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México D.F. Lunes 9 de febrero de 2004
José Cueli
Ni toros, ni morena
Las débiles
luces, semáforo, de la Plaza México, reflejadas en el fondo del redondel, eran el marco más propicio para el duermevela en la aburridísima corrida. A los lejos se perdían, cadenciosas, apagadas. En cachondeo a alucinar descubría a un duendecillo escondido en la orilla del callejón.
Los rayitos de sol desaparecían. Escondido, el arrullo apagado de los oles, mansamente, lo dormía. Pero cuando una estrella brilló en el cielo, el duendecillo se asomaba al borde del agujero de la puerta de toriles y con angulosa cara y ojillos negros los dirigía la estrella. Y sucedió que miró brillar junto a la estrella, a una duendecilla morena, tan bella que creyó reconocerla. Luego siguiendo de amor el cortejo, el duendecillo con voz aflamencada cantó a la duendecilla vecina de la estrella, un tierno..., "Quiero contigo, llégale..." La duendecilla, que lo oía con su pelo negro azabache, taconeando, sonreía y sacudía tetamen y cadereo.
Miró al duendecillo y fulguró calores más intensos, rasgó el azul y se perdió entre las nubes y la luna con su cara invisible.
Así como este "cabal" perdió a su morena en la plaza de toros de Jerez de la Frontera, enloquecido en el capotear de Rafael de Paula, aún la busca en las plazas de toros de España y México y nada. Como busca la casta de los toros que se esfumó en las ganaderías. La fiesta con torillos descastados, sin peligro, genera insoportable monotonía. Lo mismo en las corridas de expectación, el jueves, o en la modesta de ayer. Medio la salva, a veces, el ballet torero, o en ensimismo ahogador. El amor como el toreo, casta de por medio, peligro vuelto belleza, se va, es inasible, inaprensible. Sólo ilusión, espera... espera... Mas cómo vivir sin ilusiones, ni duendes, ni "pellizco", en este mundo en que la muerte nos habita.
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