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México D.F. Sábado 24 de mayo de 2003

Ilán Semo

La política como metáfora del tiempo

Como la mayoría de los cristianos en el siglo XVI, Lutero estaba convencido que el fin del mundo era inminente. "Cuando expulsemos a los turcos -escribió- la profecía de Daniel se habrá consumado; entonces el último día estará ciertamente ante las puertas". Quienes lo conocieron cuentan que en cierto momento oró con fervor para pedir a Dios que pospusiera el Juicio Final una semana, "tan sólo una semana", y así darle tiempo de dar a conocer sus encíclicas. Los caminos de la vanidad son, por decirlo de alguna manera, misteriosos. Nadie pudo disuadir a Lutero de que el Papa no era el Anticristo, ni al Papa de que Lutero tampoco lo era. En todas las profecías canónigas el advenimiento del Anticristo marcaba el comienzo del fin. Murió Lutero y murió el Papa, y el Juicio Final cifró, en extraordinarias iconografías renacentistas, esa escritura del tiempo que rigió temores y esperanzas de la sociedad europea durante más de dos siglos. Para no volver al dispendio del Anticristo, la meteorología sagrada se volvió más humilde. A la escisión provocada por el protestantismo le siguieron interminables y fantásticas fabulaciones sobre la fecha probable de ese conmovedor evento. Nicolás de Cusa, después de extenuantes cálculos, lo fijó hacia el siglo XVIII. Melanctón fue más generoso, y lo pospuso para el año 2000. La última profecía oficial, pronunciada por el mismo Papa, tuvo lugar en 1595, y preveía el fin cuatro siglos después, en 1992.

La función de la Iglesia fue, en rigor, la de un sitio dedicado a evitar que el futuro alcanzara a los hombres, ese futuro escatológico al que debemos hechos esenciales: dos lienzos clásicos de Tiziano, los cálculos de Newton sobre la fecha de la muerte del último Papa, varias versiones occidentales del I'Ching, pero sobre todo los profetas seculares. Nostradamus y Cia. forman una auténtica legión de oráculos que disputan a la Iglesia el monopolio de la lectura del tiempo. Coincidían con ella en el fin: la hecatombe, pero no en los métodos de precisarla ni en las estaciones que nos separaban de ella. Fueron perseguidos por la Inquisición con mayor rigor que el que se ejerció contra las brujas.

La Ilustración y la Revolución Francesa trajeron consigo una cosmovisión radicalmente distinta del futuro. En un ensayo ya clásico sobre las transformaciones de la postulación del futuro que separan al antiguo régimen del mundo moderno, Reinhart Kosseleck (Futuro pasado, Paidós, 1993) cita un discurso de Robespierre, de 1793: "Ha llegado el tiempo de llamar a cada uno a su verdadero destino. El progreso de la razón humana ha preparado esta gran revolución, y es precisamente a ustedes a quienes se les impone el deber específico de activarla". Desde el siglo XVIII, los modernos erigen al futuro en un puerto de llegada, y el problema reside en cómo alcanzarlo, en cómo acelerar el acceso a sus promesas. Una visión exactamente opuesta a la del Renacimiento. La modernidad implica vivir hacia el futuro, tramar una historia de acuerdo a un "proyecto", cifrar el presente como una sucesión de pasos para llegar a un fin que está, aparentemente, a la mano. Y el oxímoron: "hacer historia" (Ƒcómo se puede hacer algo que ya sucedió?) no significa más que volverse una inscripción que será leída o datada en el futuro. O en las terribles palabras de Rimbaud: "la vida está en otra parte".

Kosseleck sugiere que los modernos cifraron dos procedimientos esenciales para postular la relación entre el pasado y el futuro: a) el afán de predecir, y b) las filosofías de la historia. El primero es obvio, y se le puede leer en cualquier página de economía, las editoriales políticas que se apilan como platos desechables del almuerzo de mediodía, o las fabulaciones de asesores, politólogos y "analistas" dedicados a "vender futuros". El futuro se ha vuelto otra simple mercancía.

El segundo procedimiento, el que vincula el pasado, el presente y el porvenir mediante una cosmovisión política, es más complejo y más profundo, y marca precisamente ese horizonte en el que la modernidad parece haber alcanzado un callejón sin salida. El liberalismo, el anarquismo, el socialismo, etcétera, es decir, los grandes relatos políticos de la modernidad, el más actual es el itinerario para consumar a una sociedad democrática, fundaron su operación en un espejismo: el sentimiento de poder dar un sentido al presente como continuación del pasado y como estación intermedia del futuro, un futuro casi siempre compartido, "nacional" se solía decir. Pero Ƒqué sucede cuando el sustento mismo del gran relato ha sucumbido? Es decir, cuando la moral de sacrificar el presente en aras de un futuro se vuelve intelegible.

En tan sólo 50 años la sociedad mexicana pasó sucesivamente por los "proyectos" de la "industrialización" en los 40, el "desarrollo" en los 60 y 70, la "modernización" en los 80, y el "crecimiento y la apertura" en los 90. (Nuestra ventaja era que cada sexenio proponía un futuro distinto.) Todos tuvieron un denominador común: sacrificar el presente (distribución de riqueza, libertades políticas, igualdad, etcétera) en aras de un "proyecto nacional", de un gran relato político.

Vivimos, afortunadamente, una era de secularización, no de la religión (eso sucedió en el siglo XIX), sino de la filosofía política, de esas narrativas épicas que sucumbieron ante la incapacidad de hacer frente al problema del "ser en su contingencia" o de la sociedad en su contingencia. Y es conmovedor escuchar a más de un sociólogo nostálgico hablar de la necesidad de restaurar el espejismo como trama del futuro.

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