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México D.F. Lunes 22 de septiembre de 2003

Ignacio Solares

No hay tal lugar

Uno de los lanzamientos más prometedores de la editorial Alfaguara para el último cuatrimestre del año es la novela No hay tal lugar, del escritor mexicano Ignacio Solares, que se presenta este miércoles, a las 20 horas, en el Museo Nacional de Culturas Populares, con comentarios de Ricardo Rocha y lecturas de Diana Bracho y Héctor Bonilla. Solares propone en esta ocasión acompañar la travesía del jesuita Lucas Caraveo en la sierra Tarahumara, un viaje en el cual el personaje verá confrontadas sus convicciones. Agradecemos al sello Alfaguara la posibilidad de brindar un adelanto de No hay tal lugar para nuestros lectores

Cuando el joven sacerdote jesuita Lucas Caraveo llegó al valle de San Sóstenes, en la Sierra Tarahumara, los habitantes del lugar lo supieron enseguida. No que lo hayan visto llegar, pero lo supieron como sabían ellos cuanto sucedía de insólito a su alrededor: por un vuelco del corazón, por un sabor especial en la boca o, la mayor parte de las veces, por una simple visión al entrecerrar los ojos. Las cosas se les volvían meros pretextos al puñado de habitantes del valle de San Sóstenes para ver en ellas lo que querían ver. O lo que no podían dejar de ver. Al inclinarse las mujeres sobre el fogón y soplar las cenizas para desnudar el rostro luminoso de la brasa, la brasa era de pronto otra. Otra del todo. O los ruidos: el chasquido del agua al regar las plantas, el grito estridente del güet: un ave zancuda de por ahí, que anunciaba la llegada de un visitante inesperado. El viento que traqueteaba al atardecer afuera de las casas era también un buen estímulo. O el último sol del día, que fabricaba toda clase de espectáculos cinéticos en los vidrios de las ventanas. Por eso se veía tan seguido a la gente del lugar sacudir la cabeza, como para ahuyentar un ensueño doloroso que la oprimía o, por el contrario, una visión que la deslumbraba. Sus pupilas se dilataban para escuchar en la penumbra, para evitar o atraer aquello que sólo así, ahí, podía aparecer. Casi preferían la plena oscuridad a la luz temblorosa del velón de sebo que los alumbraba por las noches, y que transfiguraba las cosas con su amarillento, macabro resplandor. Y aun durante el día, al llegar la luz desnuda de afuera, el penumbroso interior de las casas se les volvía doblemente atractivo, pleno de apariciones.

Lucas entró al pueblo en la tarde húmeda, arrastrando los pies y con unos ojos que le revoloteaban en las órbitas como pequeñas aves enloquecidas. Una suave luz se depositaba en el aire y en la tierra. Recorrió las calles sin asfaltar pero limpias, las casitas blanqueadas con pequeñas ventanas donde, de vez en cuando, asomaban unos ojos fosforescentes. La atmósfera hervía de olores tibios y contrarios. El frío parecía aumentar, condensarse junto a las ramas crepitantes.

En cierto momento tuvo la impresión de que las calles se levantaban en su contra y había un grito escondido en cada puerta y en cada ventana: "¡Lucas Caraveo, es Lucas Caraveo!"

Lucas no tenía ninguna intención de ir a aquel lugar, enclavado en lo más recóndito de la Sierra Tarahumara, pero su superior se lo pidió. De alguna manera se lo ordenó. Se lo puso como condición para autorizarle dos semanas de asueto para visitar a su familia en Chihuahua, a la que hacía un par de años no veía. Su madre había estado un poco enferma, argumentó Lucas, con los ojos bajos que siempre mostraba a su superior. Después de escucharlo, el superior se puso de pie y abrió la ventana de la sacristía, dando paso a un viento cortante y seco. Las celdas de los sacerdotes estaban al otro extremo del patio, en la residencia: una construcción rojiza, con techo de dos aguas, pequeñas ventanas simétricas y un macizo barandal herrumbroso. Junto a la residencia se veían, recortados, el refectorio y la sala de labores, que era donde los niños tarahumaras aprendían a hablar en cristiano, a deletrear, a sumar. Wé gara nátame hu. En otra esquina del patio estaba la cocina con su alta chimenea que despedía rizos de humo, colindante con la huerta de la misión.

-Vaya, vaya. Visite a su familia, atienda a su madre y descanse, padre Caraveo. Después de todo, lleva un par de años sin tomar vacaciones, ¿no es así? Pero antes le voy a pedir un favor, padre. Total, le queda de camino. ¿Usted ha oído hablar de un pequeño poblado que se llama San Sóstenes? ¿No? Casi nadie lo conoce, es cierto. Muy pocos llegan ahí porque está enclavado en uno de los lugares más enredados de la sierra, lo que ya es decir. Tiene dos entradas, pero a cuál más inaccesible. El lugar tuvo su importancia al final de la época colonial y en los albores del periodo independiente, según me dicen, pero luego desapareció, se volvió de humo, como tantos otros lugares de por aquí, ya lo habrá visto usted.

El superior era un hombre delgado y de baja estatura, bien rasurado, con unos gruesos lentes de aro de metal que escondían unos ojitos escrutadores y pugnaces. Llevaba un saco oscuro que le quedaba grande y en cambio el alzacuello era demasiado estrecho. Agitaba una mano en el aire y por momentos asomaba por entre la amplia manga un antebrazo como una viborilla pálida.

-Déjeme enseñarle algo -y de una cajonera de madera burdamente tallada, sacó un fólder con lo que parecía la fotocopia de un texto casi ilegible-. Allá por los años cuarenta, el provincial de nuestra Compañía se interesó por el lugar, pero escuche usted la respuesta que recibió del obispo de Chihuahua: "En respuesta a su tal, tal y tal..., según me informa la Inspección General de Monumentos de este Estado, en el valle de San Sóstenes no hay habitante alguno y sólo conserva unas cuantas casas de adobe y una iglesia semidestruidas. Por el momento, me informa también esta Inspección General de Monumentos del Estado, la carencia de fondos les imposibilita realizar cualquier reparación o ayuda al lugar, etcétera, etcétera". ¿Qué le parece, padre Caraveo? Del todo normal, ¿no? Si les solicitáramos un nuevo un informe, nos responderían exactamente lo mismo, es seguro. Aunque sabemos que ahora sí hay gente, nos contestarían lo mismo. Capaz que copiaban el oficio anterior y ni siquiera se tomaban la molestia de ir a revisar el lugar -y las comisuras de la boca se le distendieron en una mueca sarcástica.

En una esquina, arriba de la cajonera y sobre un pedestal de yeso, había un busto de San Ignacio de Loyola -retocado con pinturas de vivos colores hasta la caricatura- con un libro abierto en las manos, en el que se leía: "Ad Majorem Dei Gloriam".

-Nada de esto tendría importancia -continuó el superior; detrás de los gruesos cristales, como peces en una pecera, sus ojos miopes se agitaron- si no fuera porque hace unos diez años un padre de nuestra Compañía, Ernesto Ketelsen, nos abandonó... y se fue a vivir ahí... con tarahumaras... y enfermos terminales. Como lo oye. Ahí mismo. En realidad, Ketelsen ya estaba por dejar la Compañía; es el ser más extraño que he conocido, y aunque tiene un montón de cualidades carece de la más importante para nosotros: disciplina, usted me comprende. Primero convenció a un puñado de personas de aquí y de allá (creo que hasta de Sonora se llevó a un matrimonio muy enfermo) para que lo acompañaran a poblar el lugar y a formar una especie de Arca, según la definió aquel poeta italiano, medio profeta, Lanza del Vasto. Una comunidad rural que vive piadosamente en familias al margen de la sociedad y a contra corriente de ella, por decirlo así. Se parece a una secta pero, me dicen, no es una secta. Siguió especializándose en enfermos terminales, que ahora le llegan de todos lados. Gente que necesita consolarse con otros en iguales condiciones. Lo que no me gusta... es que Ketelsen se ha vuelto especialista en dizque experimentos parapsicológicos. Nomás imagínese, en plena sierra y entre tarahumaras. Además de las tesgüinadas y la danza del rutuburi, telepatía, hipnosis, espiritismo, ya se podrá imaginar usted. La materia más peligrosa con que puede jugar un creyente. Tengo entendido que de vez en cuando algunos de ellos baja a Creel a comprar o a vender alguna cosa y todos, me dicen, tienen un aspecto muy raro.

-¿Muy raro? -se atrevió a preguntar Lucas, con el movimiento incontrolable de las manos de cuando se ponía nervioso.

-Como idos. Eso me dicen: como idos. Además de las enfermedades, quizás el exceso de tesgüino. Espero que no estén tomando peyote -el superior hizo un gesto despectivo blandiendo una mano-. En fin, bastantes problemas tenemos aquí como para preocuparnos por un puñado de enfermos terminales con el que experimenta el tal Ketelsen. Pero no está por demás que se dé usted una vuelta por ahí y me haga un informe. Es pura curiosidad personal, se lo confieso, pero como se trata de un ex jesuita y el lugar está en nuestra sierra me gustaría conocer más detalles.

''Nuestra sierra'', repitió mentalmente Lucas. El superior lo dijo en un tono como si, en efecto, la sierra fuera de ellos, de los jesuitas. Y de alguna manera lo era, desde que llegaron en 1607, y a pesar de los frecuentes rechazos y reacomodos, tanto con los indios como con los gobiernos en turno. ''Ser jesuita en la Sierra Tarahumara es ser jesuita de a deveras'', le dijo el padre Luciano Blanco, uno de los fundadores de la misión, a Fernando Benítez, en un reportaje célebre. Benítez agregaba: ''Los indios no son otra cosa que los restos del paleolítico, seres extraños que, por escapar a la codicia española, huyeron a las inaccesibles montañas y ahí permanecieron entre la nieve y la soledad durante siglos, hasta que otros blancos, atraídos por las minas, los bosques de pinos y las escasas tierras laborales, dieron con ellos y volvió a repetirse la historia de la cacería y el despojo. Finalmente, estos pobres seres despojados sólo han tenido una verdadera ayuda: los jesuitas''. Era cierto, y sin embargo..., Lucas recordó la primera misa a la que asistió ahí, recién llegado a la misión, con el entusiasmo (palabra cuya raíz significa algo así como Dios-dentro) de ser jesuita de a deveras cosquilléandole por dentro. En el altar, oficiante y sacristán dialogaban su rito en voz baja, con palabras y ademanes mecánicos, mientras los tarahumaras asistentes arañaban los rosarios inútiles y rezaban en voz alta oraciones incomprensibles, que nada tenían que ver con la ceremonia litúrgica. Como si cada tarahumara fuera el personaje de una pantomima diferente; como si en una orquesta de sordos cada músico tocara la melodía de una obra distinta creyendo obedecer la batuta de un director invisible. ¿En qué momento aquel entusiasmo se te transformó en la apatía y las constantes crisis de angustia que ahora padeces, Lucas? El superior abrió un enorme mapa sobre la mesa. Un cuadro de cien kilómetros estaba minuciosamente detallado: cerro por cerro, arroyo por arroyo, pueblo por pueblo, bosque por bosque. Dentro de una radio de diez kilómetros -''entiendo, es demasiado amplio pero no sabemos exactamente dónde está''- había unas cruces pintadas con lápiz rojo, por ahí: el valle de San Sóstenes.

-Entre Norogachic y Samachique, muy cerca de Cuacuachique. El problema es que, como verá, sólo hay camino de brecha. La carretera revestida sólo llega hasta aquí, a Samachique. Además de los enredos para cruzar estas montañas, véalas. Tenga cuidado con las rocas que se desprenden de los cerros erosionados. Las he visto cada vez que paso por ahí. Manchadas de musgo, muy hermosas, tapizan las laderas, pero a veces también oscilan arriba de uno, amenazando con desplomarse en cualquier momento. He sabido de varios que han quedado debajo de ellas. En fin, llévese un guía y un caballo, los va a necesitar. Pásese ahí un par de días, hágame un informe con toda la discreción de que es usted capaz, lo conozco, y luego vaya con su familia a descansar y a atender a su mamacita enferma, bien merecido se lo tiene, padre Caraveo.

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