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México D.F. Jueves 6 de noviembre de 2003

Margo Glantz

Berlín, el cambio incesante

Llegué por primera vez a Berlín en el invierno de 1987. En realidad dos ciudades entonces, una, la del oeste, isla en medio de la Alemania socialista, de aspecto occidental clásico con sus calles iluminadas, grandes tiendas, cafés de moda, museos, jardines, teatros, librerías, su frivolidad.

El Metro se detenía abruptamente en una estación, marcaba la división entre el oeste y el este. Provistos de una visa especial, los visitantes se dirigían a pie al Check Point Charlie; los funcionarios examinaban concienzudamente los papeles; se entraba después a una ciudad gris, opresiva, con edificios ahumados, se veía el impacto de las distintas contiendas libradas allí; pocos cafés, entre ellos, el Einstein, la ilustre Universidad Humboldt, la casa de Brecht y el Berliner Ensemble, la ópera y otra isla, la de los museos, entre ellos el famoso Pergamon, cuya entrada era gratis.

Volví a Berlín en 1990, ya había caído el Muro, noticia que escuché entre gritos de júbilo, en una calle de París, el año anterior. Un congreso sobre las grandes ciudades latinoamericanas (México, Sao Paulo, Buenos Aires) y Berlín se organizaba en el Instituto Iberoamericano, cerca de una tierra de nadie que luego se convertiría en la Postdamer Platz, muy cerca de la puerta de Brandeburgo.

Pedazos de muro con graffiti, se paseaba libremente y el histórico Check Point Charlie empezaba a desmantelarse, las calles todavía oscuras, coches anticuados y ruidosos, la gente recelosa. Escuché en la ópera una de Mozart. Algunos de mis amigos del oeste estaban tristes, aprensivos, se acababa una etapa muy especial del Berlín que habían conocido.

Aproveché la ocasión para ir a Dresden, ciudad bombardeada por los ingleses y destruida en una sola noche; los edificios ennegrecidos por las bombas, los muros derruidos, el museo maravilloso con sus expresionistas alemanes y muchos cuadros de Rafael y otros pintores italianos del Renacimiento.

En 1995 volví a ir, en las calles cercanas al instituto, a unas cuadras, muchas grúas, plumas, escombros, construcciones vertiginosas. Regresé en enero de 2000 y de nuevo en octubre de este año: ya estaban terminados varios edificios en esa zona, otra isla de museos, el maravilloso de pintura antigua, la filarmónica, una gran biblioteca y los edificios de grandes consorcios trasnacionales como en cualquier calle de Nueva York: anuncios luminosos de Sony, Chrysler, Daimler; una filmoteca, una plaza llamada convenientemente Marlene Dietrich y un centro comercial, cerca, un gran terreno donde se edificará una gran plaza-monumento con lajas de piedras rectangulares, simulan lápidas en memoria del Holocausto; un poco más lejos, el edificio imponente del nuevo Museo Judío.

Hay menos construcciones ahora, pero se han revitalizado algunos barrios antiguos del este, como el barrio judío, la sinagoga; edificios populares con patios interiores que iban a destruirse se conservaron y se renovaron, numerosos cafés, grandes marcas de diseñadores alineadas en la gran avenida del Unter der Linden, el oeste empieza a languidecer y el centro de la ciudad ya no es la vieja iglesia semiderruida situada en el Kurfurstendamm o Kuddam, tampoco el KDV, gran centro comercial.

Una cosa me llama la atención. Visito como siempre el Pérgamo, ese gran museo que alberga imponentes edificios antiguos traídos a pedazos desde sus lugares de origen, como esos Elgin Marbles del Museo Británico, nada menos que las esculturas del Partenón.

En 1871 fue proclamado el Imperio Germánico con el canciller Bismarck a la cabeza y Berlín como capital, ciudad llamada a ejercer un papel dominante en la vida cultural de Europa. Pero, Ƒcómo llegar a serlo sin tener un gran museo donde albergar las reliquias de antiguas ciudades imperiales?

El director del Pérgamo, Alexander Conze, aceptó la propuesta del arqueólogo Carl Humann, quien desde 1864 excavaba el sitio en Turquía, y, al recibir en 1878 el permiso para continuar sus excavaciones, hizo importantes descubrimientos, mismos que reconstruidos pasaron a formar parte del acervo del nuevo museo, que de inmediato, junto con las ruinas de Mesopotamia y Asiria, se convirtió en un museo de la importancia del Louvre o del británico.

Ahora el Pérgamo está, como nuestra Catedral metropolitana hace poco, cubierto totalmente de andamios.

Berlín es de nuevo la capital gloriosa de la República alemana, su gran museo imperial debe reconstruirse para restaurar su gloria.

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