México D.F. Domingo 2 de noviembre de 2003
En el FIC, coreografía multimedia de
tres solos que explora interacción de opuestos
Into the blue, el intersticio exacto entre lo
tecnológico y lo corporal
Con la compañía de Jan Pusch concluyeron
las actividades de Alemania en la fiesta cervantina
PABLO ESPINOSA ENVIADO
Guanajuato, Gto., 1o. de noviembre. La compañía
de danza de Jan Pusch cerró la participación de Alemania
en el Festival Internacional Cervantino, cuya versión 31 se significó,
por el vertebramiento de su programación, en una presencia formidable
del arte contemporáneo alemán en todas sus expresiones. La
otra característica que marcó esta edición cervantina
fue la instauración de la fuerza policiaca como último recurso
para controlar a las masas juveniles que acudían hasta el
año pasado a esta ciudad y que ahora han sido ahuyentadas mediante
tal amago.
El par de funciones de la trouppe de Jan Pusch
ocurrieron en el Auditorio del Estado, con su ya célebre espectáculo
titulado Into the blue, integrado por tres magnos solos atados a
un paralelepípedo blanco, donde se proyectaron imágenes y
se desplegó un arsenal tecnológico multimedia al servicio
de un discurso humanístico dotado de elevado rendimiento artístico.
El proyecto artístico de Jan Pusch en su trilogía
Into the blue es tan aventurado estéticamente que amerita
algunos apuntes en papel a manera de punto de partida y orientación
para el espectador. ¿Puede el cuerpo dejar de sorprendernos?, pregunta
Pusch al espectador en el programa de mano. Depende del contexto, responde.
Y explica: ''Aquí tenemos dos opuestos interactuando: la contundencia
de nuestra piel y su extremo imaginario, virtual''.
Preocupado
por los efectos culturales de la impronta del posmodernismo, Jan Pusch
elonga las huellas digitales de Jürgen Habermas con una crítica
al esteticismo posmoderno, que aniquiló la "animalidad" y los impulsos.
Para tal efecto, Pusch hizo equipo con expertos en multimedia para crear
un espectáculo omniabarcante, denso, propositivo.
Para navegar hacia el interior del azul (Into the blue),
Pusch empuja sus tres solos con el impulso vital de una técnica
dancística tensada en el virtuosismo opaco al servicio de una navegación
desde la epidermis hacia el interior del cuerpo y de la conciencia al mismo
tiempo. Los tres grandes capítulos de Into the blue se unifican
en una simplicidad aparente dividida en solo I, solo II y solo
III, a cargo de tres bailarines y un océano de luces intimistas.
El primero de los solos resulta el más espectacular
en términos dancísticos y está a cargo de Detlev Alexander,
quien desarrolla una danza de piso y torsiones, tensiones, tonsuras, tersuras,
giros y gestos sinópticos de un cuerpo que navega a la manera griega
hacia un azul darwiniano en busca de la animalidad. Con la estructura de
una sonata despliega entonces una introducción, un desarrollo y
una resolución animada por el multimedia que alcanza su clímax
con proyecciones de video e imágenes geométricas en láser
contrapunteadas, entretejidas polifónicamente con sus movimientos
corporales. Un prodigio.
El desarrollo estilístico lo continúa la
bailarina Wobine Bosch en el solo II, que inicia en el final de
lo enunciado por Detlev Alexander y que termina en un amplio calderón
sonoro y visual de imaginería espléndida: lo que era una
pantalla dibujada en el plexo solar del bailarín culmina en una
amplificación digital de ese rectángulo virtual que abarca
el escenario entero, granulado al máximo como cuando un televisor
muestra sólo "nieve" como indicativo de que no existe ninguna señal
o input electrónico en pantalla.
Este segundo movimiento de Into the blue se desenvuelve
junto a una enunciación textual que se proyecta sobre una interpantalla
a manera de telón virtual. Allí se leen los diálogos
que sostiene la bailarina con la cuarta pared, a quien pregunta por el
sentido de la existencia formuládole asertos respecto de qué
siente, piensa y ve cuando observa a otro ser humano en movimiento.
Las respuestas culminan con un viaje alucinatorio en una
nave construida con el cuerpo de la bailarina y una cámara minúscula
que busca entrar por sus ojos, sus oídos, sus fosas nasales y termina
entrando por su boca y recorre esófago, estómago e intestinos
en otro acierto artístico, algo así como el entronizamiento
y crítica de la intersección de lo humano con lo tecnológico,
o bien, la endoscopía como una de las bellas artes.
El solo III regresa a bailarines, multimedia y
público, siguiendo la estructura de sonata clásica, o bien
de novela, a un desenlace humano, profundamente humano, a cargo de la bailarina
Fiona Gordon, quien despliega y culmina el planteamiento técnico
dancístico con una serie de contenidos que termina por comprometer
completamente al espectador mediante el planteamiento de preguntas filosóficas
en una dialéctica de mente y músculo, una fenomenología
de poro, piel y neurona, en una gnosis angustiada de viaje final en el
transcurso del tiempo. La manera de atar los hilos narrativos, de no dejar
ningún cabo suelto, de concluir los planteamientos de Jan Pusch
es magistral: las viejas preguntas de la filosofía quedan insertas
en el intersticio exacto de lo virtual y lo carnal, en el umbral preciso
de la caverna de Platón, en el final del túnel. En la luz.
La trascendencia, valía y valor de la obra de Jan
Pusch queda navegando como una teoría del conocimiento enclavada
en la carne, piel adentro, en un despliegue humanístico de altos
vuelos, así nunca despeguen del piso los pies los bailarines, porque
precisamente ahí está el mayor acierto: un aterrizamiento
cabal de las ideas. Porque el arte, como la filosofía, consiste
en plantear correctamente las preguntas.
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