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México D.F. Domingo 10 de agosto de 2003

MAR DE HISTORIAS

El día del anciano

Cristina Pacheco

Al llegar a casa encontré un mensaje en la contestadora: "Se acerca el Día Internacional del Anciano. El director quiere que escribas algo relacionado con el tema: de preferencia un relato con final feliz. šGulp! Urge que lo entregues mañana".

Enseguida me senté ante la computadora. No se me ocurría nada, hasta que recordé mi experiencia de años atrás, cuando vine a la ciudad me instalé en la casa de huéspedes y conocí a Rosalina. Llevaba tiempo sin pensar en aquella etapa de mi vida y decidí hacer una reconstrucción de los hechos.

Pasé tres meses en la casa de Ermita. Sólo dos veces escuché la voz de Rosalina. Favorecí su huida. No sé lo que habrá sido de ella ni si aún vive. En tal caso, por difícil que sea su existencia, al menos ya no tendrá que padecer hambre o ahogar el llanto que tanto irritaba a Leonor y Ezequiel: su hija y su yerno.

Quien haya visto al matrimonio poner en sus ventanas adornos patrios, regalar dulces a los niños en noviembre o cubrir el árbol con motivos navideños, no sospechará de lo que esa amorosa pareja era capaz de hacerle o decirle a una mujer de ochenta años cuya únicas defensas eran la inmovilidad y el silencio.

Con todos los elementos a la mano me puse a escribir:

I

Antes de mudarme consulté los periódicos en busca de un buen alojamiento. La oferta más atractiva resultó la de Ermita: "Habitación amplia con vista a la calle, terraza y baño privado. Servicio de hotel. Interesados comunicarse con la señora Leonor".

El lunes siguiente Leonor me mostró la habitación y el resto de la casa. De techos altos y pisos de duela, me encantó, pese al mobiliario deteriorado. Pregunté si había otros huéspedes. "No, usted es la primera. Cuando nos trajimos a mi madre a vivir con nosotros renuncié a mi puesto en el laboratorio. Ni mi esposo ni yo queremos dejarla solita".

Esa muestra de generosidad acabó de convencerme: pagué el adelanto obligatorio y al día siguiente me instalé. El primer domingo en la casa de Ermita, Leonor me hizo una comida especial. Para agradecérselo, salí a comprar un pastel. Cuando regresé descubrí, sobre el silloncito junto a la ventana, un almohadón de seda con un paisaje bordado. "Es muy antiguo", me dijo Leonor. "Lo bordó mi mamá cuando estudiaba en la Academia de Señoritas. Hasta tiene su nombre: Rosalina. Por cierto: Ƒte molestaría que se sentara a comer con nosotros?"

La pregunta me sorprendió. Leonor miró hacia el pasillo y cuando estuvo segura de que Rosalina no la escuchaba se explicó: "Ya sabes cómo son los viejos: obsesivos, maniáticos. Mi madre, por ejemplo, no tiene dientes y está terca en usar la dentadura de mi papá. Se le sale y cuando come, bueno pues...". Iba a decir algo acerca de mi abuela pero llegó Ezequiel. Hasta ese momento sólo habíamos cruzado saludos por la mañana y a mi vuelta por la noche. Me preguntó si estaba cómoda. Su amabilidad se convirtió en impaciencia disimulada cuando escuchó una puerta al fondo del pasillo: "ƑTu madre comerá con nosotros?" Leonor titubeó: "Quiere conocer a Luisa". Sentí que debía intervenir: "Yo también tengo muchas ganas de conocerla".

Rosalina llevaba un vestido demasiado amplio para sus proporciones, medias de hilo y pantuflas de felpa. El cabello blanco y ralo enmarcaba una cara enjuta, de ojos descoloridos. Los labios, apenas acentuados por un inseguro trazo de color, no alcanzaban a cubrir la dentadura. Me presenté. Rosalina me estrechó la mano y contestó a mi saludo con una sonrisa antipática a causa de los dientes falsos.

Ya a la mesa, Ezequiel descorchó una botella de vino tinto. Escanció en tres copas. Le acerqué una a doña Rosalina. Leonor la retiró: "Es mejor que mi viejita no tome: se pone demasiado sentimental". La anciana levantó las cejas con expresión resignada.

Reaccionó con el mismo gesto cuando le negaron limón para el consomé ("Es muy ácido"), cuando le pusieron unas hebras de carne en el plato ("Se le puede atorar en la garganta porque no mastica bien") y cuando le prohibieron una ración de pastel ("Tiene crema y le afloja el estómago").

La docilidad con que Rosalina aceptaba todas las restricciones me hizo alabar su buena disposición. Ezequiel acarició la mano de su suegra: "Aquí la señora se porta siempre bien y si no... ya sabe a qué atenerse Ƒverdad?" Rosalina se atrincheró en su antipática sonrisa.

En la sobremesa Leonor se deshizo en alabanzas para su hija Gladys pero lamentó que, presionada por su esposo, hubiera renunciado a la pintura: "Lástima porque hacía unos paisajes divinos". Me dirigí a Rosalina: ƑQué siente de que su nieta haya heredado su talento? Vi su almohadón. šQué hermosura!"

La sonrisa de Rosalina desapareció y sus ojos se humedecieron. Leonor levantó los brazos: "Ni se lo hubiera mencionado. Está sentidísima porque se lo quité". Ezequiel soltó una carcajada: "Para mi suegra no hay peor castigo: šadora esa antigualla!" Leonor le ordenó a su madre: "Y no me haga pucheros porque entonces menos se lo voy a devolver; es más, ya le dije que si vuelve a salirse, šle tiro su almohadón a la basura!"

Rosalina enrojeció y se levantó. Quise demostrarle que compartía sus sentimientos y la tomé del brazo. Al llegar a su cuarto me despedí con un beso en la mejilla. Escuché su voz débil, angustiada: "Ayúdame a escapar". Me sorprendió sentir a Leonor a mis espaldas: "ƑQué le estás diciendo a Luisa, mamá?" La anciana negó con la cabeza y entró en su cuarto. Leonor le echó llave: "Es por su seguridad. Ya van dos veces que la pescamos en la calle".

Incómoda, tuve que regresar a la mesa pero en cuanto pude me fui a mi habitación. Me acosté intranquila. A cada momento recordaba la súplica de Rosalina: "Ayúdame a escapar". Durante varios días Rosalina desapareció. Leonor explicó su ausencia: "No ha querido levantarse. Dice que tiene mareos. šMentira! Está furiosa porque no he querido devolverle su almohadón". Notó mi gesto de reproche y continuó: "Los viejos son como los niños: si no hay quien les ponga un hasta aquí, se vuelven incontrolables".

Cuando volví a ver a Rosalina la encontré más delgada y con una marca roja en la frente. Leonor le acarició la herida: "Dile a Luisa qué te pasó". La anciana respondió en el tono del niño que repite la lección sin entenderla: "Me caí por tonta".

De nuevo no supe de Rosalina por varias semanas. Las únicas pruebas de su permanencia en la casa eran el plato con restos de leche y pan remojado y el almohadón sobre el silloncito junto a la ventana. Verlo me recodaba el tormento de la anciana y su petición de ayuda. La imposibilidad de brindársela me hacía sentir culpable. Mi agobio llegó a tal punto que decidí mudarme de casa. Si algo me frenaba era el temor de lo que pudiera sucederle a la anciana cuando quedara otra vez sola frente a su hija y su yerno. Comprendí que para liberarme tenía que liberarla primero.

Una noche, a sabiendas del riesgo que corría, abrí el cuarto de Rosalina y después la puerta principal. De puntillas volví a mi habitación y pasé la noche atenta a los rumores. Me decepcionó no oír ninguno. Por la mañana, al ver que el almohadón no estaba en el silloncito, apenas pude contener mi alegría.

II

Al terminar mi relato me pregunté qué habría sido realmente de Rosalina. Quizá estuviera agonizando sola en alguna casa de asistencia o padeciendo hambre y frío en la calle. Me sentí responsable de su destino. No pude más: regresé a la casa de Ermita. Leonor me abrió. No tuve que preguntarle nada: sobre el silloncito, junto a la ventana, vi el almohadón bordado.

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