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México D.F. Miércoles 7 de abril de 2004
Juan Arturo Brennan
Norman, Strauss, Wagner
Malas noticias: después de haber anunciado largamente la Primera sinfonía, de Anton Bruckner, y las Canciones de Wesendonk, de Wagner, para su concierto de este fin de semana, la Orquesta Sinfónica Nacional (OSN) canceló abruptamente del programa estas obras, que mucho valen la pena de ser escuchadas.
Buenas noticias: en vez de sustituir con caramelitos musicales del montón, la OSN ofreció un programa muy interesante, anclado sólidamente por la voz y la presencia de la gran soprano estadunidense Jessye Norman, y dirigido por Enrique Arturo Diemecke.
Hace más de veinte años, durante mi primera visita a la ciudad de Nueva York, asistí en el Lincoln Center a un concierto de la filarmónica neoyorquina conducida por Zubin Mehta.
Esa noche oí por vez primera las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss, cantadas por Jessye Norman, y el efecto demoledor de esa experiencia aún me acompaña. Y fue precisamente Richard Strauss el primero de los dos autores abordados la noche del viernes por Jessye Norman, a través de cuatro de sus excelentes lieder.
Se ha vuelto lugar común decir de tal o cual artista que el tiempo parece haberse detenido en un punto climático de su carrera; en el caso de Jessye Norman, esto no es un lugar común, sino una verdad simple y contundente.
Las cuatro canciones de Strauss fueron cantadas por la siempre sorprendente soprano con un dominio absoluto del material musical y textual, y una gama de matices tan amplia como sutil.
Su voz, igualmente poderosa a lo largo de todo el registro, igualmente expresiva a lo ancho de todo el rango dinámico. Sorprende, en particular, la potencia de su registro profundo, un registro en el que sopranos menos dotadas suelen perder la proyección y la colocación de la voz.
Suele decirse que Richard Strauss mantuvo un intenso y duradero affair amoroso con la voz de soprano (gracias a su esposa, Pauline de Ahna); sin duda, Jessye Norman ha mantenido un affair igualmente apasionado y duradero con las canciones de Strauss, a las que ha dado intensa vida, como ninguna otra soprano de su generación.
Alrededor de esta soberbia interpretación de Strauss, la Sinfónica Nacional (que se superó notablemente en su acompañamiento a la cantante, pero que perdió un poco de enjundia en sus ejecuciones sin ella) ofreció un par de piezas orquestales ciertamente interesantes. Primero, la Meditación y danza de la venganza de Medea, de Samuel Barber, música de ballet que vuelve a demostrar que éste es un compositor mucho más interesante de lo que solemos admitir, y que más allá de su bello y conmovedor Adagio hay muchas de sus obras que merecen ser escuchadas. Claridad y limpieza en la escritura, cierta aspereza armónica y textural bien matizada, y una componente rítmica de sólidos cimientos caracterizan a esta atractiva pieza de Barber, escrita para la gran coreógrafa y bailarina Martha Graham.
En la segunda parte del programa, Diemecke dirigió una auténtica novedad: dos preludios de la interesante ópera Palestrina, de Hans Pfitzner. Centrada alrededor de los conflictos creativos del gran compositor italiano, es una ópera con clara componente arcaizante que, en su tiempo (1917), la situó en un punto antagónico a la vanguardia musical del momento. Pero el punto culminante de la sesión estuvo, de nuevo, en manos y en voz de Jessye Norman. La Sinfónica Nacional volvió a elevar su nivel para acompañarla en la wagneriana Liebestod de Tristán e Isolda. Aun en una versión de concierto como la del viernes, Jessye Norman demostró que además de ser una vocalista de excepción, es una actriz de primera.
A pesar de que la orquesta se le echó encima un par de veces, la soprano volvió a llenar el espacio acústico de Bellas Artes con un torrente incomparable de voz y pasión, reforzando poderosamente la inestabilidad armónica de la partitura de Wagner, que es finalmente el elemento que hace de esta pieza un momento musical tan anhelante y devastador.
Fuera de programa, la regia cantante hizo una conmovedora versión a cappella de ese emblemático spiritual que es Swing low, sweet chariot, para hacernos recordar, por si hiciera falta, que el rango de su repertorio es tan amplio como el registro de su voz, y tan variado como su capacidad histriónica. Pero por encima de todo, esa Muerte de amor en la voz de Jessye Norman dejó claro que, en una interpretación de ese calibre, esta música puede convencer a las piedras, incluso a las piedras más escépticas, de que sí es posible morirse de amor.
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