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México D.F. Martes 23 de diciembre de 2003

Teresa del Conde

Gironella en Bellas Artes

Alberto Gironella ocupó y disfrutó en vida, afortunadamente en varias ocasiones, espacios de museos muy importantes en México y otros sitios. Lo característico de la actual exposición antológica es que la entrega en retazos a lo largo de su nutrida trayectoria, que se inicia durante la segunda mitad de la década de los 50 y termina días antes de su fallecimiento, el 2 de agosto de 1999. Tenía al morir de cáncer 69 años. Se exhiben en la sala Orozco (tercer piso del palacio de mármol) el llamado Póstumo, 1999; es una joya, pero el otro cuadrito resulta irreconocible, como si no fuera de su mano

La muestra ocupa todas las salas de exhibición en el Palacio de Bellas Artes y, en términos generales, parece bien ideada y museografiada (salvo ciertos detalles); tanto, que algunos rubros de ella -Malcolm Lowry y Ramón del Valle Inclán en la sala Westheim, por ejemplo- podrían itinerarse a otros sitios con bastante facilidad. Naturalmente, el plato fuerte es la sala Nacional, donde están expuestas varias de sus obras más conocidas, principiando con Festín en Palacio (1958), retablo velazqueño al que se le configuró un montaje abocinado que da ingreso a la exposición. El espectador transita a lo largo de un tapete borgoña que lo guía hacia la apreciación de la pieza, la cual ha envejecido algo en cuanto a concepto, pero de ninguna manera en cuanto a documento histórico-artístico. Hay retablos mejores de su autoría, en ése y otros ámbitos. Las piezas referidas a El obrador de Francisco Lazcano, o sea a El niño de Vallecas (por si los curadores no lo saben) son excelentes, pero el Festín es el que quizá mejor resume su amor por el reciclamiento del Siglo de Oro. Tuvo razón Gironella al presentar su Velázquez como "fotógrafo" en varias obras que incluyen no propiamente una cámara oscura, como la que seguramente uso el sevillano, sino cámaras viejas que coleccionó como buen recopilador de los objetos adheribles a su quehacer suprarrealista, siempre culterano. Las meninas ocuparon buena parte de su tiempo, y el espectador se ve en la posibilidad de calibrar meninas tipo Bracque, meninas surrealistas, reinas marianas de corte postmodern (en los años 60), armadas de pedazos de balaustre y de armazones de columnas, entre otras la famosa Reina Mariana, con tocado de corcholatas, titulada La reina de los yugos porque su ampuloso vestido está confeccionado por yugos de labranza de diferentes dimensiones, dispuestos en horizontal. Hay meninas puntillistas, expresionistas, etcétera. Entre sus recreaciones están las glosas al hermoso cuadro de Antonio de Pereda en la Academia de San Fernando de Madrid, El sueño del caballero, que a modo de Vanitas sintetiza el sentir barroco. La curaduría museográfica -que en términos generales me pareció adecuada, como he dicho- falló en proporcionar el nombre completo de este pintor que sobrevive principalmente por medio de ese fascinante cuadro, y las variaciones gironellescas marcan un momento en el que a su maestría pictórica se sumaron ímpetus demoníacos. El caballero parece soñar con esos símbolos, ejemplos de la vanidad terrestre, que un bellísimo ángel le muestra. De Pereda se sabe que murió en Madrid en 1678, de modo que sobrevivió a Velázquez por 18 años.

En la sala Diego Rivera rigen los enterramientos, presididos por el de Zapata, que ocupó en 1972 una inolvidable exposición en la sala Nacional. Entre los "enterramientos" que acompañan ahora al de Zapata (perteneciente a las colecciones del Museo de Gómez Palacio, Durango) están las variaciones sobre El entierro del conde de Orgaz de El Greco, una de las cuales, de 1972, se lleva la palma. Apasionado de Nietzsche, quien amaba la ópera Carmen, de Bizet (ver Sanda como Carmen), sus efigies aparecen en varias cajas-objeto que el pintor le dedicó. Es una vergüenza que no se haya puesto atención en el hecho de que en el pegoste que Gironella fechó en 1994 con las latas de sardinas flanqueándolo, no se haya reparado en que la mujer que aparece tomando el brazo del ya demenciado filósofo es su terrible y traicionera hermana Elizabeth, no su madre, como reza la cédula. Hay mucha falta de cuidado en tal tipo de detalles, irrespetuosos al estar referidos a un artista que fue tan culto y buen lector.

En la sala González Camarena destaca otra pintura soberbia: el Retrato de Valle Inclán, de 1982, mucho mejor que el realizado en 1988. Cerca está el Homenaje a Octavio Paz, que, como se recordará, contiene objetos simbólicos de las predilecciones artísticas del poeta: collages con el urinario de Duchamp, los dados de Mallarmé, la imagen de Sor Juana, el espejo cóncavo, alusiones a López Velarde y a otros autores, etcétera. Es un poco atiborrado ese retablo, no así la versión de la Familia de Carlos IV, de Goya.

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