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México D.F. Lunes 26 de enero de 2004

Grotesco espectáculo

Breves apuntes sobre la tauromaquia

LUMBRERA CHICO

Con la serenidad que otorgan la distancia y el reposo, leí las conclusiones del foro mundial de los criadores de toros de lidia -publicadas por el maestro Leonardo Paéz en este espacio- y, meditando sobre ellas, pienso que tal vez sea el momento de replantearnos todo. Hablaré por mí, toda vez que en materia de fiesta brava no funciona aquello de que "el hombre es la medida de todas las cosas". Tal vez fui educado por mi padre -que el sábado cumplió seis años de ausencia- en el cultivo de una sensibilidad taurina que ya no se corresponde con los tiempos que vivimos. Tal vez fui orientado para apreciar la emoción de la tauromaquia por los cánones que estaban vigentes en 1946, año en que se inauguró la Monumental Plaza México y vino a nuestro país Manolete.

Como la afición es algo que se transmite de generación a generación, supongo que heredé los gustos estéticos, pero también éticos, de los taurinos de la posguerra. Estos, a su vez, soñaban con una "edad de oro" anterior a la de Lorenzo Garza, Silverio Pérez, Luis Procuna, Luis Castro El Soldado y el propio Manuel Rodríguez, que era la "edad de oro" forjada por las hazañas de Rodolfo Gaona, Marcial Lalanda y Luigi Mazzantini, entre otros, quienes a su vez se hicieron figuras del toreo y formaron al público de su época, inspirados por la gloria de una tercera "edad de oro" aún más antigua, que tuvo como representantes emblemáticos a Rafael Gómez El Gallo y el joven Juan Belmonte, considerado por los sabios como el mejor torero de todos los tiempos.

A mí me inocularon el veneno, como suele decirse, cuando de niño me llevaban a las plazas donde actuaban Manuel Benítez El Cordobés, Joselito Huerta, Diego Puerta, Santiago Martín El Viti y Raúl García, pero dudo mucho que esa generación haya estelarizado algo parecido a una "edad de oro". Quizá más correcto sería referirse a ellos como exponentes del posclásico, que tuvo su cumbre y culminación con el imperio unipersonal de Manolo Martínez, que marca el inicio de la decadencia acelerada que estamos atestiguando.

Si hubiera algo académicamente semejante a una sociología taurina, que tal vez lo hay, quizá al referirnos al grotesco espectáculo que presenciamos hoy día podríamos afirmar que hemos entrado de lleno en la postauromaquia, entendida ésta como el eje de las fiestas de toros... sin toros, lo cual vendría a ser el correlato histórico de la posmodernidad: en un mundo que ha superado las ideas de progreso y desarrollo como motores de la justicia social, la postauromaquia surge como expresión lógica del mismo desencanto cultural que afecta a todas las esferas de la vida humana.

Si es así, en lugar de protestar por un pasado que se ha ido para siempre, pidamos una beca para estudiar el tema en Harvard y dejemos de quejarnos como tontos de pocas luces a los que nadie les hará caso jamás. El XXI está condenado a ser un siglo postaurino y ni modo, colegas: aquí nos tocó vivir.

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