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México D.F. Domingo 2 de noviembre de 2003
Néstor de Buen
Empleo y despidos
Realmente es paradójico que un argumento de peso sea ahora el de que, para mejorar el empleo, debe abaratarse el despido. Esas son las perspectivas oficiales que caen en blandito en el mundo empresarial, ansioso de unas reformas laborales que pareciera han perdido la preferencia frente a las muy discutidas reformas fiscales y energéticas.
Confieso mi ignorancia sobre estos dos temas. Sólo recuerdo que la reforma constitucional propiciada por el presidente Adolfo López Mateos que nacionalizó la industria eléctrica, a pesar de los intentos, no pudo compararse con la que Lázaro Cárdenas había hecho en 1938. El petróleo está ahí, en yacimientos o en el fondo del mar. Cuesta dinero y trabajo sacarlo y, en su caso, transformarlo, pero nadie duda de su valor sólo por la conciencia de su presencia.
En cambio la electricidad es sólo el aprovechamiento de otras energías y tiene que construirse en una combinación de inteligencia, tecnología y enormes inversiones. Ciertamente es difícil imaginar nuestra supuesta autosuficiencia para generar energía. Dicen los que saben que cada seis años se debe duplicar la inversión anterior. No tengo ni idea de las cifras, pero es evidente que no son pequeñas. Y la electricidad, a diferencia del petróleo, no está ahí. Hay que construirla si es que vale esta expresión. Pero no son mis temas. Sí lo es el laboral. Y ahora aparece en fuentes diversas la idea de que para mejorar el empleo hay que abaratar el despido. La idea que sustenta esta curiosa tesis es que si el empresario sabe que puede quitar de en medio a los trabajadores que le estorban o le sobran, a un costo bajo, de inmediato le entrará el amor por la contratación y hará que crezca el empleo.
Claro está que este propósito va acompañado de un canto a la flexibilización laboral, que traducida al español significa que el patrón puede disponer como quiera y le convenga de las condiciones de trabajo y, de esa manera, cambiar la jornada, el horario, las funciones, la adscripción del trabajador y, de paso, discretamente, el salario. Todo dependerá, formalmente, de las exigencias de la empresa y en realidad del sagrado capricho del empresario.
Confieso que sí acepto ciertas formas de flexibilización, en situaciones de emergencia, pero en todo caso compensando económicamente al trabajador por el cambio que deberá ser temporal y de poco tiempo. Pero lo que no se puede admitir de ninguna manera es que los derechos a las condiciones de trabajo se pierdan con sólo poner en movimiento la santa voluntad de un empresario, mejor denominado "patrón". La flexibilización atiende también a las posibilidades de contratación temporal que hace algunos años se pusieron de moda. Pero el precio fue muy alto: el trabajador, siempre en riesgo de ser separado, ni se capacita, ni se preocupa por la empresa, ni es productivo y, lo que es más grave, la frecuencia de los cambios hace que se incrementen los riesgos del trabajo.
España tuvo, hace unos cuantos años, la conciencia de esos efectos y cambió radicalmente la política abaratando el despido a cambio de una mayor estabilidad. En nuestro medio abundan ahora las empresas de mano de obra que ofrecen al cliente alquilarles sus propios trabajadores (es un decir), a cambio de un pago sustancial. Se ofrecen garantías de que no habrá huelgas y que, además, el arrendatario de la mano de obra podrá separar como y cuando quiera al trabajador que no le guste. No siendo trabajadores propios -esa es la teoría- el empresario alquilador no tendrá que pagarles utilidades. Ese mecanismo está vigente en todo el mundo, pero no de manera formal. En México podría ser impugnado declarando a la empresa proveedora simple intermediaria con responsabilidades inherentes para la propia intermediaria: supuesto patrón único y para la otra, la beneficiaria de los servicios. Los artículos 13, 14 y 15 de la Ley Federal del Trabajo justificarían la demanda. Pero ahora quieren abaratar el despido. Y no sólo eso: en un reciente encuentro entre el Banco de México y el Senado un premio Nobel, de la Escuela de Chicago, cuyo nombre olvidé y me alegro, propuso que México prohíba la lectura de Carlos Marx y derogue el artículo 123 constitucional. El tema es claro. Pero a lo mejor se podría resolver de mejor manera no derogando el famoso 123, sino sustituyéndolo por otro que ocuparía mucho menor espacio con un texto más que breve: "Se restablece la esclavitud". De lo que no hay duda es de que esa sabrosa medida incrementaría el empleo de manera notable.
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