México D.F. Sábado 4 de octubre de 2003
El albergue Oasis San Juan de Dios brinda atención
gratuita a contagiados del VIH
Seropositivos mayas enfrentan grave discriminación
familiar y de autoridades
Estigmatizados por el entorno social, no son raros los
suicidios entre los enfermos de Yucatán
JENARO VILLAMIL ENVIADO
Conkal, Yucatan. Gerardo Antonio Chan y Chan tiene
36 años y poco más de cinco de vivir con el virus de inmunodeficiencia
humana (VIH). Su historia forma parte singular de las más de 190
personas que han recurrido al albergue Oasis San Juan de Dios en esta localidad.
De la estigmatización ha pasado a la dignidad. A este lugar llegó
después de vivir dos años en un chiquero, reducido a una
condición de animal, comiendo en un bote de plástico y haciendo
sus necesidades en el patio de la casa de sus padres, ahí en el
pueblo de Sitpach, porque se enteraron que es seropositivo y en muchas
comunidades mayas se acostumbra aún tratar así a quienes
viven con el virus.
"Desaparecí
definitivamente de la sociedad. Me refugié en una casa de atrás.
Era un chiquero. Mi madre me decía: 'no salgas porque ni tu hermanito
ni tu papá te quieren ver'. Cuando me dijo eso agarré mis
pertenencias, las quemé y me entró una depresión terrible",
resume Gerardo.
La memoria de ese periodo de animalización y
de pérdida de conciencia aún se mantiene nebulosa. La amnesia
es una forma de curar el dolor, pero no olvida que estuvo a punto de morir,
que sus familiares le daban de comer en un recipiente de plástico,
como si fuera un cochino. Intentó suicidarse. Primero, con veneno
para ratas, pero sólo consiguió un dolor terrible en el estómago.
Después pensó en ahorcarse -forma tradicional en las comunidades
del oriente yucateco para quitarse la vida-, pero no pudo. A cambio, perdió
la memoria. Vegetó durante meses.
Unos vecinos de su pueblo, Mario y Francisco Cen, le contaron
al director del albergue, Carlos Méndez, cómo trataban a
Gerardo, y fue a rescatarlo. Carlos recuerda que estaba prácticamente
irreconocible. No era la primera vez que un caso así se daba en
ese pueblo. A otro joven seropositivo, Amado, su familia lo apartó.
Murió en el monte.
"En este albergue conocí lo que es la vida. He
encontrado una nueva familia. Respetan mi homosexualidad. Tengo un buen
cuartito, de cuatro paredes, con mi televisión, mi cama, mi hamaca
y hasta mis vestidos", describe Gerardo. Su recuperación, subraya
Carlos Méndez, ha sido impresionante: de tener menos de 30 CD4 (células
que miden la progresión de la enfermedad), Gerardo ya tiene más
de 100.
Ahora, da testimonio en escuelas de Chicxulub y otros
pueblos cercanos. "Les digo lo que es parte de mi vida, que usen condón,
que no todos los VIH son iguales y que se pueden reinfectar", relata. "Si
Dios me dio una nueva vida es por algo", subraya.
Gerardo quiere recuperar a sus viejos "patrones", la familia
del doctor Conde Narváez y de la familia Concha Campos, en Mérida,
donde antes trabajó en labores de jardinería y limpieza.
Mientras, se dedica a hacer un precario vivero en el albergue, cuida a
los demás enfermos y recuerda su último encuentro con su
madre, doña Felipa de Jesús Chan y Chan. "Cuando me vio así,
recuperado, se asustó. También se asustó porque ahora
he decidido ser travesti. Yo sólo le dije: mamá, ahora soy
feliz así como soy. Respéteme".
Testimonio de Trini
Junto con Gerardo y las otras 26 personas que actualmente
reciben atención y medicamento gratuito en el albergue, porque no
cuentan con ningún sistema de protección ni seguridad social,
el caso de Trini y su hija son singulares. Algunos lo catalogan de "auténtico
milagro", otros consideran que es el producto de la tenacidad y de las
ganas de vivir.
Originaria del pueblo de Xcan, Trini tiene ahora 23 años
y su hija, Marisol, cuenta con 3 años de edad. Ambas son seropositivas.
Cuando nació su bebé, Trini no sabía que vivía
con el VIH. Después de 3 meses, Marisol comenzó a enfermar.
Le dio una neumonía muy fuerte, después tuberculosis. Estuvo
al borde de la muerte.
Durante cinco meses, Trini estuvo con su hija en el Hospital
O'Horan, la clínica del sector público adonde acuden las
personas más humildes de Yucatán. Le hicieron todos los estudios,
le dieron "medicamentos carísimos", de pesar 3.5 kilos llegó
a menos de un kilo. En 2000, los médicos del hospital le recomendaron
a Trini que fuera al albergue de Carlos.
Desde entonces, la vida de ambas comenzó a ganarle
terreno a la muerte. Marisol llegó con sólo 2 células
CD4 y ahora tiene más de 500. Los médicos le han dicho que
está libre de lo peor. En su cuerpo sólo quedan las llagas
de la tuberculosis. Trini, por su parte, llegó al borde del síndrome
también: de 18 CD4, ahora tiene 300.
El secreto de su recuperación, como en el caso
de Gerardo, es que tienen acceso a los cocteles de medicamentos antirretrovirales
que se les proporcionan en el albergue.
"Ya lo pasado, pasado", afirma Trini. "Fue muy doloroso.
La bebé antes ni siquiera comía, casi no dormía. Día
y noche lloraba. Le pusieron una sonda en el estómago. Yo lloraba
de ver cómo sufría mi hija", rememora Trini. Pasaron dos
años para que ambas se recuperaran. Del padre de la niña
no quiere saber ni su paradero.
"Voy a salir adelante, pase lo que pase, voy a salir adelante",
dice Trini, mientras observa a otro niño que vive con el virus y
que forma parte de esta familia de 20 residentes y de 6 enfermos que de
vez en vez acuden desde Campeche a recibir sus medicamentos.
La lucha por el albergue
Muchos testimonios como estos se acumulan en la historia
del albergue Oasis San Juan de Dios. Las autoridades del municipio de Mérida,
al cual pertenece el albergue, sólo ayudan con mil pesos mensuales.
Carlos Méndez sabe que si ha podido sobrevivir desde 1995, año
en que decidió abrir un centro de atención para quienes no
cuentan con medicamentos ni con familiares, ha sido gracias a la ayuda,
primero, de sus amigos, después de donaciones y del apoyo de monjes
franciscanos que finalmente fueron "castigados" por el obispo Emilio Berlié
y abandonaron el albergue.
"En este estado, a los seropositivos se les aislaba, se
les maltrataba, se les ha estigmatizado en los hospitales. Peor si son
mayas", rememora este joven de poco más de 40 años que ha
padecido ya dos infartos y que ha recibido amenazas lo mismo de las autoridades
de Conkal que de otros sectores que no toleran que en ese albergue los
enfermos puedan vivir como ellos quieran, sin prejuicios, sin estigmatizaciones.
El huracán Isidore, en agosto de 2002, afectó
el albergue. Destruyó cerca de 30 casitas que fueron donadas por
una fundación holandesa. Ahora, gracias a los donativos recibidos
en una cuenta concentradora está construyendo unos cuartos en mejores
condiciones.
"En ocho años tengo 192 entierros en mi existencia.
Muchos se han ido. No los pude salvar a tiempo. ¿Sabes lo que es
esto?", dice, mientras realiza llamadas telefónicas para pelear
por el derecho de uno de sus "hijos" a tener una sepultura digna, en el
pueblo de Leona Vicario, en Quintana Roo.
"La epidemia ha desbordado a todo Yucatán", subraya.
Las cifras oficiales sólo reconocen 3 mil 700 casos, pero calcula
que esa cifra hay que multiplicarla por 10 y agregarle 35 por ciento de
subregistro y de notificaciones con retraso. Más de 40 mil casos
en una entidad de poco más de un millón y medio de habitantes.
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