México D.F. Jueves 27 de noviembre de 2003
Miguel Marín Bosch
Los tiempos de Adolfo
La remoción de un embajador suele ser un asunto penoso tanto para el afectado como para su gobierno. El caso de Adolfo Aguilar Zinser no fue una sorpresa. Fue más bien la crónica de una remoción anunciada.
El pasado 17 de noviembre el canciller Luis Ernesto Derbez formuló una escueta declaración a la prensa en la que anunció que el embajador Adolfo Aguilar Zinser sería removido de su cargo como representante permanente ante Naciones Unidas el primero de enero de 2004. El 20 de noviembre, Aguilar Zinser adelantó su salida al presentar su renuncia al presidente Fox en una carta ampliamente difundida por los medios de comunicación.
Estos dos últimos años no han sido fáciles para Adolfo. A finales de 2001, ante la inminente clausura de su oficina de consejero de Seguridad Nacional, tuvo que reubicarse y recaló en Nueva York bajo las órdenes de su amigo, Jorge G. Castañeda, a la sazón secretario de Relaciones Exteriores. Por razones que no viene al caso reseñar, ahí se acabó la vieja y buena amistad entre ellos. Con su peculiar estilo de gobernar, Castañeda le dio la espalda al nuevo representante permanente ante la ONU, ya no le dirigió la palabra e hizo cuanto pudo para complicarle la existencia. Se valió de artimañas administrativas que algunos calificarían de terrorismo burocrático.
Quien terminó siendo el interlocutor de Adolfo en la Secretaría de Relaciones Exteriores fue el subsecretario para Naciones Unidas. Y la llevamos bien durante casi un año. Tuve que capear las indicaciones descabelladas del secretario quien, día con día, se iba irritando debido al creciente protagonismo del embajador en los medios de comunicación y su incontinencia verbal. Trató de obligarlo a dejar de escribir su columna semanal y a aceptar no hacer declaraciones a los periodistas.
Más que las cuestiones de forma, fueron los temas de fondo los que incomodaron a nuestro embajador ante Naciones Unidas. Tuvo serias diferencias con algunas instrucciones que recibió de la cancillería. Las acató, pero en privado, y a veces no tan en privado, dejó entrever su inconformidad. De hecho, estoy convencido de que Adolfo n'était pas bien dans sa peau. Y lo entiendo.
Tras el fin de la guerra fría, el Consejo de Seguridad empezó a recobrar algo de su legitimidad original como foro primordial encargado de velar por el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. El problema es que algunos países han querido usarlo para sus propios fines, y los demás, tanto los miembros no permanentes como algunos de los permanentes, no han sabido siempre resistir las enormes presiones de que son objeto.
Cuando llegas a la ONU y te sientas en el lugar de México tienes la sensación de que realmente estás representando a nuestro país. Recuerdo que cuando Santiago Roel llegó por primera vez como canciller a la sede de la organización en el otoño de 1977, se impresionó a tal grado que se volteó para decirle a su secretaria: "Pellízcate, Julieta, estamos en las Naciones Unidas".
La impresión es aún mayor cuando te sientas en el Consejo de Seguridad. Ahí estás participando en la solución de los grandes problemas internacionales que tienen que ver con la paz y la guerra. Uno se codea con los representantes de países poderosos desde el punto de vista militar y económico y puede llegar a creer que su papel es importante y quizás hasta determinante.
En el tiempo de Adolfo, el Consejo de Seguridad aprobó nada menos que 129 resoluciones sobre una variada gama de asuntos, incluyendo las operaciones de mantenimiento de paz, el Medio Oriente, Irak, el terrorismo internacional, la Corte Penal Internacional, un sinnúmero de complicadas situaciones en Africa, etcétera. La lista es larga. Si la comparamos con las 38 resoluciones aprobadas en el bienio 1980-1981, tendremos una idea de la actividad del consejo en estos años.
Quizás Adolfo quiso compensar con declaraciones públicas fuera del Consejo de Seguridad lo que tuvo que callar dentro de él. Quizás consideró que no debimos haber votado a favor de la resolución 1422 del 12 de julio de 2002 en la que el consejo golpeó al derecho internacional en general y a la Corte Penal Internacional en particular. Ahí fue cuando decidí pedir esquina como subsecretario. Pero hubo cuando menos otras dos resoluciones aprobadas este año que, estoy seguro, incomodaron a Adolfo: la 1487, que prorrogó por un año la incoherencia de la 1422, y la 1511, que legitimó la invasión de Irak por las fuerzas de la llamada coalición. No suele ser muy difícil adivinar cuál es el camino correcto a seguir en el Consejo de Seguridad. Y cuando lo sabes, te duele que no se siga.
Como me lo dijo hace unos días un amigo que desde un principio cuestionó la conveniencia de buscar un puesto en el Consejo de Seguridad: lo que empieza mal, acaba mal. He ahí el tema del siguiente artículo. Ex subsecretario de Relaciones Exteriores e investigador de la Universidad Iberoamericana
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