México D.F. Lunes 1 de diciembre de 2003
Hermann Bellinghausen
Cuatro
El primero se borró sin pena ni gloria, como un pensamiento errabundo. A veces, las ideas de Enciso son más locas que él. Las detiene, cuando importa. El segundo cigarro, de los cuatro que le quedaban al salir de Tlapaca hacia los valles, es más sustancioso. Días después, junto a la chimenea recordaría la ruta con cierto detalle y cigarros a granel. Lloviznaría una persistencia de agua sin exaltación.
Un par de noches atrás. Luna nueva (o sea, ninguna). Antes de la lluvia. La ruta cargada de estrellas, brillante de oscura.
Ay qué lindo, se burla Peralta de la cara de arrobo de Enciso, y latiguea al caballos gris, más rejego que su par el pinto para tirar la carreta.
Me quedan éste y otros dos, sólo, dice Enciso sin lógica mientras arroja la colilla que se retuerce en rojas espirales hasta ser tragada en la distancia.
Ora, hasta que lléguemos, chacuaco, dice Peralta con el sádico placer y la superioridad que experimentan los no fumadores ante la escasez ajena. Y remacha: Para como veo la noche, faltan otras cinco orejas.
Enciso gruñe en el banquillo del pescante. Dejará correr las horas. Ya qué. En esas: una sacudida fortísima nace del suelo. Los caballos se alborotan. Peralta, que tiene oficio, los para en seco jalándoles el cuero.
ƑOíste? dice Enciso. No parece las pregunta adecuada.
Peralta gira en el banquillo y mira a Enciso, si en esa negrura "mirar" es la palabra. Un retumbo sordo sucede enseguida. Las barrancas escupen un eco. Los árboles aúllan. Aletean aves invisible. O murciélagos.
Está temblando, dice Peralta.
Es insomnio, dice Enciso.
ƑInsomnio de qué?
De la tierra.
Hay que amarrar los caballos Mira cómo se quejan. Tienen miedo, Enciso.
ƑTú tienes?
Cómo crees.
Creo que voy a prenderme el tercero.
Creo que voy a amarrarlos.
Peralta se apea de la carreta. Se le mueve el piso. Casi tropieza. Su copiloto fuma nomás. La brasa diminuta. Los caballos patean, reculan, carraspean. Peralta les coge el hocico y hace tch, tch, tch. Enciso, creyendo ayudar, enciende la lámpara sorda.
Apaga, idiota, exclama Peralta. La luz los espanta más.
Enciso apaga. Ya, pues. Sigue fumando. Olor a trementina y bagazo agrio. A humus removido. Poco a poco se tranquilizan las bestias. Peralta trepa de nuevo, aúpa dando voces agudas, y él mismo oscila hacia el frente con energía, como si animara a los caballos que no lo pueden ver pero sienten, y acatan. Al fin que ellos son los nictálopes, no los humanos, y el camino es lo único franco.
ƑCrees que nos alcancen? dice Peralta.
ƑEsos pelones? responde Enciso. No creo.
Sus caballos son mejores.
Pero no conocen la ruta.
Tienen brújula, Enciso.
Y eso qué.
ƑCómo que qué?
Silencio. Rechinan las ruedas. Crepitar de piedras holladas. De las espuelas del gris y del pinto. Ramas que se quiebran. Tac, tac. Chispas. El movimiento tiene ritmo.
Enciso.
ƑQué?
Eso Ƒqué fue?
Enciso parece no haber escuchado. Da fuego al último cigarro. Como sopla viento, le cuesta cierta dedicación. Arruga la cajetilla vacía. La tira a lo negro.
Por qué no te lo guardas para luego, falta un buen trecho, dice Peralta.
Yo no guardo. Mientras tengo, fumo. Cuando no hay ya, me aguanto.
No te vayas a dormir, ordena o suplica Peralta.
Yo no duermo, dice Enciso.
ƑCrees que tiemble de vuelta?, dice Peralta.
El otro no contesta. La noche es hermosa pero terrible y, como se dice, zodiacal. Impenetrable a la vista pero tan limpia. Será larga. Enciso fuma su último tabaco. Piensa, se ventila los ojos abiertos, la boca abierta. Las narinas y las orejas permanecen abiertas aunque no queramos. Un minuto después exhala el humo postrero. Tira la colilla. Su puntito rojo desaparece en segundos. Peralta arrea. Hombres y caballos suspiran al mismo tiempo. Los cuatro.
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