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México D.F. Jueves 6 de noviembre de 2003

Olga Harmony

Del Cervantino

Hay que agradecer, yo lo agradezco, que cada vez más montajes teatrales del Festival Cervantino se presenten en esta capital, sin necesidad de convivir con el alocamiento de los jóvenes que invaden Guanajuato en estas fechas (y a los que no hay que juzgar con demasiada dureza, teniendo en cuenta que no hay muchas festividades de encuentro y desahogo para ellos, aunque a los adultos nos impidan vivir la fiesta en paz) y sus ominosos represores. Y si bien el teatro de los dos grandes directores berlinenses, ya antes comentado en este espacio, constituyó lo más importante del pasado Cervantino en esta materia, la presencia de una escenificación del quebequense Robert Lepage era esperada con mucho interés por quienes hemos visto anteriores montajes suyos y conocemos su trayectoria. La casa azul confirma el gran poderío y la elegancia de sus imágenes a pesar de la pobreza de un texto que enfatiza la mirada extranjera a lo que tenemos o tuvimos de folclórico en detrimento del peso de los personajes a los que se refiere.

La actriz Sophie Faucher se deja llevar por la fridomanía y elabora, en base a los escritos de Frida Kahlo, una obra superficial y reiterativa, llena de lugares comunes acerca de la artista y su relación con Diego Rivera a los que se añaden detalles muy grotescos como esa caracterización del muralista (a quien no podemos reconocer en Patric Saucier) más pistolero que pintor. Nadie puede creer, cuando Frida le regala a Trotsky una calaverita de azúcar que ''los mexicanos nos comamos nuestra propia muerte" pero la imagen siguiente, con Trotsky (Lise Roy en diferentes papeles, el principal el de la Calaca) despojándose de lentes, peluca, bigotes y piocha para colocárselos a la calaverita -y que nos indica el asesinato del revolucionario- redime la puerilidad anterior. Así es todo el espectáculo, disfrutable gracias al director, sus imaginativas soluciones y la belleza visual que imprime al escenario que hacen olvidar el mexican curious -del que por desgracia también es responsable- en que se convierte esta enésima versión de vida, dolores y amores de Frida Kahlo.

De Cuba llegó La diatriba de amor contra un hombre sentado, monólogo muy débil teatralmente del gran Gabriel García Márquez interpretado por Daisy Granados bajo la dirección de Pastor Vega, quienes confirman una vez más -ya los habíamos visto reunidos en una muy fallida escenificación de La noche de los asesinos, de José Triana- que, de ser los verdaderos representantes del teatro cubano, el acosado país hermano no tiene en sus escenarios el mismo nivel que en otras áreas, como salud y educación. El, ahora se le llama así, unipersonal es un género difícil porque el o la protagonista tiene que dirigirse a alguien en especial, a menos que se elimine la cuarta pared y hable abiertamente al público. En ese sentido no se entiende que la mujer que le habla al esposo sentado (un maniquí) le cuente la historia de su vida marital, pero el texto se podría haber salvado con una escenografía menos mala que la del falso lujo diseñado por Gisela Latorre-Vincent, una dirección que no tuviera que recurrir a esos monigotes que suben y bajan para apoyar la no muy buena actuación de Daisy Granados y sin las horrendas adecuaciones a diferentes países y razas de actriz y maniquí. Lo único bueno del lamentable montaje es que špor fin! hubo teatro en el desperdiciadísimo Teatro de las Artes, tan excelentemente equipado y tan ayuno de escenificaciones -tan escaso, además, de público cuando llega a haberlas- que se está convirtiendo en un frío y costoso elefante blanco.

Carta de la Maga al bebé Rocamadour es la adaptación de José Sanchís Sinisterra a una pequeña parte -que comprende los capítulos 29, 30, 31 y 32, con momentos retrospectivos a pasajes anteriores- de la monumental Rayuela de Julio Cortázar. Sanchís Sinisterra emprende con esta adaptación -primer ''islote", la llama- el proyecto ''Archipiélago" (ignoro si sustituye a su concepto de ''teatro fronterizo" o si ambos fluirán paralelos, o a lo mejor entrecruzados) que intentará unir a América y Europa. Dirigida por el mismo dramaturgo, la adaptación despojó a la Maga -por lo menos a ''mi" Maga- de todo ese velo surrealista que para muchos la hermanó con la Nadja de Breton, y la dejó en una común mujer llamada Lucía. Por ello, y por la falta de aforo de la austera escenografía, que esparcía las voces al vacío, no disfruté del todo un texto que, me dice quien lo conoce en lectura, es excelente.

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