México D.F. Lunes 21 de julio de 2003
Robin Cook*
La misión imposible de Lord Hutton
A Lord Hutton se le ha encomendado hacer lo imposible.
Se le ha asignado la tarea de investigar los acontecimientos que condujeron
a la trágica muerte del doctor David Kelly, y al mismo tiempo se
le ha advertido de no examinar los sucesos que llevaron a la guerra con
Irak. Se requeriría combinar el juicio de Salomón con las
habilidades de la ingeniería de precisión para mantener en
compartimientos separados esas dos líneas de investigación.
La cadena de sucesos que condujo a la última caminata
del doctor Kelly podría empezar por su encuentro con el reportero
de la BBC Andrew Gilligan, pero esa conversación versó sobre
si la argumentación en favor de la guerra tenía solidez científica.
¿Cómo puede Lord Hutton evaluar la significación de
esa charla si se le impide expresar cualquier opinión sobre su contenido?
Luego está la comparecencia del doctor Kelly ante
el Comité Selecto de Asuntos Exteriores. ¿Cómo puede
Lord Hutton analizar el impacto que tuvo en el estado mental del doctor
Kelly sin reflexionar en la enorme divergencia entre la notoria afirmación
de que Saddam Hussein podía desplegar armas de destrucción
masiva en 45 minutos y el escepticismo que expresó el científico
al comité de que tal cosa fuera técnicamente posible? Pasar
por alto este aspecto es aún más difícil para Lord
Hutton en vista de la revelación de Tom Mangold, amigo del doctor
Kelly, de que ambos rieron juntos de la aseveración aquella de los
45 minutos.
Ningún juez, por eminente que sea, podría
lograr un estudio completo y equilibrado de las presiones que condujeron
a la muerte del doctor Kelly si debe permanecer agnóstico en cuanto
a si sus reservas como científico eran más cercanas a la
verdad que las estridentes declaraciones de los políticos.
El gobierno no ha cruzado el Rubicón; vadea en
mitad de él. Demoró mucho en conceder que se llevara a cabo
una investigación judicial, pero aún se aferra a la esperanza
de mantenerla dentro de los estrechos límites que él mismo
ha concebido. Lo que debe hacer es reconocer lo inevitable y aceptar que
hay argumentos en favor de una pesquisa más a fondo.
Lástima que no lo hiciera hace un par de meses,
cuando comenzó a ser evidente que no podría encontrar ninguna
verdadera arma de destrucción masiva. Si el gobierno hubiera anunciado
una investigación judicial a finales de mayo, habría merecido
crédito por su apertura y su disposición a llegar al fondo
de las razones por las que Gran Bretaña fue a la guerra con base
en una evaluación de inteligencia que resultó falsa. Tal
vez también habría podido evitar la gratuita expulsión
del doctor Kelly y las fatales presiones que esa acción produjo.
Los peores escándalos políticos no surgen
del error original, sino del intento de negar y ocultar que se haya cometido
algún error. En este caso el gobierno optó por desatar una
guerra acalorada con la BBC como maniobra distractora para no explicar
por qué emprendió la guerra contra Irak. Se lanzó
a rechazar con vehemencia la afirmación de que sus alegatos fueron
fabricados, como forma de evitar dar respuesta a la verdadera pregunta:
si sus argumentos habían sido ciertos.
Su guerra contra la BBC ha concluido ahora con la pérdida
de la vida de un digno científico, quien en la década pasada
hizo mucho más para lograr un verdadero desarme de Saddam Hussein
que cualquier funcionario gubernamental. En consecuencia, el gobierno tiene
hoy una imagen mucho peor ante el pueblo que si desde el principio hubiera
optado por la indagatoria judicial.
En vez de ordenar esa pesquisa integral e independiente,
Tony Blair se pasó los dos meses pasados sosteniendo con toda impresión
de sinceridad que cada línea del informe de septiembre es correcta.
El presidente de Estados Unidos puede reconocer que la afirmación
sobre la compra de uranio a Níger era falsa, pero Tony Blair sigue
insistiendo en que era cierta. La única esperanza que tiene el gobierno
de restaurar su credibilidad es salir de su estado actual de negación
y aceptar que algunas afirmaciones hechas antes de la guerra resultaron
erróneas. Son las reiteradas aseveraciones de los ministros de que
este gobierno no ha cometido error alguno las que enfurecen al público
y chocan con la realidad sobre el terreno de Irak.
En la segura y reverente atmósfera del Congreso
de Estados Unidos, Blair se acercó a centímetros de reconocer
errores, pero apenas logró quedarse en el condicional: "si nos equivocamos".
Recula ante la perspectiva de admitir ante el pueblo británico que
pudo cometer un error, por miedo de la histérica reacción
de sus enemigos políticos ante el reconocimiento de una falla humana.
Aquí llegamos al problema fundamental de nuestra
cultura política, que generó el ambiente maligno en el que
tuvo lugar la tragedia del doctor Kelly. La política ha perdido
la capacidad de discusión racional y desapasionada de los temas.
Lo que tenemos ahora es una preocupación destructiva por las personalidades
y una retórica de debate que busca el sensacionalismo, y que por
consiguiente exagera el conflicto en vez de buscar el consenso.
Yo, y estoy seguro que también otros miembros del
Parlamento, parpadeamos la semana pasada al ver las imágenes repetidas
del interrogatorio al que se sometió al doctor Kelly en el Comité
Selecto de Asuntos Exteriores. Hay que reconocer a Andrew Mackinlay por
expresar su remordimiento, y de hecho él es la única persona
en toda esta deplorable epopeya que ha presentado disculpas. Pero el verdero
problema es que las personas comunes y corrientes no infectan sus conversaciones
cotidianas con el tono agresivo y retador que se ha vuelto lugar común
de la política moderna. Se ha vuelto una barrera entre el Parlamento
y el público porque las personas decentes sencillamente no hablan
entre sí como lo hacen los parlamentarios.
Y los medios masivos son parte de esa cultura destructiva
y sensacionalista. Si Andrew Gilligan hubiera reportado en tono mesurado
que algunos expertos tenían sobrias y científicas reservas
sobre el informe de septiembre, la historia de los dos meses pasados podría
haber sido diferente. Pudo haber hecho una útil contribución
a la búsqueda de lo que resultó mal, en vez de generar un
monumental movimiento que nos distrajo de ella. Lo que produjo fue una
acusación de que hubo una conjura para engañar, el desenmascaramiento
de Alastair Campbell como el villano, y el uso deliberado de una expresión
como "hacer más sexy" el informe para aderezar su relato televisivo,
con la cual sabía que captaría la atención de los
redactores de encabezados.
Tampoco la BBC puede lavarse las manos, porque contrató
y animó a Gilligan para crear noticias en vez de dar cuenta de ellas.
Se necesita una investigación judicial tanto sobre la justificación
de la guerra como sobre la causa de la muerte del doctor Kelly. Pero Gran
Bretaña merece también una cultura política de mayor
respeto y una norma madura para cubrir la información política.
Estoy consciente de que hemos tenido antes momentos de
intensa tragedia. Tras la muerte prematura de John Smith, John Major habló
de la necesidad de bajarle al volumen de los ataques personalizados. Luego
de la muerte de Diana, la princesa de Gales, Tony Blair encabezó
demandas de más empatía y comprensión de la vida pública.
Así que no soy tan ingenuo como para suponer que tenemos mejores
perspectivas de cambio en esta ocasión.
Con todo, un hombre decente y honorable se encontró
de pronto atrapado en el palenque en el que los políticos luchan
entre sí para obtener ventajas, y fue destruido por él. El
mejor tributo que le debemos al doctor Kelly es reflexionar largamente
y a fondo por qué nuestro oficio es tan destructivo.
*Robin Cook fue ministro del Exterior de Gran Bretaña
y este año renunció a su puesto como presidente de la Cámara
de los Comunes, en protesta por el apoyo del gobierno de su país
a la guerra contra Irak.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
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