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México D.F. Jueves 27 de noviembre de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
šEse puño sí se ve!
Cómo no recordar hoy a Rafael Galván y la gesta del sindicalismo democrático en defensa de la industria eléctrica. Hace ya casi 43 años, la revista Solidaridad editorializaba sobre el significado de la entonces muy reciente nacionalización de las empresas eléctricas extranjeras que en 1960 aún dominaban buena parte del mercado en el país: "La escasez crónica de electricidad y el precio cada vez más caro del servicio hacían ver claramente que los intereses de las empresas eléctricas privadas estaban en contradicción con los intereses nacionales que demandaban la satisfacción de las necesidades energéticas relativas. Las compañías no podían ni querían corresponder oportuna y eficientemente a los incrementos de la demanda eléctrica. Ocupadas de modo principal en buscar satisfacer sus propósitos de lucro, aprovechaban cualquier oportunidad para elevar sus tarifas, mantenían una sobrexplotación de sus equipos y sistemas, multiplicando en fin todas las formas para aumentar sus ganancias. La conducta inalterable de las empresas confirmaba a cada paso la tesis que sostiene que una industria como la eléctrica no puede ser sino de propiedad nacional..."
Y, en efecto, la "propiedad nacional" se convirtió en la palanca de un desarrollo eléctrico inimaginable con las antiguas empresas extranjeras. La Comisión Federal de Electricidad no solamente atendió la totalidad de la creciente demanda industrial sino que extendió el servicio a regiones apartadas, del mundo rural, donde la relación costo beneficio lo hacía inimaginable. Gracias a la unificación de las frecuencias y la interconexión de los sistemas, la integración nacional pasó de ser una fórmula política para transformarse en una verdadera base material para la modernización del país. El esfuerzo y la inteligencia de los trabajadores, técnicos e ingenieros mexicanos hizo de la industria eléctrica un bastión del desarrollo, no obstante las deformaciones impuestas a su funcionamiento por un orden propenso a la corrupción, cada vez más alejado de sus orígenes sociales y dispuesto a sacrificar a las empresas públicas en nombre de la expansión de la libertad de mercado.
La derrota de los electricistas democráticos a manos del gobierno, tras un periodo de intensas movilizaciones populares, abrió las compuertas a las políticas de ajuste estructural, resolviendo la disputa por la nación a favor de una visión dispuesta a enterrar los compromisos sociales del Estado para beneficiar una ruta de modernización capitalista que, según sus inspiradores, serviría como sustrato a la democratización general de las instituciones.
Sin embargo, los modernizadores, por llamarlos de alguna manera, confundieron el agotamiento del nacionalismo revolucionario en el poder, esto es, la crisis política de una ideología oficial petrificada y sin futuro, con el fin de las aspiraciones nacionales que bajo su conducción se transforman en mero folclor o, peor, en integración pura y desnuda a los valores e intereses de la potencia hegemónica. Tomaron como datos duros de la realidad las que sólo eran tendencias del mundo globalizado y como verdades absolutas los dictados de los grandes monopolios, cuya avidez de mercados y capitales dejaba sin opciones a los países llegados tardíamente al reparto del mundo. No solamente renunciaron a los principios que, en palabras de Galván, daban legitimidad al Estado, sino también se negaron a usar de otro modo los recursos estatales para mitigar la desigualdad y fortalecer la soberanía nacional, es decir, para buscar una articulación diferente a la globalización. La política de privatizaciones se hizo pasar como la única alternativa racional para impulsar el crecimiento. Para facilitar su tarea, el liberalismo de nuevo cuño identificó la presencia de la propiedad estatal con el autoritarismo, haciendo que el descrédito acumulado por la clase política se extendiera al conjunto del sector público, de modo que junto con el desmantelamiento de las estructuras obsoletas de la economía se abandonaran también aquellas que habían sustentado el crecimiento y la independencia del país. Y todo, claro está, en nombre del progreso y la libertad.
Ahora se pretende dar un paso adelante en la profundización de esa política, pues la anunciada reforma eléctrica no se propone modernizar la industria -lo cual es una necesidad impostergable- sino liquidar la propiedad nacional, a pesar de que se ha demostrado que no existe una crisis eléctrica, lo cual es especialmente grave pues da a entender que tras los planteamientos foxistas se hallan poderosos intereses, más preocupados por la prosperidad por lucrar mediante el mercado eléctrico que en impulsar la prosperidad de la República.
A este propósito se opone una amplia convergencia de fuerzas de origen popular, encabezada por los sindicatos y las organizaciones campesinas, que hoy darán una demostración de su fuerza marchando en todo el país. En principio se trata de impedir que la reforma eléctrica gubernamental se concrete, pero el alcance de esta iniciativa, al decir de sus organizadores, va mucho más lejos, pues "nuestro compromiso, sin embargo, no se limita a emprender acciones comunes para contener el avance de las propuestas del régimen foxista, buscamos acumular fuerzas y generar acuerdos cada vez mayores en la dinámica de elaborar un proyecto de nación alternativo que sea capaz de fortalecer la soberanía nacional y hacer realidad derechos como el empleo, la alimentación, la salud, la educación, la propiedad de la tierra, la vivienda y la democracia".
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