México D.F. Sábado 18 de octubre de 2003
Llegar allí, hazaña peligrosa,
a pesar de que Bush dice que EU está ganando
Crece el acoso de la resistencia iraquí en torno
al aeropuerto de Bagdad
ROBERT FISK ENVIADO
Bagdad, 17 de octubre. En estos días se
necesita llevar escolta militar para llegar a Bagdad. Sí, recordemos
que cada hora que pasa las cosas van mejor en Irak, según el presidente
George W. Bush, pero los guerrilleros andan tan cerca de los caminos que
los estadunidenses han eliminado cada árbol, cada macizo de palmeras,
cada brizna de hierba. Las granadas lanzadas por cohetes han matado tantos
soldados en este segmento del camino que el ejército estadunidense
-como hicieron los israelíes en el sur de Líbano a mediados
del decenio de 1980- ha erradicado todo vestigio de naturaleza. Para ir
al aeropuerto de Bagdad se atraviesa un páramo.
No es precisamente un aeropuerto del primer mundo. "Bien,
señoras y señores, pueden dejar aquí sus maletas e
ir allá adentro por sus pases de abordar", dice sonriente un ingeniero
del ejército de Estados Unidos a los pasajeros que van a Ammán.
Entramos, pues, en un salón con pesados muebles estilo baazista
y recogemos pedazos de papel que no llevan ningún número
de vuelo ni de asiento, ningún lugar de destino y ni siquiera una
hora de partida.
Al otro lado hay un Burger King, pero está en una
"zona de alta seguridad" que la ma-yoría de los pasajeros no pueden
visitar. No hay quien venda agua. Los asientos son tan escasos que la mayoría
de los pasajeros se quedan a pleno sol, afuera de la que debe de ser la
oficina postal más grande del mundo, una enorme estantería
de 10 metros de alto llena de paquetes de cartas para cada uno de los 146
mil soldados asignados en Irak.
Pero
echemos un vistazo a los pasajeros. Hay una dama de la organización
humanitaria Care, que se va de vacaciones a Tailandia -país que,
calculo con rapidez, está exactamente al otro lado del mundo de
Irak-; el obispo de Basora, con su sotana negra y roja y un crucifijo colgado
al cuello; unos camarógrafos de televisión que van de regreso
a su país, y el representante de la Cruz Roja Internacional, a quien
espera en Kirkurk un pequeño avión del organismo. También
un trabajador británico de la construcción, procedente de
Hilla, quien pasó la noche del jueves anterior bajo fuego junto
con el batallón polaco local. "Granadas lanzadas por cohetes y fuego
continuo de rifle durante dos horas", murmura.
Por supuesto, las autoridades de ocupación nunca
revelaron ese suceso. Porque las cosas van mejor en Irak.
Detrás de nosotros, una serie de gigantescos
jets tetramotores ascienden al caluroso cielo matutino, enormes aparatos
sin insignias que vuelan en círculos estrechos para despegar y descender,
tan bajos que se pensaría van a rozar el suelo con la punta de las
alas, lo que sea necesario para evitar los misiles tierra-aire con que
los enemigos de Estados Unidos han comenzado a disparar a aviones y helicópteros
en el "nuevo Irak".
Es "maniobra de rutina", nos dice con aire confidencial
uno de los ingenieros estadunidenses. "Todas las noches nos disparan."
Entre los otros pasajeros hay un trabajador humanitario
que muestra claros signos de colapso nervioso y unas damas iraquíes
de aire señorial a quienes escolta un oficial de la Real Fuerza
Aérea que lleva el pelo muy crecido tras la nuca. Más allá,
unos soldados de las fuerzas especiales estadunidenses disfrutan del sol,
bajo el peso de mochilas de lona, rifles y pistolas automáticas.
Hombres de negro
¿Por qué todos llevan anteojos oscuros?,
pregunto. Uno se los quita y contesta: "¿Qué chica nos miraría
si nos viera como somos?"
Estoy de acuerdo con él. Pero son un grupo inteligente,
con conversación salpicada de ironías. Sí, tienen
una casa de seguridad cerca de Fallujah y las bajas en combate a veces
se "contienen" como accidentes de camino o ahogamientos. Un joven llamado
Chuck quiere hacerme una confidencia. "¿Sabes cuál es el
recurso más preciado de esta tierra?", me pregunta. "Los iraquíes",
dice. "Tienen un montón de protoplasma."
Trataba yo de entender su definición de protoplasma
cuando llegó el primer obús, un rugido atronador que hizo
a todos los pasajeros agacharse como en un coro teatral; una columna de
humo se elevaba perezosamente al otro lado de la avenida. Se escuchó
un silbido, y luego otro estruendo.
"Van mejorando", me dice Chuck. "Ese ha de haber dado
cerca de la calzada."
Los otros muchachos de fuerzas especiales hacen señales
de aprobación. Los pasajeros se juntan como animales de granja alrededor
de la puerta; en cambio, los estadunidenses de los anteojos oscuros se
preparan para el espectáculo. Otra tremenda explosión y todos
asienten con la cabeza. Otro gran círculo blanco se eleva hacia
el cielo, como si un gigante adicto al tabaco se hubiera sentado sobre
la calzada a fumar.
"Nada mal", dice el amigo de Chuck. "Antes teníamos
un perímetro de seguridad de ocho kilómetros alrededor del
aeropuerto", comenta éste. "Ahora es de tres. El má-ximo
alcance de un antiaéreo es de 8 mil pies. Así que tres kilómetros
es el límite."
Traducción: las fuerzas estadunidenses controlaban
antes ocho kilómetros alrededor del aeropuerto, distancia demasiado
grande para que un hombre con un lanzador manual pudiera darle a un avión.
Las emboscadas y los ataques han reducido su control a sólo tres
kilómetros. En el límite de ese radio, con alcance misilístico
de 8 mil pies (2 mil 400 metros), un atacante podría darle a un
avión.
Los estadunidenses dicen que hay dos aviones que vuelan
a Ammán, uno a las 10 y otro a las 12 horas. Luego el Airbus de
las 12 se vuelve el de la una, el chárter de las 10 se vuelve el
de las 13, y finalmente se informa que el Airbus de las 13 partirá
a las 23. Después otra ronda de obuses explota frente a los hangares
del extremo opuesto del aeropuerto. "Esto", pontifica el obispo de Basora
en dirección a mí, "es la continuación de nuestra
guerra de 22 años."
Llamo a un colega en Bagdad. "Ataque al aeropuerto con
fuego de obuses", le informo con aire servicial. "No he oído de
eso", me contesta. "¿Cuántos obuses, dices?"
Entre tanto, los chicos de fuerzas especiales siguen divirtiéndose.
Un helicóptero Apache pasa volando sobre nosotros para bombardear
a los guerrilleros. "De mucho que va a servir", dice Chuck. "Ya se largaron."
Como técnicos en guerra de guerrillas, reconocen
con frialdad el profesionalismo de cualquiera, incluso del enemigo.
Se aparece un ingeniero estadunidense. Si los chicos de
la televisión le invitan unas Cocas a su gente, los deja visitar
el Burger King. De un lugar más allá del perímetro
del aeropuerto llega el sonido de fuego de rifles. Debe haber una película
aquí, Walt Disney llega a Vietnam.
El Airbus pertenece, aunque parezca increíble,
a la Royal Jordanian, única aerolínea internacional que se
atreve a volar a Bagdad una vez al día. En la escalerilla de abordaje
un grupo de agentes jordanos de seguridad que llevan calcetines blancos
-los detectives jordanos y sirios siempre usan esos calcetines- insisten
en revisar otra vez nuestro equipaje, allí en plena pista. Se encienden
y apagan computadoras, se abren y cierran cámaras, se abren bolsas
de lavandería, se sacan cuadernos, hasta un paquete de cartas de
lectores se tiene que someter a escrutinio. El Apache vuela de regreso,
con los cohetes aún en su nido.
El despegue es más rápido que de costumbre.
Pero no hay un ascenso uniforme hasta la altitud de crucero. El Airbus
da un brusco giro a babor, las fuerzas G nos aplastan contra el asiento,
y afuera de mi ventanilla aparece el campo de tiendas donde los estadunidenses
retienen a más de 4 mil prisioneros iraquíes sin juicio ni
acusación.
Las tiendas comienzan a girar y el avión se retuerce
hacia estribor y luego otra vez a babor hasta que vuelve a aparecer el
campo de prisioneros en la ventanilla, pero ahora de cabeza y girando en
sentido contrario a las manecillas del reloj. Echo una ojeada por la cabina
y veo dedos aferrrándose con fuerza a los descansabrazos. Los motores
rugen, mor-diendo el aire delgado, y nuestros ojos buscan ese delgado hilo
de humo que nadie quiere ver. El Airbus gira de nuevo y las tiendas de
la prisión se ven ahora más pequeñas y giran al revés
que hace rato.
Luego el piloto endereza la nave. Junto a nuestros asientos
aparece una azafata con una brillante blusa blanca. Las cosas mejoran en
Irak. "¿Prefiere jugo o vino tinto?", me pregunta. ¿Cuál
cree el lector que pedí?
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
|