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México D.F. Miércoles 4 de febrero de 2004
Luis Linares Zapata
Sociedad, temores y cambio
El triunfo electoral de Vicente Fox en 2000 trajo consigo,
al menos en las intenciones inaugurales del sexenio, la tentativa de cambios
profundos en la estructura de la vida organizada nacional. Pasados más
de tres años puede verse, no sin tristeza, el fracaso de tal expectativa.
Hoy, la gran mayoría de los mexicanos (que cuentan con teléfono)
no aceptan (71 por ciento) partes sustantivas del discurso del Presidente
cuando le atribuye a su gobierno ciertas características vitales
de la vida democrática, tales como transparencia y una vigente rendición
de cuentas que Fox predica (Milenio Diario, 2 de febrero). Además,
sólo 21 por ciento de los ciudadanos afirma que va muy bien, que
siga como hasta ahora. Del resto, un masivo 51 por ciento, dice que no
ha visto gran cosa y otro 28 por ciento adelanta que así no se va
a ningún lado o que, francamente, va mal. Las cifras son contundentes
y las preguntas a los entrevistados planteadas con honestidad y profesionalismo.
El arribo de Fox a la Presidencia de la República, ahora se sabe,
no fue garantía alguna de cambio. Es más, el tiempo transcurrido
ha mostrado, a las claras, su incapacidad para provocar o inducir, al menos,
aquellas transformaciones que la sociedad afirma desear.
En tal ruta, por desgracia, no va solo. Con espanto pueden
verse regresiones explicables sólo por la trama, casi indestructible,
de malformaciones de intereses que se perpetúan a pesar de la oposición
y los buenos de-seos de algunos.
Así, aparece de pronto y de nueva cuenta un presunto
malhechor político como Cervera Pacheco que va por la presidencia
municipal de Mérida. Lo acompaña una deformación adicional
y hereditaria de complicidades mayúsculas como las encarnadas por
el señor Hank Rhon, quien competirá por la alcaldía
de Tijuana. Ambos personajes de la picaresca, postulados por el PRI, crucial
organismo que se rehúsa a dar el paso inicial de su trasformación.
Pero si se quiere ir todavía más a lo general,
bien puede afirmarse que en el México contemporáneo es sumamente
difícil encontrar algún actor político, grupo social,
empresa, acontecimiento o líder de cualquier naturaleza, que haya
provocado, en la vida contemporánea de la nación, un proceso
real de cambio. Movimientos que logren diseñar organismos y normas
que concluyan con impactos benéficos tanto en las personas como
en las relaciones agregadas. La llamada transición democrática,
el acontecimiento de mayor importancia que se reconoce en el país,
ha tomado, para su mermada capacidad modernizadora, demasiados años
en moldear los contornos y el contenido de la estructura básica
de convivencia. La ansiada normalidad democrática dista todavía
de ser un diario acontecer en los variados órdenes donde ésta
debe de entronizarse.
Sucesos de gran impacto difusivo como la irrupción
del zapatismo en el 94, con todo y el enriquecimiento que acarreó
acerca de la cuestión indígena, de la per-meabilidad, efectivamente
masiva de sus pronunciamientos o la solidaridad despertada en amplias capas
de la población, no concluyó en un cambio de normas y, menos
aún, en mejoría de las condiciones de miseria que sufre la
mayoría de los integrantes de ese grupo humano. Su logro, tal vez
el más tangible, pueda observarse en el campo electoral con las
reformas del 96 que dieron cabida a la alternancia, al IFE y al régimen
de elecciones creíbles y legítimas en México.
A estas realizaciones contribuyó, de manera por
demás notable, otro fenómeno: el desatado por la formación
del Frente Democrático Nacional a raíz de la ruptura de Cárdenas
y Muñoz Ledo con el PRI y sus luchas por la Presidencia, contra
el fraude como fatalidad aceptada (Salinas 88) y la postrer organización
del PRD. Fuera de estos momentos culminantes no pueden observarse en el
país acciones deliberadas, conducidas por alguien, apoyadas en una
base de ciudadanos que impulsen y hasta obliguen a las instituciones a
consolidar sus deseos y necesidades de progreso y crecimiento.
La tolerancia de la sociedad mexicana para aceptar, sin
efectos terminales, cuantiosas pérdidas humanas quizá sea
una de las grandes grietas en la conciencia colectiva de los mexicanos.
Se cuentan por cientos, quizá miles, los caídos en la lucha
contra el narco sin ver una luz clara en la vigencia, sin cortapisas
ni dilaciones, del estado de derecho.
Las mujeres asesinadas de Juárez, cientos de ellas,
y los apoyos masivos son, tristemente, esporádicos o llevados a
cabo por luchadores casi profesionales. Tardaron años, quizá
una década, en que estos horripilantes sucesos, una miseria y vergüenza
para el ser nacional, se convirtiera en una preocupación gubernamental
que atendiera los postergados derechos de las mujeres a una existencia
digna y con seguridad garantizada.
Aunque tal figura apenas se dé en el discurso y
sólo de rala manera en la apropiación de recursos para ponerle
fin a esos crímenes y vejaciones cotidianas. Las conclusiones a
que se puede arribar no son prometedoras de esperanzas fundadas para el
futuro. Tal vez la falla mayor radique en las mismas carencias y los profundos
temores de la sociedad que en realidad no quiere cambiar. Al menos en procesos
rápidos, vastos y completos, pues la ruta ensayada hasta ahora circula
en etapas, por partes, con titubeos y hasta involuciones.
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