional, desprovista de
ciudadanía, de membresía de una comunidad humana, tan
abandonados y sospechosos como sus propios hijos, maridos y hermanos
desaparecidos.
Muchos hombres se me quedan en el tintero: el subcomandante Marcos, por
ejemplo, quien supo llegar al corazón de los más
pequeños, como él los llama, y hablar su lenguaje, el del
escarabajo, Durito, el Viejo Antonio. El subcomandante
Marcos puso en el tapete de las discusiones al
indigenismo y a los 10 millones de indígenas que viven como parias
en nuestro país. Y nos hizo algunas preguntas que aún no
respondemos. ¿Son los mexicanos quienes deciden su proyecto de vida?
¿Qué clase de ciudadanos somos? ¿Qué hace
nuestra sociedad por los zapatistas en resistencia? ¿Qué hace
por los campesinos que viven en el olvido? ¿Qué hacemos por
entender a los indígenas de México? ¿Sabemos algo de
su idea del tiempo y de la muerte? ¿Por qué no nos lanzamos a
vivir en una comunidad indígena para conocerlos? ¿Qué
les ofrecemos los del Distrito Federal cuando vienen a Milpa Alta o a
Xochimilco durante la época de secas?
También se me queda en el tintero Othón
Salazar, el maestro que todavía vive y ojalá y
reconociéramos antes de que sea demasiado tarde.
Finalmente, el poder emana de la gente, de ustedes en
la Asamblea, y de nosotros, que buscamos establecer la forma de gobierno
que más nos convenga. Después de todo son los ciudadanos
responsables a quienes más les importa la buena marcha de la
sociedad. Ser ciudadano en este momento es mantenerse alerta, hablar en voz
alta, hacerse presente, denunciar la corrupción. La luz, el
petróleo, el agua, el maíz, están amenazados. Los
saqueadores de la nación han cavado el gran abismo de la desigualdad
en nuestro diario acontecer.
Palabras pronunciadas por la autora al recibir
la Medalla al Mérito Ciudadano, que otorga la Asamblea
Legislativa del Distrito Federal
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