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México D.F. Martes 24 de junio de 2003
Teresa del Conde/ II y última
La exposición de La Esmeralda
En la anterior entrega comenté la primera sección de la muestra conmemorativa por los 60 años de La Esmeralda que -con todo y sus defectos- ofrece una especie de corte sincrónico que da cuenta de lo ocurrido a lo largo del tiempo con los egresados, si bien la mayor parte de las obras son recientes o relativamente recientes. Me llamó sobremanera la atención que Enrique Guzmán, una de las presencias ''míticas" que allí se gestaron, brillara por su ausencia. Ausencia respecto de obra que lo representara, claro está, porque su presencia física terminó por sí mismo el 8 de mayo de 1986. No hubiera sido difícil obtener obra suya en préstamo de alguna colección particular. Bastaba con haber consultado a Edgardo Ganado Kim, crítico de arte, curador y además maestro de historia del arte en esa escuela.
Tampoco está representada Victoria Compañ, que fue cercana amiga de Guzmán. Pintora y dibujante de valía, la obra de Victoria, quien vive en Tabasco, resultaba asequible por medio de sus compañeros de estudio, entre quienes están Ilse Gradwhol, Irma Palacios, Francisco Castro Leñero, etcétera. Eso indica que la investigación que redundó en la exposición tuvo sus fallas.
Gracias a la tenacidad que desplegó respecto a la elección de su propia obra, Miguel Angel Alamilla se encuentra representado con un cuadro magnífico, de factura reciente (cuando lo vi la primera vez todavía despedía olor a pintura al óleo); en cambio, Manuel Marín no corrió con igual suerte a pesar de que tenía dispuesta la pieza que ofrecería desde hace meses. De él hay un pequeño libro objeto, exhibido bajo un capelo de cristal, que casi pasa inadvertido.
Una de las torres-maquetas de Gabriel Macotela quedó museografiada al azar en esa misma sección. La pieza de Ricardo Anguía se encuentra ubicada como eje de la corriente ''neomexicanista" que tuvo su auge durante la segunda mitad de la década de los ochenta para extinguirse después. Dentro de ese contexto, su objeto-escenario resulta ser una de las más genuinas obras que produjo esa tendencia, sobre todo porque él no se adhirió a esa especie de ''moda", sino que coincidió con la misma de manera natural. Lo mismo sucede con los nopales ensangrentados de Eloy Tarcisio, que son de 1981.
De Leonel Maciel, pintor guerrerense aproximadamente de la misma generación que Luis López Loza, hay una pieza convencional (pero casi todas las suyas lo son, aunque suelen gustar en ciertos ámbitos). El árbol (1996), de Nahum B. Zenil, está entre sus mejores trabajos de la década de los noventa. La escultura de Antonio Nava, Nacimiento de una estrella, junto con la obra en madera de Jorge Dubón (1993) se cuentan entre las pocas piezas volumétricas que valen la pena.
La sección donde quedó museografiado el cuadro de Alamilla resulta ser una de las más atractivas de todo el conjunto, se le suman Gallinero, de Miguel Castro Leñero, de 1988, y una pintura de Roberto Parodi reminiscente de Los muertos, de José Clemente Orozco. Caballete de campo, de Luciano Spano (1988), redondea adecuadamente ese conjunto de los años ochenta. Si de pintura se trata, no es que en los años noventa se haya dado un cambio respecto a la década anterior, cosa que puede cotejarse observando, por ejemplo, las modalidades representadas respectivamente por el propio Alamilla (2003), Ilse Gradwhol (2002) y Alfonso Mena Pacheco (1999). Eso hace pensar en que los léxicos de la abstracción -cuando se ejercitan con conocimiento de causa- son tantos como los individuos que los practican y, por tanto, distarán de extinguirse.
Otra buena pintura abstracta que ofrece el conjunto corresponde a Fernando García Correa y es de 1998, pero no sucede lo mismo con el cuadro reciente, también abstracto, de Othón Téllez.
Entre las obras realizadas por egresados más o menos recientes destacan las ocho personificaciones de Carla Herrera Pratts. Quizá estén inspiradas en las personificaciones de Cindy Schearman, pero en este caso las fotografías abocadas a caracterizar a Rigoberta Menchú, Diana de Gales, Billie Holiday, Evita Perón, etcétera, corresponden a otros tantos modelos, todos masculinos. El travestismo quedó así bien ejemplificado mediante un discurso doble: el del disfraz y el de la imagen digital trabajada por la autora. Encapsulamiento (1997), de Emilio Said, la referencia al Guggenheim de Bilbao por Fabián Ugalde (que también alude a la tragedia de las Torres Gemelas neoyorquinas) y el collage de Gustavo Prado son obras todas salvables. No así el Interactivo urinal, de Ricardo H. Remite a Duchamp, pero sin ningún ingenio que lo subvierta. Y eso suele suceder con hartas piezas de arte conceptual en los casos en los que sus autores son ayunos de cultura visual o semántica.
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