Editorial
Es ya un lugar común afirmar que en México
todo lo hacemos a medias, que proyecto emprendido a mitad del camino se
queda. En el caso del VIH/sida, esto es muy cierto. En la respuesta a la
epidemia nos hemos quedado a medias. Este año, se asegura oficialmente,
se alcanzará a cubrir las necesidades de atención y tratamiento
de ese padecimiento. La presión organizada de la demanda de medicamentos
ha logrado que finalmente se apruebe el presupuesto suficiente para cubrirla.
En contraste, el rezago y el déficit es lo que caracteriza a la
prevención. La balanza de los recursos no está equilibrada.
Se ha respondido a la urgencia, a lo inmediato, a las presiones, y se ha
pospuesto para un futuro incierto la puesta en práctica de una respuesta
integral.
A la falta de recursos para financiar las actividades
preventivas la agravan la tozudez y los prejuicios de las autoridades sanitarias
estatales que insisten en dirigir los extinguidores ahí donde no
se está propagando el fuego para prevenir a poblaciones cuyo riesgo
de infección, de acuerdo con los datos epidemiológicos, es
lejano. Y en cambio, por una homofobia mal disimulada, abandonan a quienes
tienen las mayores probabilidades de infectarse: la población masculina
con prácticas homosexuales. ¿Por qué cuesta tanto
trabajo entender lo que resulta lógico y hasta obvio? Focalizar
los recursos ahí donde resultan más eficaces no es sólo
una recomendación internacional sino del sentido común. Si
para lograr una mayor eficacia los programas de combate a la pobreza en
nuestro país están focalizados, ¿por qué no
trasladar también ese enfoque al terreno de la prevención
del VIH?
En esta nueva coyuntura, una vez alcanzada la anhelada
meta de cobertura total de la demanda de tratamientos, es preciso activar
la movilización para la prevención. Los activistas de la
prevención deben ser ahora los protagonistas centrales en este combate.