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México D.F. Miércoles 31 de marzo de 2004
Luis Linares Zapata
El síndrome de Peter
La oligarquía dirigente del país tiene que parar bien sus antenas receptoras para captar el ambiente colectivo si quiere preservar sus masivos intereses. Los permanentes reacomodos entre sus filas le abren grietas por las que se cuelan actores e ideas que no son, para nada, de su agrado. Con frecuencia, éstas y aquéllos son vistos como disolventes del orden establecido o como sus verdaderos enemigos de clase. Darse la continuidad ansiada como grupo privilegiado no es, nunca lo fue, una tarea fácil, incruenta o desprendida. Por el contrario, requieren tanto de consistencia en sus cometidos como de perseverancia en las intenciones, y sagacidad en el uso despiadado de los medios, si quieren pasar por encima de los obstáculos que la realidad les va presentando. Así, los retobos y enojos que por toda la comarca nacional se oyen los inquietan sobremanera y no saben cómo neutralizarlo, bajarle tono e intensidad, menos aún han articulado una respuesta satisfactoria. Les preocupa que ese estado de ánimo que recorre e impregna a los gobernados ya no sea sólo un lamento sino que se vaya concretando en actitudes, en expresiones articuladas y movimientos, aunque por ahora aún sean incipientes y desordenados. Una de las formas que ese ánimo protestatario adopta se canaliza, aunque todavía de manera difusa, en simpatías por la factible candidatura de López Obrador para 2006. De allí que las elites pasaran de las sospechas, las ironías, los desprecios y las desconfianzas al franco combate contra este poco manejable, escurridizo personaje que adopta posturas desafiantes ante lo establecido al proclamar su apuesta por los pobres. šPopulista!, šimitador de Chávez!, repiten hasta el cansancio, para darle a esas consignas visos de crítica acertada y visionaria.
Pero saben las elites gobernantes que el desempleo rampante es una causa directa, inmediata, del ríspido clima que campea, aunque siguen escamoteando la indispensable inversión, que ya lleva varios años de sequedad y ausencia. El crédito ha prácticamente desaparecido del horizonte bancario y sus administradores ya no pueden ocultar incapacidades ni encontrar culpables en quienes descargar epitafios y augurios terminales. La esperada recuperación estadunidense no basta para incentivar el crecimiento interno. Las exportaciones, como motor de empuje, muestran cansancio crónico y, en última instancia, benefician sólo a un pequeño segmento de la población. El talento para diseñar una política de desarrollo productivo con base en el mercado interno no es cualidad señera de un Ejecutivo federal de lleno entregado a los gerentes y dueños del gran capital. Fox sólo alega intenciones de hacer su trabajo para alentarlos, para cobijarlos, pero no les sirve con la eficiencia, magnitud y oportunidad deseadas, y todos terminan en una especie de estéril complicidad. Hasta los aliados externos, que tienen por montones, ya no saben dónde poner el acento y por qué protestar cuando recurren a ellos en busca de apoyos y calificaciones. En un tiempo, casi ido, parecían concordar en señalar, de manera terminante, flamígera, a partidos y legisladores por las fallidas reformas llamadas estructurales. Una causa primordial, totalizadora según su interesada versión, del fracaso o raquítico crecimiento del PIB.
Los últimos tiempos del país no son una muestra positiva para los afanes de los mandones que lo dirigen. Los que se atrincheran en los controles partidarios andan a la greña, unos contra los otros. De ello dan cuenta los priístas, aterrados por lo que puede depararles el proceso sucesorio en puerta. Una candidatura presidencial sin la diestra e inapelable mano de su fallecido líder nato los muestra incapaces de darse las reglas necesarias para dirimir sus desencuentros y pulir las ambiciones de los varios aspirantes. Los panistas, a pesar de sus envenenados dardos contra Sahagún, no logran sacarla del pernicioso rejuego en que ella, a cada rato y golpe difusivo de su aparente indecisión, los mete. Más vulnerables se antojan los perredistas, a quienes dos videos y una espectacular renuncia de Cárdenas los ponen contra un angustioso muro de lamentos y penas. Enredados en sus purgas, rivalidades, exclusiones terminantes y enconadas luchas por posiciones entre sus grupúsculos, no atinan a vislumbrar lo que afuera les espera ante tanto escándalo y riñas interminables. No lo ven, o les importa un bledo, mientras puedan echarle mano a los cuantiosos recursos que les acercan las prerrogativas partidarias y abunden los puestos a repartir en aquellos espacios públicos que algunos dirigentes logran ganar.
Ante estos desarreglos, y muestras de estatura por demás reducida de los cuadros directivos de las burocracias partidarias, enfrentarán ahora a un francotirador que debe ponerlos en alerta. La premisa esgrimida por Jorge Castañeda para lanzar su candidatura a la Presidencia es simple y en gran medida falsa. Parte el autodesignado agitador social de interpretar el sentimiento ciudadano como hastío generalizado contra los partidos establecidos. Son ellos el destino final de sus endechas y malfarios. Contra ellos se apresta a combatir desde la confusa, estrecha, tramposa catacumba de una ciudadanía que se predica independiente. Hasta ahora parece, según encuestas, quitarles 6 por ciento de las preferencias electorales, pero puede llegar a representar un mayor dolor de cabeza ahí donde cuenta para los directivos partidarios: en las futuras prerrogativas. Ese porcentaje Castañeda piensa quitárselo a alguno de los grandes agrupamientos políticos y, en una de estas, lo logra. Y mucho será debido a la ceguera e incapacidad de los militantes de rango de PAN, PRD y PRI.
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