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México D.F. Domingo 9 de noviembre de 2003
Guillermo Almeyra
El impuro proceso revolucionario boliviano
Lo que caracteriza a todas las revoluciones es la participación directa en la toma de decisiones y en la lucha por imponerlas de quienes normalmente son objetos casi pasivos de las decisiones ajenas. Este levantamiento de millones de personas, que se transforman en sujetos y transforman irreversiblemente su sociedad, es preparado durante mucho tiempo por experiencias y juicios personales y colectivos elaborados cotidianamente de modo que lo personal integra y forma lo colectivo y éste reforma lo personal. Como toda ola de fondo, un proceso revolucionario rompe la costra que en la superficie hacía creer en un mar calmo y, a la vez, arrastra hacia arriba todo y enturbia las aguas. Un proceso revolucionario es, por tanto, caótico: lleva arriba a los que estaban abajo, rompe las jerarquías y las instituciones afirmadas por siglos de represión, rasga la dominación, da voz a quienes jamás han podido hablar y por eso no están acostumbrados a hacerlo; ese proceso tiene como motor a los más decididos y los que menos tienen que perder o defender, pero ellos no pueden expresar, encauzar o dirigir el proceso que impulsan y animan porque la revolución es un proceso político y la política es experiencia y es arte. Por eso en los procesos revolucionarios conviven y se contraponen, en un vertiginoso ballet siempre cambiante, los aliados más heterogéneos, los jacobinos y los girondinos, o los rabiosos y los girondinos, o Madero, Carranza, Villa, Orozco, Obregón, o Evo Morales, Felipe Quispe o la dirección de la COB. Por eso en todo proceso revolucionario las mujeres tienen un papel de primer plano, como las feministas avant la lettre de la Revolución Francesa, las de la Comuna de París, las mujeres bolivianas de la lucha por la Independencia, las soldaderas mexicanas, pero nunca hubo una mujer dirigente o generala, pues las mujeres podían combatir y morir como los hombres, pero su papel era el de cocineras, lavanderas, enfermeras, amantes, y seguían estando abajo, en la sociedad, en la política y en el lecho, a no ser que fuesen reflejo de su hombre, como la de Bolívar o Eva Perón.
Como todo mar de fondo, sale también la escoria de los siglos hacia la superficie: el racismo, la ignorancia, el machismo, la borrachera de alcohol o de religión. La revolución cambia a quienes la hacen, pero no los cambia por completo. Y la opresión de género, que es muy anterior en milenios a la opresión capitalista, no desaparece en un proceso revolucionario, porque ha sido integrada en su cultura no sólo por los hombres sino también por la inmensa mayoría de las mujeres, que la reproducen en su hogar y en la educación de sus hijos. Pero el proceso revolucionario, al llevar a la mujer al primer plano en la lucha, la lleva a rediscutir su papel, incluso frente a los hombres revolucionarios que, como dice la comandanta zapatista Esther, son "como Bush" en su familia y en política.
Después del momento culminante del proceso revolucionario, ni la mujer ni ningún protagonista del mismo es ya el que fuera antes. Sigue abierta la dialéctica entre dirección y "bases" que hace que hubiese un solo Emiliano Zapata pero que explica a éste no sólo por sus cualidades personales sino también por las colectivas de los zapatistas morelenses. Y cada mujer o varón pasa a ser un cuadro, aunque no pueda formular la dinámica o las tareas de una revolución que supera a todos, precisamente porque, como toda revolución, se apoya en fuerzas irracionales históricas y no sólo en la voluntad y la conciencia de sus protagonistas.
El proceso revolucionario boliviano aún no ha culminado y la fuerza principal de la derecha contrarrevolucionaria está en el imperialismo estadunidense, en la confusión y racismo indígena de los aparentemente más radicales y en un sector empresarial-terrateniente en Santa Cruz, que está lejos del altiplano donde se deciden las cosas pero es muy apto para ser base de una intervención imperialista. La mujer no está condenada a volver a ser invisible como no lo están los indios.
En esta tregua entre una ola y otra no se ha vuelto a la "política de los caballeros" ni pelear por construir doble poder y disputar el poder central es un resultado de la testosterona que haría agresivos a los varones. Todas y todos saben que, para tener jabón o cobrar la jubilación, tienen que conquistar dos poderes. El primero, en una lucha durísima y sangrienta, pero más fácil, pues es la conquista de una reconstrucción social del país por una asamblea constituyente popular; el segundo, simultáneamente con el primero pero en un proceso mucho más largo, es el poder en las cabezas.
Democracia en el país y democracia en las organizaciones de masas y avances fundamentales en la posición de las mujeres son tareas que van de la mano. Tanto el indigenismo, que pretende la liberación reconstruyendo el Collasullo abandonando a todos los que no son aymaras, como el feminismo, que por su legítima impaciencia ve las tareas políticas como cosa de varones exacerbados, se equivocan en este momento de adversarios, apuntan para otro lado y subestiman lo que el proceso revolucionario dejó en todas y todos, e incluso en los que se obstinan, en otros países, en ignorar un proceso revolucionario que, como el boliviano, no tiene líderes misteriosos o heroicos porque el Sujeto, el Líder, es Mamani (o Fuenteovejuna, para los cultos, que todavía existen)
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