México D.F. Miércoles 7 de abril de 2004
Lo material se lo iba a llevar... pero las personas
sí se hubieran salvado: sobreviviente
Dolor, desolación, angustia y una queja al aire
en el sepelio de las víctimas de Piedras Negras
ALONSO URRUTIA ENVIADO
Piedras Negras, Coah., 6 de abril. La tarde de
hoy es intensa en el panteón municipal. El dolor campea en el lugar
y los deudos se entrecruzan por las veredas de las tumbas para llegar a
alguno de los nueve entierros que en muy poco tiempo deben desahogar los
agobiados sepultureros.
Las
carrozas transitan sin cesar en esta tarde. Se diría que el panteón
está congestionado con el lento paso de cadáveres
y la peregrinación de deudos que los siguen hasta sus tumbas. Historias
diversas, cuyo denominador común es el trágico final de la
vida de un familiar que soportó hasta el límite la crecida
del agua o por la azarosa volcadura de la troka en su carrera por
escapar del agua.
Hacia la parte sur del cementerio la tragedia abarca tres
generaciones. Desde la abuela Asunción Scott viuda de Luna, la hija
Santa Ofelia de Luna Scott y hasta la nieta Graciela Hernández,
fallecidas por el brutal golpe del agua nunca visto en la región.
Más allá, David Torres, de 12 años,
asiste al sepelio de su madre, Suzel Esparza, y al de su hermana, Mariana
Torres, quienes no tuvieron la suerte de él, quien salvó
la vida tras volcar el carro en el que huían dse la crecida.
Poco más al centro los restos de un par de hermanos
-Rosa Elia y Beatriz Galván- serán enterrados cuando el sepulturero
tenga tiempo.
La tarde es asombrosamente soleada; no hay nubes en el
cielo y la tormenta que cayó en la madrugada ya no tuvo efectos
mortales en esta ciudad.
Pero mientras para algunos con el entierro de su familiar
llega el final de su dolor, a otros los consume la incertidumbre por la
desaparición de algún familiar.
En medio de la afanosa labor de rescatistas y soldados,
la soledad de Antonio Hernández es inmensa; deambula por los alrededores
de lo que fue su vivienda, donde por última vez vio a sus hijos
Adriana, Guadalupe y Antonio antes que se los llevara la corriente.
Camina con la mirada perdida y se aferra a los últimos
trofeos de Adriana y Antonio, alcanzados por su desempeño académico
en la escuela ubicada en la vecina ciudad estadunidense de Eagle Pass.
Una cuadrilla de rescatistas de la Cruz Roja y de militares
buscan a los hijos de Antonio Hernández. El desea que los cuerpos
estén ahí, donde se hundió el árbol al que
los trepó antes de que la corriente se lo llevará a él
y lo arrastrara hasta el puente ubicado unos 200 metros más abajo.
Dice que aún alcanzó a ver cómo se
sumergía el árbol con todo y sus hijos. Sólo sobrevivió
su esposa Elida Huitrón y su hija más pequeña. "La
mujer está desecha (dice su cuñado Salvador) porque no pudo
sostener a Antonio, que lo tenía entre sus brazos". Ya sólo
lo escuchó gritar cuando el río también se la llevaba
a ella.
Horas después los rescatistas localizaron el cuerpo
de Antonio, un niño de seis años.
A unos metros de la casa de los Hernández, la familia
García vive su propio drama. Varias de las hermanas de José
García observan desesperadas cómo los trascavos laboran para
remover el montón de escombros que sepultó la vivienda donde
se vio por última vez a José.
Dicen que no hubo quien lo convenciera de la urgencia
de escapar. Aferrado como era, esperó hasta el fin el desbordamiento
del río. Desde esas horas -mediodía- nadie lo ha vuelto a
ver, y los familiares desesperados tienen sentimientos encontrados, desean
ya encontrarlo, pero no quieren confirmar su muerte, pues aún tienen
esperanzas de tenerlo con ellos.
De la casa sale la voz de un militar, quien confirma el
hallazgo. Súbitamente se congregan en la casa rescatistas, soldados
y judiciales, mientras los familiares rompen su silencio con gritos y llantos.
Minutos después el cadáver es subido a la
ambulancia que sale de inmediato al hospital civil.
Esas son las historias trágicas que prevalecen
en el lugar, pero cada quien vive su drama particular.
Sin las dimensiones que implica la pérdida humana,
decenas, quizá centenares de familias miran, anímicamente
devastadas, los restos de lo que fueron sus casas.
Muchos se aventuran entre las piedras y el lodo para rescatar
algo de lo valioso que puedan encontrar.
Los aparatos electrodomésticos y muebles se dan
por perdidos; más bien la gente ansía recuperar sus recuerdos.
Y ahí van saliendo las fotografías de los
momentos importantes de sus vidas: las sonrisas en las bodas o los 15 años,
o las fotos escolares.
Los San Judas y las Ultimas Cenas, colgados para el amparo
familiar, son de lo poco que aún se puede recuperar.
En la zona más devastada las narraciones sobre
las peripecias para salir con vida del lugar se multiplican.
Víctor Martínez, un ex trailero jubilado,
relata que aquella noche su nieta trajo la voz de alerta, gritando algo
que para entonces se le hacía increíble, pues jura haber
visto a un hombre aferrado a un refrigerador en medio del río Escondido.
Tan sólo eso permitió a la familia de 18
miembros salir con vida de la riada. Hasta ahora regresó para corroborar
la devastación de su casa. Mentalmente reconstruye dónde
vivió las pasadas décadas y a señas ubica los pedazos
de vivienda que sirvieron para respaldar su verdad.
Próximo al lugar, Roberto González trata
de rehacer su ánimo maltrecho para demandar algo elemental: "si
no tuviéramos este alcalde no habría habido tantos muertos,
porque ellos saben bien que desde las cuatro de la tarde del domingo les
avisaron que el río venía demasiado crecido, y no fueron
para pararse aquí y advertirnos del peligro.
"De lo material, pues ya ni modo, de todas maneras se
lo iba a cargar... pero las personas, ésas sí se pudieron
salvar..."
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