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México D.F. Martes 5 de agosto de 2003
Medios e Iglesia católica avalan la "mano dura" del mandatario colombiano
Paramilitar y con rasgos neofascistas, el gobierno de Uribe: Comisión Intereclesial
El Poder Ejecutivo y las fuerzas militares, fuertes; Legislativo y Judicial, debilitados
CARLOS FAZIO ENVIADO
Santafe de Bogota. La violencia y el terror no cesan y lo impregnan todo. La mención de los "violentos" y su contraparte "salvadora", las fuerzas armadas, es cotidiana en los medios masivos con un sentido uniforme y unidireccional en su manejo maniqueo: gobierno "víctima", guerrilla "culpable". Unanimidad peligrosa, de mercadeo de imagen y guerra sicológica, de culto al jefe del Ejecutivo, concentrada, sin disonancias, manipuladora. Que cuestiona al que protesta y lo estigmatiza como "izquierdista" o "subversivo", para luego aislarlo, anularlo o silenciarlo.
Sacrificados en el altar de la seguridad nacional, el desmonte de los derechos humanos es ostensible. Pero de eso no se habla y mucho menos se informa. Como tampoco tiene rango de noticia la destrucción cotidiana del tejido social. Una realidad con un alto saldo sonante y contable en víctimas de carne y hueso; de asesinados, desaparecidos, torturados y desplazados de manera forzosa. De pérdidas, despojos y rupturas. De cifras escalofriantes que dibujan el escenario de una catástrofe humanitaria: 68 por ciento de la población (30 millones) vive en condiciones de pobreza absoluta y más de 11 millones bajo la línea de indigencia, es decir, no dispone del ingreso de un dólar diario. A ello se suma el desplazamiento forzoso de 2 millones 900 mil personas, no sólo como producto de la guerra, sino también de una estrategia oficial inscrita en una dinámica de control de población y territorial, como forma de concentración violenta de la tierra en manos de un puñado de terratenientes (1.3 por ciento de propietarios posee 48 por ciento de la tierra) y corporaciones multinacionales.
Todo eso forma parte de la otra guerra detrás de la guerra. La de la propaganda. Una guerra oculta que ha permitido al bloque de poder en Colombia, el Grupo Santo Domingo, emporio cervecero con ramificaciones en Perú y Panamá; el Grupo Sudamericana, propietario de los principales bancos con fuertes intereses en las industrias alimenticia, textilera y cementera, y al Grupo Aval, cuyo propietario, Luis Carlos Sarmiento, posee 25 por ciento del capital financiero del país, ir desarrollando una opinión pública contrainsurgente. Y, finalmente, poner en el puesto de mando al hombre que está concentrando todos sus esfuerzos en la promoción de la guerra y su ejercicio, y que prometió acabar con la insurgencia armada en 18 meses: Alvaro Uribe Vélez, el "aliado de Washington", a quien muchos definen ya como "presidente de los paramilitares".
Fujimorismo desembozado
Portadora de un pasado con aroma a narcotráfico, la gestión presidencial de Uribe (Medellín, 1952) nació en agosto del año pasado bajo el signo de un autoritarismo de nuevo tipo que él no tiene empacho en exhibir. En tan corto lapso ha sido, el suyo, un gobierno de "mano dura" que no permite presagiar nada bueno para los colombianos y que podría derivar en lo que algunas voces de la llamada sociedad civil no dudan en tipificar como un "Estado fascista" en ciernes.
Partidario de la "guerra total" contra los alzados de izquierda, Uribe persigue el exterminio o la derrota militar de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y del debilitado Ejército de Liberación Nacional (ELN), o su rendición incondicional en una mesa de negociaciones. En forma paralela, y con el aval de la jerarquía de la Iglesia católica local, hace unas semanas firmó un acuerdo para la presunta desmovilización y regularización de los grupos armados derechistas integrados en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que incluye a sus principales jefes militares, Carlos Castaño y Salvatore Mancuso, prototipos del narcoparamilitarismo, cuya extradición ha sido pedida por Estados Unidos.
El gobierno de "manos libres" de Uribe, que no puede disimular cierto tufillo fujimorista, ha venido dando pasos firmes y constantes hacia un objetivo bien definido: la centralización del poder en el Ejecutivo, la potenciación de la fuerza militar, el debilitamiento progresivo de los poderes Legislativo y Judicial y la creación de un clima de miedo y terror permanentes. Apoyado en el estado de conmoción interna, una medida constitucional de carácter excepcional que recorta las garantías civiles y políticas y a cuyo amparo se ha venido legislando, Uribe busca trascender ahora hacia un régimen de seguridad permanente, el estatuto antiterrorista, que lo provea de las herramientas jurídicas y operativas para la guerra contrainsurgente y que a la vez salvaguarde la impunidad de las fuerzas armadas. Como botón de muestra, la iniciativa, que busca el fortalecimiento del fuero militar, convierte en actos de servicio cualquier delito cometido por integrantes del estamento castrense.
La lógica que permea la nueva política de "seguridad democrática" gubernamental, con eje en el "enemigo interno", tiene sustento en la vieja doctrina contrainsurgente de la seguridad nacional y empata ciento por ciento con la "guerra al terrorismo" de la administración Bush. Hace unas semanas el Senado aprobó una iniciativa de reforma constitucional que permite a las fuerzas militares hacer arrestos y allanamientos, así como interceptar comunicaciones y correspondencia, sin orden judicial. A su vez, remedo de la ley patriótica estadunidense a la colombiana, el estatuto antiterrorista está dirigido a la construcción de una superestructura estatal de neto corte autoritario que busca consolidar la militarización de la sociedad.
Mano dura con agua bendita
Pero Alvaro Uribe no es un improvisado. Heredero de una de las familias de terratenientes más acaudaladas de Antioquia, fue alcalde de Medellín cuando el capo Pablo Escobar era el rey de la región y también gobernador de su estado natal, periodo en el cual organizó una red de cooperativas de seguridad y vigilancia privada, conocidas como Convivir, identificada por los observadores locales como una forma encubierta de las autodefensas o grupos paramilitares de extrema derecha, adscritas a la lucha contrainsurgente bajo el patrocinio y control del ejército.
Para Danilo Rueda, miembro de la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz de Colombia, el gobierno de Alvaro Uribe está abocado a "la construcción de un Estado militar neofascista", en el marco de "un proyecto de guerra contrainsurgente" que abarca a toda la sociedad. En ese escenario, dice, el acuerdo firmado entre el gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia forma parte de un plan para "normalizar" la estrategia irregular del "Estado paramilitar" que el mismo Uribe ayudó a crear hace varios años.
Por eso, a su juicio, "no se trata de una negociación. Negociación supone un diálogo entre dos partes. Pero esto es un monólogo. El Ejecutivo colombiano actual y las AUC son parte de un mismo cuerpo". Añade que el paramilitarismo constituye hoy un "poder político" con representación en el Congreso nacional (35 por ciento de los legisladores) y que tiene en el propio mandatario a su máximo exponente. Pero también constituye un "poder social", ya que con base en una dinámica de matanzas y violencia terrorista, seguida de políticas de "participación comunitaria" en los territorios "conquistados" bajo cobertura oficial, los paramilitares lograron "cooptar" sindicatos obreros y organizaciones campesinas, imponiendo finalmente "su ley y orden".
"Un poder paramilitar que también abarca la espiritualidad", dice Rueda, ya que con el aval de la jerarquía de la Iglesia católica local se viene impulsando desde el gobierno una política "de reconciliación con fórmulas de reparación del daño sui generis: el genocida pide perdón, estrecha la mano de su víctima y le pide trabajar juntos por el progreso. Esa es la reconciliación". De esa forma, "el alma, con sus anhelos y utopías, de quienes luchan por un proyecto de vida frente al proyecto de muerte gubernamental, es apropiada por una estrategia macabra dirigida contra toda la sociedad".
Una estrategia de "seguridad democrática" que fue bendecida por el cardenal primado de Colombia, Pedro Rubiano, presidente de la Conferencia Episcopal, el 7 de agosto de 2002, cuando tras su visita protocolar al Palacio de Nariño en el periodo de la transmisión de mando sentenció: "El país necesita mano dura". Monseñor Rubiano no hacía sino ratificar la posición de Roma, simbolizada en la misa de acción de gracias que celebró el cardenal Darío Castrillón, prefecto de una congregación vaticana, con la familia de Alvaro Uribe en Medellín, tras la victoria electoral del antioqueño.
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