México D.F. Sábado 12 de julio de 2003
El siglo de las langostas
Malika Mokeddem
Un pequeño rebaño de ovejas, tres camellos
y un burro; Mahmud camina tras ellos a buen paso. Un bastón revolotea
en su mano y picotea la tierra por delante de sus piernas bien torneadas.
Está contento. Por la mañana temprano ha vendido en el mercado
sus dos ovejas más viejas. No podía quedárselas más
tiempo, y menos aún comérselas. No. Eran las primeras que
tuvo. Juntos recorrieron durante años las llanuras a lo largo y
a lo ancho. En tan inmensa soledad, uno se encariña con los animales.
De las albardas de los camellos sobresalen un saco de
harina, otro de sémola y varios kilos de trigo. Uno de ellos también
contiene azúcar, té y, por supuesto, dátiles. Para
Neyma y Yasmina, Mahmud ha comprado vestidos de colores llamativos. A sus
pieles oscuras les van bien los contrastes.
Ahora, el bastón descansa horizontal en los hombros
de Mahmud. Sus muñecas se apoyan en él con flexibilidad y
las manos le cuelgan y se balancean al ritmo de sus pasos. El aire es ligero.
El azur se torna violeta anunciando el crepúsculo. Para animarse,
Mahmud recita algún poema de su cosecha.
Pronto distingue su jaima (tienda de campaña)
en el resplandor del poniente. Enseguida le llegan los ladridos de la perra.
No tardará en echarse a correr a su encuentro, adelantándose
por poco a su hija Yasmina. Sólo quedará esperando cerca
de la tienda la silueta negra y esbelta de Neyma, su mujer.
Sentada ante la jaima, Neyma contempla el paisaje:
un cielo de un azul de guerra y el desierto infinito que la vista no puede
abarcar.
Frente
a la jaima se alza el único árbol en varias leguas
a la redonda. ¿Arbol? Más bien una mentira crucificada, la
única aspiración a la verticalidad fulminada. Por todas partes,
la misma horizontalidad. Después de un largo recorrido, la mirada
de Neyma tropieza con una pequeña sombra en movimiento, allá
al fondo, a lo lejos. La mujer se estremece y sonríe.
''¡Qué tonta soy! ¿Quién puede
venir hacia mí de aquella parte?"
Cuando Mahmud no está y Neyma da rienda suelta
a sus pensamientos en un momento de inactividad, aflora la ansiedad que
subyace en ella. La mujer conoce bien sus efectos nocivos, pues más
de una vez se ha dejado llevar por miedos inverosímiles. Siluetas
extrañas, ruidos insólitos, todo ficticio, por supuesto.
¿Acaso podría ser de otra manera? Pero, ¿cómo
librarse de la angustia cuando ésta se viste de silencio y se entrega
a todos los excesos? Mahmud se marchó al mercado de Ain Sefra por
todo el día. Antes de que regrese por la noche, la mirada de Neyma
sólo puede ser acosada por las dagas de los rayos de sol. Sólo
debe saludarla el resplandor de los espejismos en el horizonte. Los regs
dormirán en su desmesura curtida, en su condena de luz.
''A no ser que sea el viento."
Entonces, ¿serán galopes de la imaginación
o cabalgadas del viento, imaginación del mundo? Neyma mira a su
alrededor y dice:
''¡El-rih!"
En esa h largamente aflautada ya hay aliento, ya
se percibe un asomo de inspiración.
''¡Ah! ¡Que venga! ¡Que venga el viento!",
canta la mujer con nostalgia.
Neyma sonríe. En su ensoñación recuperada,
el viento del Norte ya está bajo sus faldas, le acaricia los muslos,
le endurece los pechos sorprendidos en su tibieza. ¿Es el viento?
Ella se aparta del presente y continúa su canto:
''... Que venga del desierto el amante de las dunas, el
alma de la arena, el viento...''
¿El viento? Es el único que consigue encontrarlos
y, ya venga del Norte o del Sur, siempre será bien recibido.
''¡Quizá sea el-rih!"
Pero aquella pequeña sombra, apenas mayor que una
mosca, se obstina a lo lejos, allá donde se pone el sol.
''No es el viento. ¡Es mi maldito miedo!"
Es lo único que le queda de los demás, de
la vida en comunidad; un terror que la acecha y la persigue hasta el corazón
del desierto. Sin embargo... sin embargo no hay razón alguna para
inquietarse. Ella lo sabe. Su mejor protección es precisamente esa
muralla hecha de la nada, esa horizontalidad ilimitada. Lo sabe. Mahmud
se lo repite a menudo y para intentar persuadirla del todo da al amarillo
de sus ojos una serenidad de felino, convencido de la inviolabilidad de
su territorio.
Neyma cierra los ojos, pero su aprensión no se
desvanece en la oscuridad. Así que vuelve a abrirlos y hace todo
lo posible por ignorar el horizonte. Busca ocupaciones. Frente a ella hay
un brasero incandescente. Neyma coloca encima una tayina y cuando,
ya bien caliente, empieza a humear un poco, pone a cocer un pan.
Su niño duerme en la tienda. Pasará mucho
tiempo antes de que despierte reclamando la leche materna. Su hermana mayor,
Yasmina, está jugando poco más allá, cerca del árbol
de la cólera, llamado así por estar erizado de espinas furiosas.
La chiquilla tiene ocho años y se parece en todo a su madre. Labios
carnosos, ojos líquidos y un aire salvaje. Sólo se diferencia
por el color bronce de su piel. Yasmina no tiene ningún juguete,
ningún objeto en las manos. Se entretiene con las piedras que ha
cogido de un montón que su padre fue acumulando al limpiar la zona
del campamento.
Sentada en el suelo, la perra orejuda, Rabha, se
come con los ojos la tayina, relamiéndose con la lengua húmeda.
El olor a pan caliente sube y se extiende por el aire. Pronto llega hasta
Yasmina y le inunda la nariz. Ya está cocido. En un mendil
púrpura, el pan dibuja una flor dorada salpicada de semillas de
sésamo.
Bruscamente, Rabha, la perra, aguza las orejas,
da un brinco y se pone a ladrar. Neyma dirige de nuevo la vista hacia esa
lejanía que despierta sus sospechas. Ahora ya no cabe duda. Alguien
que viene del Oeste se acerca hacia ella. No puede ser Mahmud; él
vendrá del Sur.
Los ojos de Yasmina también escrutan el horizonte.
Neyma le había dicho que su padre no regresaría hasta la
noche. ¿Qué le traería en la capucha? Pero el horizonte
está vacío por aquella parte. Su mirada barre las extensiones
de arena sin descubrir nada, vuelve para interrogar a Rabha y regresa
a la lejanía. Poco después, Yasmina consigue distinguir algo
minúsculo que parece planear, como un gavilán, en la línea
del cielo, en la dirección que indica el hocico de la perra.
No es una caravana, no. Como mucho, dos o tres personas,
quizá en camellos. De momento, no es más que un halo de polvo
que oscila en la luz. Otra vez se adivina el desasosiego en la mirada inquieta
de Neyma, en su mano trémula. Pone el último pan en la tayina
y espera. Madre e hija mantienen la vista clavada en la pequeña
nube que se aproxima lentamente.
''Quizá sea un pastor que busca a algún
animal perdido", sugiere la madre.
Instintivamente, Yasmina se oculta tras el montón
de piedras. Neyma retira la tayina del brasero. El pan acabará
de cocerse lentamente, apartado del fuego.
''U otros nómadas que se dirigen a Ain Sefra",
intenta convencerse.
Se ríe de su propio miedo, y la risa la distrae
por un momento. Los ojos de Neyma se apartan de las personas que se acercan
y buscan a la niña. La adivina refugiada detrás del montón
de piedras.
''Nuestra vida solitaria nos ha asilvestrado a las dos.
Basta cualquier nimiedad, o la aparición repentina de viajeros,
para asustarnos", piensa con ternura.
Malika
Mokeddem nació en 1949 en Kenadsa, en el desierto occidental de
Argelia, la menor de 10 hermanos en una familia de sedentarios recientes.
Reside en Francia y es autora de varias novelas premiadas internacionalmente.
Por cortesía de Ediciones Era, ofrecemos a nuestros lectores esta
impactante primicia literaria: El siglo de las langostas, novela
hermosa y terrible en la que Malika Mokeddem ubica en una anécdota
en apariencia inocente situaciones de notable profundidad. Una mujer se
encuentra en una jaima (tienda) en medio del desierto, con su bebé
recién nacido y su hija de ocho años. Espera a su marido
que ha llevado sus ovejas a algún pastizal lejano. Aparecen en el
horizonte dos jinetes. Ella se asusta, esconde al bebé, le ordena
a la niña que esté callada, se cubre con un velo. Los hombres
llegan, le exigen que amarre a su perra, desmontan, piden agua... Descubren
que la mujer es negra. Empiezan a insultarla, la llaman esclava, le preguntan
si su marido es negro también, ella aclara que es blanco y que es
Mahmud, el poeta. Los hombres se exaltan y se burlan aún más,
suponen que si el marido la compró, es que ella debe ser bella...
A manera de adelanto, presentamos las líneas
iniciales de esta novela que empezará a circular en breve.
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