México D.F. Sábado 24 de mayo de 2003
Gustavo Gordillo y Hernán Gómez
Lula y sus 100 días de mudanza
"Nuestra guerra es contra el hambre", es el eslogan publicitario
del nuevo gobierno brasileño, que llega a sus primeros 100 días.
Pocos para que los ciudadanos que votaron por una bandera de cambio perciban
que algo sustancial ha variado en sus vidas. Momento, sin embargo, fundamental
para definir el rumbo y encauzar con inteligencia los ánimos del
cambio social. Mudanza ha sido el término utilizado por Lula, que
en portugués significa cambiar, pero también transformar,
convertir, renovar.
Durante estas primeras semanas en el gobierno, Lula ha
desplegado una amplia actividad dentro y fuera de su país. En el
ámbito internacional ha acertado a poner los puntos sobre las íes
-como lo reflejan sus discursos en Davos y Porto Alegre- y ha tomado en
serio la Carta de Río Branco, que establece los principios brasileños
de una política exterior activa, como lo demuestra el inicio de
su mediación en el conflicto venezolano y, eventualmente, en el
drama colombiano.
Su claro interés por hacerse de una influencia
positiva en Sudamérica -como lo expresó el mandatario en
un reciente artículo de Foreign Affairs en español-
resulta importante en un momento en que las prioridades de la política
estadunidense se centran exclusivamente en la guerra y poco parecen importar
los conflictos políticos y sociales que padece América Latina.
Es importante atestiguar que su primera visita como presidente
electo fue a la República Argentina -abandonada a su suerte por
las naciones más poderosas del mundo-; su liderazgo en la formación
del grupo Amigos de Venezuela, que busca resolver un conflicto que desestabiliza
a la región, así como su cuidado en no calificar a las FARC
y dejar las puertas abiertas para una eventual mediación.
En el ámbito interno, Lula tampoco ha dejado pasar
oportunidades. Ha integrado un equipo de gobierno con marcada influencia
petista, aunque éste guarde los debidos equilibrios y atienda el
reparto de cuotas a sus aliados en la elección. Su grupo de ministros
más importante se percibe como uno que comparte una visión
y un conjunto de principios que dan contenido y sustancia al discurso del
cambio, aunque en muchas áreas la sensación general sea que
aún no se ha logrado pasar del discurso a los hechos.
Atendiendo a las limitaciones, Lula sabe que tiene el
gobierno, pero no todo el poder. Debe, entonces, compartirlo. No sólo
porque en el ámbito administrativo el PT no ha logrado cubrir la
totalidad de los puestos de alto nivel, sino porque en las cámaras
ninguna fuerza alcanza la mayoría parlamentaria. El Senado es presidido
por el ex presidente José Sarney -líder del PMDB, la derecha
que condujo la transición en tanto único partido tolerado
durante la dictadura- y entre los diputados reina la dispersión,
ya por la excesiva cantidad de partidos como por los conflictos en que
varios de ellos están inmersos.
A
la sesión de apertura del Congreso acudió Lula en febrero,
y a pesar de conocer bien su condición de minoría parlamentaria
supo hacerlos corresponsables del momento histórico que vive el
país con un discurso de responsabilidad legislativa, política
y ciudadana. "Tengo plena conciencia -les dijo- de que sólo cambiaremos
este país juntos haciendo convergir democráticamente la voluntad
de los poderes de la República con la participación efectiva
del conjunto de la sociedad (...) No vine a pedirles sobrevivencia o sumisión.
Vine a proponerles parcería".
Aunque Lula sabe que su fuerza no está en el Congreso,
no pretende ignorarlo. Por el contrario, ha mostrado disposición
para trabajar con él de manera institucional y responsable. Por
el Parlamento tendrán que pasar las reformas fiscal, laboral, política
y de seguridad social, compromisos de campaña que se han definido
como claves para su gobierno.
Lula sabe bien que el Legislativo es el espacio para los
acuerdos, pero actuará con inteligencia para no quemar sus cartuchos
y no se arrojará del trampolín hasta no ubicar bien la profundidad
de la piscina. Y aunque el apoyo que hasta ahora ha logrado conseguir en
las cámaras es endeble, producto en gran parte del transformismo
político, es de esperar que la capacidad negociadora que lo caracteriza
permita lograr acuerdos de futuro a cambio de algunas concesiones.
El ministro de Hacienda, Antonio Palocci -médico
de profesión, a cargo del más complicado de los pacientes-,
ha dicho que la cuestión tributaria se tratará de manera
global, mediante una propuesta de reforma fiscal integral que pueda tener
efectos positivos en la exportación y en la producción.
Para evitar que temas tan sensibles polaricen o desgasten
la discusión parlamentaria (y sin caer en la peligrosa tentación
populista de apelar directamente a los ciudadanos por fuera de los canales
institucionales), Lula ha sentado a negociar a empresarios, sindicalistas,
banqueros y representantes de organizaciones sociales en un espacio de
articulación denominado Consejo de Desarrollo Económico y
Social -inspirado en las experiencias exitosas de algunos países
europeos-, como forma de procesar la diversidad social y los intereses
económicos.
Este consejo discutirá los temas que, sin un adecuado
procesamiento social, pueden dividir a las fuerzas políticas. Escuchará
los distintos puntos de vista para reformar el sistema de seguridad social,
darle viabilidad a largo plazo y ampliar su cobertura, modernizar la legislación
laboral para atacar el problema del desempleo, recuperar el valor del salario
mínimo y transformar los sindicatos.
Al declarar instalado ese consejo, Lula se refirió
a una anécdota de su vida. En una ocasión en que plantó
en el patio de su casa un árbol de jabuticaba que tardó 15
largos años en crecer, pero nunca dio esos exquisitos frutos que
lo caracterizan. Un buen día Marisa -su mujer- sorprendió
a su esposo al presentarle uno de esos árboles que había
dado frutos. ¿Por qué a ella la naturaleza le había
dado lo que a él le había negado?, rezongó durante
todo un día. Su respuesta fue ésta: porque Marisa tuvo más
fe en que daría frutos, porque lo regó y lo cuidó.
Hoy, el árbol de jabuticaba que sembró Marisa da frutos cuatro
o cinco veces al año. "En eso se puede convertir este consejo si
se lo plantea", dijo Lula a sus 80 integrantes, al reiterar que la constancia
es más importante que la prisa.
Pero no todos los problemas de Brasil pueden alcanzar
su solución al ritmo que crece una planta. Uno de esos asuntos es
el hambre en que viven por lo menos 40 millones de brasileños. "Quem
tem fome tem pressa" (Quien tiene hambre tiene prisa), es la famosa
frase que hoy más se repite en Brasil y que Lula ha acertado a colocar
en el centro de las prioridades de su gobierno.
Decía Josué de Castro en su Geografía
del hambre, publicada hace ya 50 años, que en Brasil nadie duerme
a causa del hambre. La mitad de los brasileños, porque tiene hambre;
la otra mitad, porque tiene miedo de las personas que tienen hambre. Asumiendo
que el hambre no puede esperar, Lula ha iniciado ya un programa piloto
de lo que será Fome Zero.
Lo interesante de este programa es que vincula la producción
con el acceso a los alimentos. En las regiones más aisladas se distribuyen
50 reales mensuales (alrededor de 15 dólares) a cada familia que
percibe menos de medio salario mínimo, para ser gastados preferentemente
en la compra de alimentos provenientes de la localidad y así estimular
la producción de alimentos. Con ello el programa no se limita a
una simple ayuda, sino que busca generar capacidad de compra entre los
que nunca la han tenido y, a partir de eso, fomentar la demanda de productos
agrícolas en aquellas comunidades que siempre han vivido excluidas
de la economía de mercado.
Algunos críticos han dicho que se trata de un recurso
asistencial que no resuelve los problemas de fondo, y que lo que hay que
hacer es acabar con la pobreza estructural. No se equivocan. Pero la lucha
contra la pobreza es de largo plazo, mientras que acabar con el hambre
es una muy buena manera de dar un primer paso en esa dirección.
Ello puede hacerse con recursos que son asequibles y con una amplia participación
ciudadana. Además, el conjunto de acciones que piensa llevar a cabo
el gobierno contempla también una amplia reforma agraria, el apoyo
a la agricultura familiar, al cooperativismo, al microcrédito y
a la generación de empleos en las áreas más carentes.
Lula ha apostado buena parte de su capital político
a la guerra contra el hambre. Su forma de encauzarla ha sido inteligente,
estableciendo metas posibles de alcanzar y sustentando su cumplimiento
en la propia movilización ciudadana. La misma que ha hecho madurar
a la sociedad brasileña, la que logró una transición
democrática pacífica -sin limitarse a un acuerdo entre elites-,
la que terminó destituyendo a un presidente por corrupción
y la que recientemente invistió a un obrero metalúrgico.
Lula y su equipo, en estos 100 días, han logrado
sentar las bases para construir acuerdos en lo fundamental, para definir
los temas prioritarios y convocar a todos los sectores de la sociedad en
torno a las grandes prioridades nacionales. Ello es importante porque los
desafíos son vastos. La situación económica no es
sencilla. La guerra puede agravar la precaria situación de la economía
brasileña. Al poco tiempo de estrenado, el gobierno ya se ha visto
en la obligación de hacer su primer recorte presupuestal y la administración
tendrá que operar en la austeridad.
Durante la campaña, Lula se comprometió
a duplicar el poder adquisitivo del salario mínimo en los cuatro
años de su mandato. Dicho salario -más depreciado que el
nuestro- había sido hasta ahora de 200 reales y logró aumentarse
en el Congreso a 240, cuando muchos en el PT esperaban que alcanzara los
300 reales (100 dólares). Por si fuera poco, el gobierno también
se vio obligado -como respuesta a la situación económica
mundial- a hacer lo que en la oposición siempre criticó:
elevar las tasas de interés (ya en dos ocasiones consecutivas),
ubicándose hoy en un altísimo 26.5 por ciento.
El gobierno de Lula ha sido muy prudente en el manejo
económico. Aunque ha cuestionado los dogmas de la ortodoxia económica
y ha planteado que las metas macro deben ser un medio y no un fin en sí
mismo, ha sabido moverse con cautela. Una crisis económica sería
el peor de los escenarios para Brasil. Cardoso la avizoró. Y aunque
no tuvo la torpeza de las autoridades argentinas (que se negaron a poner
fin al régimen de convertibilidad hasta que la convertibilidad los
acabó a ellos), heredó una deuda pública que representa
hoy 56 por ciento del producto interno bruto (PIB).
Para enfrentar esta situación, el ministro Palocci
anunció otra medida amarga: la meta de un superávit fiscal
primario de más de 4 por ciento del PIB, en lugar del 3.75 por ciento
convenido inicialmente con el Fondo Monetario Internacional, lo que se
traduce en recortes y austeridad.
Los dilemas que enfrenta la economía brasileña
conducen a una paradoja: dado que la deuda pública está denominada
en reales, en un momento de crisis podría simplemente emitirse dinero.
Ello traería como consecuencia un disparo de la inflación,
que afectaría a los más pobres. Como señaló
hace poco con ironía The Economist: "¿Sería
capaz el primer presidente izquierdista en Brasil de endeudar a los pobres
para reducir la deuda que los inversionistas ricos tienen en bonos gubernamentales?"
Una grave crisis económica mundial podría
afectar la transición política en Brasil. Para los analistas
financieros o para la clase media tal vez habría una explicación
comprensible. Pero para los que pasan hambre en el nordeste o los que habitan
en las favelas de Sao Paulo, Río y otras ciudades, cuyas
expectativas en el gobierno han crecido exponencialmente, no hay explicación
fácil.
Por si fuera poco, en Brasil no ha dejado de existir un
clima social de polarización. En el campo, donde la distribución
de la tierra es injusta y desigual, el Movimiento de los Trabajadores sin
Tierra (MST) ha reiniciado ocupaciones de latifundios improductivos fuera
de los procedimientos legales y ha tomado edificios públicos
después de una tregua electoral. En respuesta, varios grupos de
propietarios han comenzado a formar sus propias milicias, con lo que la
situación puede tornarse delicada.
Las restricciones que cualquier gobierno enfrenta cuando
hay que realizar cambios profundos no parecen ser del todo claras para
algunas fuerzas sociales que podrían representar un peligro para
el éxito de esas reformas, tanto si ven en Lula una oportunidad
para acelerar los cambios más allá de lo que permiten los
tiempos y formas democráticos, como si buscan aferrarse a un status
quo injusto, como es el que priva en el campo brasileño.
Hace algunas semanas Brasil vivió una vez más
su fiesta anual de la esperanza -el carnaval-, en la que año tras
año las máscaras permiten que el cuerpo trascienda su papel
rutinario asociado al trabajo. Hubo un tiempo en que la liberación
de los vestuarios coincidió con el fin de las restricciones políticas.
El carnaval de este año expresó por primera vez cómo
la esperanza venció al miedo.
En las nuevas máscaras que se muestran en las calles
representando a Lula, éste ya no enseña los dientes ni tiene
la mirada crispada. Las nuevas son distintas. Lula aparece contento, como
las 15 mil personas que se pusieron su careta. Su rostro todavía
no presenta los estragos de la gobernabilidad. Lo notable es que el enorme
Lula de cartón que se pasea por las calles de Río fue cuidadosamente
reproducido con un dedo de menos en la mano derecha. El que perdió
en un accidente de trabajo. El que le recordará siempre su propio
sufrimiento. El que tal vez siempre tenga algún significado.
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