México D.F. Domingo 8 de junio de 2003
MAR DE HISTORIAS
El desierto de Arizona
CRISTINA PACHECO
Angela atravesó el parque rumbo a la avenida. La
luz del sol le hirió los ojos. El deslumbramiento y la fatiga la
obligaron a detenerse. Puso en la banqueta su maletín lleno de muestrarios
y se enjugó la frente. Ardía, como todo su cuerpo. La conciencia
de que aún le faltaba por visitar cuatro salones de belleza le dio
fuerzas para seguir caminando.
Procuró estimularse pensando que, de encontrar
a sus clientas, en menos de tres horas estaría de vuelta en su casa.
La asaltaron las voces interiores: Niñita: ¿entiendes
lo que te digo? ¿Dónde vivían, de dónde salieron?
¿No te acuerdas? Andale, haz un esfuerzo. Angela no les prestó
atención. Las escuchaba con relativa frecuencia, sobre todo cuando
permanecía mucho tiempo bajo los rayos del sol.
Una mujer, al pasar, le preguntó la hora. Angela
miró su reloj pero no logró contestarle: la resequedad de
garganta ahogaba su voz. La desconocida se alejó acusándola
de egoísta: "¿Qué perdía con decírmela?"
En la mente de Angela esas palabras se confundieron con otras, lejanas:
¿Por qué no respondes? ¿De qué tienes miedo?
Inesperadamente, Angela tuvo ganas de llorar y se mordió los
labios. Al sentirlos ásperos pensó en el consejo de su entrenadora
en la compañía de cosméticos: "Para tener buena clientela,
preséntense arregladitas". El recuerdo le cambió el humor.
De lejos vio el restaurante El Oasis. Su toldo verde y
las palmeras artificiales junto a la puerta siempre la habían atraído.
Babe tranquila, despacito, aquí no te va a suceder nada malo.
Como si huyera de una persecución, entró en el establecimiento.
Eligió la última mesa, sin importarle los platos sucios y
los cascos.
La empleada que acudió a retirarlos le ofreció
el menú. Mira bien estas fotos y dime si reconoces a alguno de
estos señores. Con voz entrecortada Angela pidió un vaso
de agua. La muchacha, que hacía equilibrios con las botellas, preguntó
"¿Con hielo o sin hielo?" "Fría", contestó Angela,
impaciente, y apoyó la cabeza contra la pared.
Asoció su frescura al placer de un baño.
Prometió dárselo en cuanto llegara a su casa y también
se juró que, en adelante, usaría la cachucha que Anselmo
acababa de regalarle para que se protegiera del sol durante los partidos
dominicales de futbol.
Apreciaba en verdad el obsequio. Las noches en que Anselmo
doblaba turno en el camión, Angela ponía la cachucha en la
ventana: "Para que los ladrones vean que hay un hombre en la casa?" ¿De
dónde salieron ustedes? ¿Cuándo? Haz un esfuerzo.
Otra vez se sintió agobiada por el calor. Tomó el menú
y se abanicó.
"Si quiere, agarre mi periódico. Da más
aire", le dijo un hombre en el momento de abandonar la mesa contigua. Por
simple cortesía, Angela tomó el diario y lo agitó
frente a su cara; en cuanto el desconocido se alejó, ella volvió
a ponerlo en la mesa.
II
Al terminar de comer Angela sintió una irrefrenable
somnolencia. En medio de su sopor, escuchó la voz lejana: Después
de tantos días sin alimento, es natural que le haya caído
pesado. Para despabilarse ordenó un café. Mientras lo
esperaba cerró los ojos. La mesera la despertó: "Se ve que
la comida le cayó pesada. A lo mejor llevaba mucho tiempo con el
estómago vacío". Angela se sorprendió de que la empleada
dijera esa frase. ¿Dónde la había escuchado antes?
Tal vez en sueños. Los suyos eran obsesivos: un mismo lugar, un
sol ardiente, un árbol "con ramas como patas de araña", le
había explicado a Anselmo una noche en que salió, sudorosa,
de una pesadilla.
Con disimulo, Angela se persignó para agradecer
a Dios que le hubiera permitido conocer a Anselmo. ¿Qué hombre
en el mundo toleraría sus arranques de angustia? Además,
él jamás la había humillado por no tener padres: "No
eres la única y si lo fueras, tampoco me importaría. Pienso
que tanto tú como yo nacimos el mismo instante en que nos conocimos,
como dice la canción".
Cuando Angela bebió el último sorbo de café
tenía la cara húmeda y la ropa pegada al cuerpo a causa del
sudor. Un pedazo de tu vestidito, para que al menos no le piquen las
arañas mientras descansa. Pensó en disminuir la incomodidad
abanicándose y tomó el periódico. "De la tragedia
ocurrida en el desierto de Arizona sólo quedó un sobreviviente".
La frase la atrapó y siguió leyendo la noticia:
"Un trabajador de Maricopa descubrió los cuerpos
de un hombre y una mujer muertos por deshidratación. El individuo
vestía ropa sencilla y cachucha, prenda que no bastó para
protegerlo de las altas temperaturas que se registran en el desierto. Se
infiere que la mujer falleció antes que él porque su rostro
estaba cubierto con un trozo de tela.
"A muy corta distancia de los cadáveres fue localizada,
llorando bajo un huizache, una niña de edad incierta. La menor fue
conducida a un hospital del condado. Su lamentable condición le
ha impedido dar informes que permitan conocer su procedencia o la de sus
padres. En cuanto se recupere será alojada en la Casa del Migrante
Indígena.
"El caso, que ha estremecido a la comunidad mexicana de
Arizona, recuerda el de una familia que, hace veinticinco años,
padeció una tragedia semejante."
Angela sintió cómo se revolvían en
su cabeza las voces interiores. El eco le impidió comprender a la
mesera: "¿Le traigo ya su cuenta o quiere algo más?" Angela
se oprimió las sienes y repitió las palabras dictadas por
su memoria: "Hija: no te asustes. Tu mamá sólo está
dormida. A ver, acércate y deja que te arranque un pedacito de falda.
Con eso vamos a taparle la cara a Benigna para que las arañas no
la piquen. Con este sol, yo también tengo sueño. ¿Tú
no? Acuéstate mientras vienen a buscarnos, porque luego tendremos
que caminar mucho, mucho..."
La empleada interpretó esas palabras como señal
de locura y pidió auxilio. El cocinero se acercó y al ver
el lamentable estado de Angela le preguntó si deseaba que llamaran
a algún familiar para que fuera a buscarla. Angela no reaccionó.
El hombre hizo otro intento: "¿Por qué no responde? ¿De
qué tiene miedo?"
Por primera vez, después de veinticuatro años,
Angela tuvo una respuesta: "De levantar el pedazo de tela que mi padre
arrancó de mi falda y ver que mi madre no dormía: estaba
muerta. Sentada bajo un árbol con ramas como patas de araña,
vi a mi padre agotarse hasta fallecer. Entonces la muerte llenó
todo el desierto".
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