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México D.F. Domingo 2 de mayo de 2004
Robert Fisk
Los chicos buenos que no pueden hacer mal
¿Por qué nos sorprendemos de su racismo,
su brutalidad, su indiferencia al sufrimiento de los árabes? Esos
soldados estadunidenses en la vieja prisión de Saddam en Abu Ghraib,
esos jóvenes reclutas británicos en Basora vinieron
舑como ocurre a menudo con los soldados舑 de poblados y ciudades
en los que se alberga el odio racial: Tennessee
y Lancashire. ¿Cuántos de 舠nues-tros舡 muchachos fueron ellos mismos pájaros de
cuenta? ¿Cuántos son seguidores del Partido Nacional
Británico? Musulmanes, árabes, 舠cabezas de
trapo舡, 舠terroristas舡, 舠el mal舡. Podemos ver
cómo la semántica se va trasluciendo. Añadamos a ello
la ponzoñosa perorata racial de un centenar de películas de
Hollywood que presentan a los árabes como sucios, libidinosos,
indignos de confianza y violentos 舑y los soldados son adictos a las
películas舑, y no es difícil ver cómo es que
algún pelafustán británico se orina en la cara de un
hombre encapuchado, algún sádico estadunidense se para en un
iraquí cubierto con capucha que está parado sobre una caja
con cables atados a las manos.
El sadismo sexual 舑la joven militar que
señala los genitales de un hombre, la orgía fingida en la
prisión de Abu Gharib, el rifle británico en la boca del
prisionero舑 podría ser un intento demencial por equilibrar
to-das esas mentiras sobre el mundo árabe, sobre la potencia del
guerrero del desierto, el harén, la poligamia. Todavía hoy
seguimos exhibiendo en nuestra televisión la re-pulsiva Ashanti, película sobre
el secuestro de la esposa de un médico inglés por
comerciantes árabes de esclavos, que muestra a los árabes
casi exclusivamente como propensos a molestar sexualmente a los
niños, como violadores, asesinos, mentirosos y ladrones. Sus
estrellas 舑el cielo nos asista舑 son Michael Caine, Omar Sharif
y Peter Ustinov, y fue filmada en parte en Israel.
De hecho, ahora presentamos en nuestras
películas a los árabes como alguna vez los nazis mostraban a
los judíos. Pero los árabes son presa legal. Terroristas
potenciales todos ellos, hombres y mujeres por igual, se les debe ablandar,
舠preparar舡, humillar, golpear, torturar. Los israelíes
usan la tortura en el Complejo Ruso de Jerusalén. Ahora nosotros
torturamos en la vieja cárcel de Saddam en las afueras de Bagdad y
舑porque allí es donde soldados británicos mataron a
golpes a un joven iraquí el verano pasado舑 en la antigua
oficina del más criminal de los hombres de Saddam, el fascista de la
guerra química conocido como Alí
el Químico.
¿Y los oficiales? ¿Acaso los tenientes y
capitanes británicos del regimiento Lancashire de la Reina
sabían que sus muchachos estaban matando a patadas a un joven
em-pleado iraquí de un hotel el verano pasado? El destino de ese
hombre 舑y la evidencia documental que demuestra que fue
asesinado舑 fue revelado por primera vez por The Independent on Sunday, en enero
pasado.
¿Acaso los chicos de la CIA en Abu Gharib
ignoraban que Ivan Chip Frederick y Lynddie England, dos de los soldados
estadunidenses que aparecen en las fotos de la semana pasada, humillaban de
manera obscena a sus prisioneros? Claro que no. La última vez que vi
a la brigadier general Ja-nis Karpinski, comandante de la 800 brigada de la
policía militar en Irak, me dijo que había visitado el campo
Rayos X, en Guantánamo, y nada incorrecto había allí.
Debí haber imaginado entonces que algo terrible ocurría en
Irak.
Recuerdo cómo en Basora, en víspera de
una visita de Tony Blair, fui a la oficina de prensa del ejército
británico en la ciudad para indagar sobre la muerte de Baha Mousa,
hombre de 26 años de edad. Su familia me había dado
documentos británicos que demostraban que lo habían matado a
golpes en custodia, que el ejército británico mismo
había intentado dar una compensación económica a la
familia si se desistía de cualquier demanda legal contra los
soldados que con tanta crueldad mataron a su hijo. Me recibieron con
bostezos y con una total incapacidad de proporcionarme información.
Me dijeron que llamara al Ministerio de la Defensa, en Londres. El oficial
con el que hablé parecía fastidiado, inclusive impaciente con
mis preguntas. No hubo una sola palabra de compasión por el
fallecido.
En septiembre del año pasado la general
Karpinski estaba con un pequeño grupo de periodistas en Abu Gharib
舑la espantosa prisión en la que miles fueron hechos perecer
por Saddam, la misma en la que Frederick, England y sus amigotes
estadunidenses ha-cían parar a un prisionero iraquí
encapuchado sobre una caja con supuestos electrodos atados a sus
manos舑, y se veía cómo experimentaba cierto placer al
escoltarnos hacia la vieja cámara de ejecución de Saddam.
Nos condujo hacia un cuarto de concreto con cadalsos y
galeras, y frente a todos nosotros levantó con ademán
triunfante la manija de la galera para que la trampa se cerrara. Nos
animó a leer los últimos mensajes garrapateados en las
paredes por iraquíes que esperaban la venganza del dictador. Pero
algo andaba mal en ese recorrido guiado por la prisión: no
había un proceso judicial claro para los prisioneros y no se hizo
ninguna mención 舑hasta que yo traje el tema a
colación舑 del ataque con obuses a la cárcel ocupada por
los estadunindenses en el cual perecieron en agosto seis de los internos,
cuando la general Karpinski estaba claramente a cargo de los 8 mil
prisioneros iraquíes. Los habían estado
舠aconsejando舡, nos dijo ella. 舠Al parecer creían
que los habíamos estado usando como costales de arena.舡 Abu
Gharib era atacado por insurgentes cuatro de cada siete noches. Ahora lo
atacan dos veces cada noche.
Extrañamente, en respuesta a una pregunta
mía, sostuvo que había 舠seis prisioneros que afirman
ser estadunidenses y dos que dicen ser británicos舡. Pero
cuando el general Ricardo Sánchez, principal oficial estadunidense
en Irak, negó más tarde este hecho, nadie preguntó
cómo había surgido la confusión. ¿Acaso la
general Karpinski lo inventó todo? ¿O el general
Sánchez no dijo la verdad? Los nombres de los prisioneros se
confundían a menudo, la escritura árabe se transcribía
de manera errónea, y se 舠perdían舡 hombres en los
archivos. La si-tuación hablaba de toda una cultura en la que los
iraquíes 舑en especial los prisioneros舑 no eran dignos de
los mismos derechos que los occidentales; y por eso, supongo, las potencias
ocupantes en Irak siempre nos dan estadísticas de las muertes de
occidentales pero no les preocupa en absoluto descubrir las
correspondientes a muertes de iraquíes, de ese mismo pueblo al que
tienen el mandato de proteger y cuidar.
Hace unas semanas, charlaba yo con un joven soldado
estadunidense en la calle Saadoun, en el centro de Bagdad. Daba dulces a
unos niños de la calle y hacía como que pronunciaba la
palabra árabe que quiere decir 舠gracias舡: sukran. Inocentemente le
pregunté si sabía árabe. Me sonrió.
舠Sé cómo gritarles舡, dijo. Y allí
está la cuestión.
Todos somos víctimas de nuestra infatuada
moralidad. 舠Ellos舡 舑los árabes, mu-sulmanes,
舠cabezas de trapo舡, 舠terroristas舡舑 son de una
raza inferior, de menores normas morales. Son personas a las que hay que
gritarles. Hay que 舠liberarlas舡 y darles
舠democracia舡. Pero nosotros, pequeña banda de hermanos,
nos vestimos con el uniforme de la moralidad. Somos marines o policías
mi-litares o miembros de un regimiento de la reina y estamos del lado del
bien. 舠Ellos舡 están del lado del 舠mal舡.
Así que nosotros no podemos hacer mal.
O eso parecía, hasta que esas vergonzosas
imágenes de la semana pasada desmantelaron todo el carro
alegórico y demostró que el odio racial y el prejuicio es
vieja herencia histórica nuestra. Solíamos llamar a Saddam el
Hitler de Irak. Pero, ¿acaso Hitler no era uno de
舠nosotros舡, un occidental, un ciudadano de
舠nuestra舡 cultura? Si pudo matar a 6 millones de judíos,
cosa que hizo, ¿por qué deberíamos sorprendernos de
que 舠nosotros舡 podamos tratar a los iraquíes como
animales? La semana pasada llegaron las fotos para demostrar que sí
podemos.
© The Independent Traducción: Jorge Anaya
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