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México D.F. Domingo 9 de noviembre de 2003
Carlos Bonfil
Erase una vez en México
"Todo es cuestión de restablecer el equilibrio", explica impasible el agente de la CIA Sheldon Jeffrey Sands (Johnny Depp) en Erase una vez en México (Once upon a time in México). Si algo te gusta demasiado, dice Sands, por ejemplo un plato de cochinita pibil con frijoles, sencillamente matas al cocinero en lugar de felicitarlo, o a manera de felicitación, porque el platillo resultó demasiado bueno, más de lo debido, y que de algún modo habrá que evitar mejorías innecesarias o, peor aún, que alguien más lo disfrute de distinto modo. Y, en efecto, al terminar de comer, el agente se dirige a la cocina y dispara sobre el maestro culinario. De manera parecida, su misión secreta es contratar al bandolero legendario (escuetamente llamado El, y anteriormente El mariachi, y también Pistolero), para que asesine al capo narcotraficante Barillo (Willem Dafoe), luego de que éste mate al Presidente de México (Pedro Armendáriz), y justo antes de que lo remplace en el poder, como pretende hacerlo. Facilitar un golpe de Estado por parte de un cártel de la droga contra un presidente corrupto y tonto, y eliminar luego al popularísimo narco golpista antes de que se vuelva problemático. Esta es la tarea de El (Antonio Banderas), y es, a grandes rasgos, la trama central del más reciente largometraje de Rodríguez, realizador también de la serie Spy kids y de las dos primeras partes de la saga El Mariachi.
Hace poco más de 10 años, Robert Rodríguez interesó a gente dentro y fuera de Hollywood con una película de agilidad sorprendente y enorme fuerza paródica, y cuyo costo global apenas excedía los 7 mil dólares. El mariachi fue la película independiente por antonomasia -el mayor desmentido para quienes pretendían que era imposible realizar con bajo presupuesto una cinta dinámica y atractiva. Tres años después, Rodríguez realiza Pistolero (Desperado, 1995), con 3 millones de dólares, y el resultado es llamativo también, aunque menos satisfactorio. Erase una vez en México cuesta ahora 10 veces más que Pistolero, y Banderas sigue en el estelar, con la compañía breve de Salma Hayek, y de otras presencias hollywoodenses: William Dafoe, Mickey Rourke, Rubén Blades, Cheech Marin y, naturalmente, Johnny Depp, quien se roba la película. Esta vez el resultado es lamentable, ya que el evidente impulso paródico inicial naufraga en la complacencia y en el humor involuntario.
Los efectos especiales se multiplican, también las traiciones y las ejecuciones, los ríos de sangre, y los clichés turísticos, con haciendas y catedrales incluidas. Un tributo a La pandilla salvaje (Peckinpah, 1969), sin duda, pero también, y transparentemente, a los spagheti-westerns de Sergio Leone, que además inspiran el título. La época del relato es indeterminada: una era de bandoleros, golpes de Estado, asesinos a sueldo y hembras temerarias, que admite sin reparos el uso del teléfono celular y los discursos de corte priísta, como el del propio presidente, quien un 2 de noviembre arenga a la multitud: ''En este Día de Muertos, les vengo a ofrecer una nueva vida''. A Banderas lo acompañan otros dos galanes (Enrique Iglesias y Marco Leonardi) ataviados en justicieros, corte Armani, a quienes el presidente pregunta quiénes son, sólo para recibir al unísono la respuesta: "šHijos de México, señor!", mientras en otra escena el Pistolero se lleva conmovido a los labios la bandera nacional. Como se ve, la trama es todo un disparate. En resumen, la historia de una venganza, como en una historieta de western, con el Pistolero con guitarra-metralla al hombro, decidido a cobrarle a un general Márquez (Gerardo Vigil) la muerte, años atrás, de su mujer y de su hija. Un flash-back revive rápidamente la historia de la pareja y muestra a Banderas y a Salma Hayek en una vistosa evasión -fuga en cadenas- con saltos combinados, de un piso a otro del exterior de una mazmorra, hasta perder de vista a la soldadesca bajo una intensa lluvia de balas.
Erase una vez en México, delirio de un solo hombre, director-orquesta, guionista, camarógrafo asistente, editor, productor, consejero musical, y lo que el ojo no alcance a captar en los créditos finales. Su nueva marca patentada: A Robert Rodríguez flick, como antes se dijera, A Spike Lee joint. Un acelere personal, dirigido (o disparado), editado (o tasajeado), musicalizado (o registrado) -shot, chopped and scored, por un adolescente de 35 años que se divierte haciendo un cine caprichoso y absurdo. Inútil prestarle otras intenciones, más inútil aún tratar de ajusticiarlo.
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