México D.F. Lunes 1 de diciembre de 2003
Gonzalo Martínez Corbalá
La eficacia, los valores y los principios
El respeto por las reglas y los principios, en justo equilibrio con la eficacia para alcanzar las metas, es lo que mantiene un sistema vigente dentro de una sociedad determinada y conserva la lealtad de sus integrantes. Eso dice -más o menos- R. K. Merton en un estudio hecho en los años 60 respecto de cuatro o cinco ciudades de las más grandes del mundo de entonces.
Si algún mérito damos a lo dicho por el sociólogo estadunidense, habrá que reconocerle que las escenas recientes que se han dado en toda la estructura del poder de nuestro país entre los partidos políticos, tanto como hacia su organización interna, en la Cámara de Diputados y en el propio Poder Ejecutivo, en los más altos niveles, y en su relación con el Poder Legislativo especialmente, si no siguen la teoría de Merton, sí desde luego parecen hacerlo con mucho empeño de demostrar su validez contrario sensu.
Las consecuencias de perseguir obsesivamente los fines y las metas, minimizando el énfasis correspondiente de los valores y de los principios, tan necesarios para guardar sano equilibrio social y para robustecer los factores que mantienen la unión en lo esencial de la sociedad civil, para generar el progreso del país por encima de las diferencias que se dan obligadamente en lo político y en lo ideológico en una sociedad democrática, son ya muy evidentes.
Lo mismo es que se trate de la lucha por alcanzar y mantener determinada posición política -por ejemplo en el Congreso, y específicamente en la Cámara de Diputados-, que desde un destacado puesto de primer nivel en el gabinete, con la mira puesta en la Presidencia de la República, prematuramente, faltando a su deber de imparcialidad con todos los mexicanos, y a la lealtad -que no obediencia- que deben a su jefe inmediato, el actual mandatario, quien les confió el puesto esperando que actuarían como secretarios del gobierno presidencial y no como posibles precandidatos para sucederlo.
Los congresistas, legisladores, llegaron a su puesto en las cámaras mediante el voto de la ciudadanía que los eligió, motivada por su plataforma de principios propia o, más general, del partido que los postuló.
Pero se da el caso de que la Carta Magna regula y define las funciones que corresponden a cada uno: en el caso de los senadores deben representar en el pacto federal los intereses del estado del que provienen, y en el de los diputados les corresponde -nada menos- asumir el honroso cargo de representantes de la nación. En ninguno de los dos casos considera la Constitución General de la República la representación de intereses partidistas.
Es cierto, por otra parte, que es inevitable que el trabajo interno de ambas cámaras se organice en bloques o fracciones de los partidos políticos; así lo considera y regula el Reglamento Interior del Congreso, de la misma manera que también lo es que la ciudadanía que votó por ellos -su electorado- mantenga la expectativa, en grado de exigencia incluso, de que tanto diputados como senadores se mantengan interesados en los problemas de los municipios que integran los distritos electorales -en el primer caso-, o de los estados de la República de donde provienen los integrantes de la cámara alta, de modo que la función de gestoría adquiere tanta importancia como la del legislador propiamente dicho.
En estos días se han sometido a prueba ambas funciones, al revisar el proyecto de reforma fiscal que el Ejecutivo envió a la Cámara de Diputados para su examen y aprobación, o modificación en su caso. La urgencia de la aprobación está señalada por la necesidad que tiene el gobierno de respaldar ciertos pagos que deberá hacer el año entrante, que se estiman en por lo menos 90 mil millones de pesos.
Por otra parte, está también la circunstancia, que le da sabor al caldo, de que ahora los empresarios se han interesado en la política de los partidos como nunca, por lo menos visiblemente.
Otras fuerzas políticas de gran importancia para la República no coinciden con la opinión gubernamental de que México es un país de maravillas, y que el advenimiento de todos los bienes imaginables solamente se logrará a partir de que se realice la reforma eléctrica y la fiscal en los términos que el Ejecutivo envió al Legislativo.
La marcha del jueves 27, de gran número de sindicatos y de personalidades, inclusive disímbolas, exigiendo que se detenga el avance de la privatización eléctrica y de que la reforma fiscal ya presentada se modifique de tal manera que no afecte los intereses sociales y económicos de la gente más desfavorecida en este país, que ya pasa de 50 millones de mexicanos, debe ser una llamada de atención que el Ejecutivo no puede soslayar.
Mientras tanto, el secretario de Gobernación ofreció enviar otro proyecto de reforma fiscal al Congreso, distinto al de la Secretaría de Hacienda, y en resumidas cuentas lo que priva es el desconcierto de la opinión pública, que no logra identificar con precisión cuál es en definitiva y con claridad el rumbo que señala el gobierno en materias tan importantes.
Mucho ayudaría a esclarecer las confusiones y las ambigüedades que tanto daño están haciendo a la política nacional que todos, sin excepción, asumieran íntegramente, por parte de los miembros del Estado mexicano en sus tres poderes, las funciones que les corresponden ante la Constitución General de la República, el Reglamento Interior del Congreso y, por último, en virtud de los valores y los principios de las mejores tradiciones mexicanas, y del sentido común, lisa y llanamente.
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