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México D.F. Domingo 21 de marzo de 2004
Ilán Semo
El incendio y las cenizas
Una constatación que es punto de partida: la sociedad política está herida. La contienda entre los partidos políticos y entre las corrientes que los conforman, por anular el menor atisbo de ventaja o de síntoma de ventaja del rival en el todavía largo camino hacia las elecciones presidenciales de 2006, se ha convertido en una guerra sin reglas. Las primeras víctimas de este enfrentamiento han sido los mismos partidos. La exhibición sistemática de la corrupción, que afecta su vida interna, ha terminado por transformarse en una implosión de la legitimidad de todos y cada uno de ellos. Lo que está en duda hoy día no es la viabilidad de éste o aquel partido, sino su viabilidad como fuerzas capaces de edificar un nuevo sistema político que responda, así sea mínimamente, a los retos sociales, económicos e institucionales que se plantea la sociedad mexicana desde el año 2000.
Todo parto democrático, y creo que ese es el momento en que nos hallamos, trae consigo una decepción. Las elites antiguas temen perder sus privilegios y las nuevas apenas anuncian su formación. El marco del control de riesgos y daños se reduce a su mínima expresión. Imbuida en una mentalidad autoritaria, la sociedad busca certidumbres ahí donde sólo existen fantasmas. En América Latina sólo tres países han salido airosos de ese parto: Chile, Uruguay y Brasil. Lo demás es un continente triste, una vez más en llamas. Seis nuevas "democracias" han caído por la vía del knock out: Haití por la de las armas, Venezuela por la del populismo, Perú por la de la normalización del estado de excepción, Bolivia y Ecuador por la del neomilenarismo y Argentina por la implosión de su sociedad política. Colombia y la región de los Andes se debaten en una guerra civil interminable. Con excepción de Costa Rica, Centroamérica se ha vuelto indescifrable.
ƑCuáles son las semejanzas entre los regímenes de Chile, Brasil y Uruguay? Las diferencias son obvias: se hallan en la historia. Chile y Uruguay pertenecen a esa rara y escasa familia de países latinoamericanos que han pasado largos periodos de democracia y estado de derecho; en cambio, la democracia brasileña es una novedad, una refutación de un pasado poblado de dictaduras y líderes populistas. De este elemental contraste se podría inferir que las huellas de la historia son todo menos una condena o el guión de un destino manifiesto. Por el contrario, la única lección que acaso se desprende de sus páginas es que el futuro es una entidad siempre impredecible. Las semejanzas entre estas tres versiones de experiencias democráticas más o menos logradas no son tan evidentes. Me excuso en la tiranía del espacio para mencionar sólo una, que no es del todo irrelevante: la aparición de una izquierda con relativa conciencia de sus límites y de los límites que impone una época que sólo admite reformas visiblemente moderadas, pero que pueden resultar esenciales para la consolidación del proceso democrático. Una izquierda paciente, gradual, liberada de los atavismos de su pasado reciente. Lula, Lagos y la izquierda uruguaya representan, cada uno a su manera, sostenes esenciales de esa historia que transforma la apuesta por la democracia en un proyecto de efectiva recomposición nacional. Claro, siempre se puede objetar. Una cosa es contender con figuras (del centro-derecha) tan excepcionales como Cardoso en Brasil o Sanguinetti en Uruguay, y otra tener que lidiar con esa banda patética y pendenciera que reúne a Vicente Fox y Diego Fernández de Cevallos. Pero Brasil también tuvo a su Collor de Mello y una época, heredera inmediata de la dictadura, en que los contendientes del orden democrático se veían a sí mismos no como rivales o adversarios, sino como enemigos. Recuérdese al respecto la definición de Carl Scmitt: con el adversario se contiende, al enemigo se le destruye o se le paraliza.
A raíz de la aparición de los fatales videos que exhiben la corrupción en las filas del PRD, López Obrador acusó a la derecha de haber preparado una campaña para destruirlo. Probablemente tenía razón. Se trata de una franja obcecada de la derecha que no logra adaptarse a las nuevas condiciones democráticas y que sigue funcionando en un mundo polarizado entre aliados incondicionales y enemigos terminales. Pero la izquierda no lo ha hecho mucho mejor. En 2003, el PRD cometió uno de los errores capitales de su historia. No fue un "error" de cálculo o de percepción, sino la expresión de una cultura política, una visión de la democracia y una concepción de su lugar en ella. Se entiende que la izquierda haya rechazado las reformas estructurales energéticas. ƑPero la reforma fiscal? Las vicisitudes de la recesión económica llevaron al foxismo a la paradoja de plantear una reforma de tipo keynesiano: más impuestos y más gasto social. Guiado por el cálculo miope de que la acción en el Congreso se reduce a un concurso de popularidad electoral, el PRD dejó caer en picada la Presidencia, mostró no estar dispuesto a pagar los costos de una reanimación económica y optó por la vía del maximalismo político... Todo para desacreditar a la Presidencia.
El PRD cumplió ya su ciclo histórico. La crisis provocada por el caso Bejarano muestra no a un partido, sino a una agregación inconexa de individuos carentes de proyecto, no digamos histórico, sino mínimamente viable para convertirlo en un agente de la consolidación del régimen democrático. Nació como partido beligerante, nacionalista, guiado por una conducción carismática (la de Cuauhtémoc Cárdenas) que, sin duda, cumplió una función esencial en la derrota del PRI en 2000. ƑQué hizo López Obrador después de esa fecha? Repetir la misma historia de Cárdenas: concentrar la atención en la construcción de una candidatura para 2006, reducir al PRD a una agencia electoral y de grupos de apoyo, descartar cualquier tipo de institucionalización. A mi entender, el único programa que ha ofrecido López Obrador para el país se llama López Obrador. Creo que no es suficiente para expresar la complejidad de un proyecto que quiere ser nacional y popular al mismo tiempo. No hay duda de su sensibilidad social. Tampoco de su habilidad para desplegarse en la guerra de los medios. Pero una izquierda que aspira en algún momento a dirigir al país comienza en la conciencia de los costos y las limitaciones que implica esta, sin duda, digna tarea.
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