México D.F. Jueves 4 de septiembre de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
Acuerdos y reformas
Llevamos años discutiendo la necesidad de modificar el ritual del Informe, pero la clase política y anexas siguen emocionalmente vinculadas con ese acto estelar del viejo presidencialismo. Cada frase, cada palabra, cada gesto del mandatario se escudriña como si esa fuera la primera y única ocasión en que se escucha su voz. Es el oráculo.
En el pasado, los informes servían, en efecto, para fijar posturas y hacer definiciones de gran calado, pero con el pluralismo y la competencia se impuso la desacralización de una ceremonia que ya había perdido su sentido republicano. Sin embargo, la tradición pesa y seguimos sin ubicar la tarea imprescindible de informar en el contexto de la nueva realidad democrática. Así que aquí estamos, todos metidos en el examen de lo que dijo y lo que quiso decir el Presidente, quien por cierto ya aprendió la lección y ahora sí se tomó en serio la ceremonia y el discurso.
El primero de septiembre Vicente Fox se decidió a jugar el juego de la política. Sabiendo que entre los nuevos legisladores hay una corriente que está decidida a coincidir casi a cualquier precio con el gobierno, el tema de fondo que recorre el discurso es la necesidad de arribar a acuerdos. El reconocimiento de los problemas, incluso el leve ensayo de autocrítica, la asunción de la política como "eje rector", en fin, las frases con mayor resonancia sirvieron a la finalidad de mostrar la urgencia de avanzar en los acuerdos que permitan la reformas estructurales que el gobierno estima pendientes.
No fue, por cierto, un llamado a formar una gran alianza para gobernar ni tampoco la propuesta de un pacto nacional para saldar los asuntos más graves inscritos en la agenda. En realidad, el Presidente pidió corresponsabilidad a los legisladores para ir sacando las reformas "estructurales" que, según el gobierno, representan la única posibilidad de retomar la senda del crecimiento y atender el déficit social que ya alcanza "límites ofensivos para la dignidad humana".
La primera cuestión a discutir es si, en efecto, el diagnóstico presidencial que ve correspondencia directa entre esas reformas y el crecimiento potencial corresponde a la realidad, a sus necesidades y urgencias. La segunda, obvia, es decidir si esas reformas, aun siendo necesarias, admiten más de una versión o si, por el contrario, tienen que ser asumidas en los términos planteados primero por Zedillo y luego por Fox.
En el caso de la energía -electricidad y petróleo- no es suficiente con que el Presidente declare a voz en cuello que no es la intención de su gobierno "privatizar" dichas industrias, en el sentido de no vender los activos de la Comisión Federal de Electricidad y Pemex, lo cual está muy bien, pero en realidad ese no es el tema. La cuestión es si la creación de un mercado energético como el que se propone (y que acabará tragándose a las empresas estatales) asegurará al país el relanzamiento del crecimiento y la entrada a una era de prosperidad o si, otra vez, nos haremos subsidiarios de grandes trasnacionales que no tienen ningún otro interés que multiplicar sus ganancias aquí o en China. Ese es el dilema que los legisladores tendrán que afrontar y resolver en concreto al discutir la reforma energética.
Algo semejante ocurre con la reforma laboral. Pocos discuten a estas alturas la conveniencia de aprobar una legislación moderna en la materia, pero una cosa es atender exclusivamente a las exigencias de los empresarios y otra muy distinta hacerlo tomando en cuenta los intereses de los trabajadores.
En este punto, el desacuerdo no proviene de la falta de voluntad, pues al menos en lo que respecta a la UNT y otros grupos de sindicalistas se ha hecho un esfuerzo notable para reconocer los cambios y éstos ya están plasmados en un proyecto de ley. Pero, como ocurre también con la electricidad, hay quienes desde el poder entienden la negociación como un trámite para lograr una fórmula de sumisión que jamás será un verdadero acuerdo.
Así que bienvenida la política, que mucha falta le hace al gobierno del presidente Fox. Si a Felipe Calderón lo nombraron para convencer con los mismos argumentos a los críticos de las reformas, su designación será un desperdicio, así sirva para restaurar la imagen panista del gobierno. Para bien o para mal, México no se reduce a la agenda del gobierno.
A pesar de la señora Gordillo, la búsqueda de acuerdos no será tarea sencilla. Nadie le puede ahorrar al Congreso el trabajo de discutir seriamente todas las hipótesis, todas las iniciativas, comenzando por las del gobierno. Pretender que los acuerdos anticipen el debate es una tontería o un resabio autoritario.
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