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México D.F. Martes 20 de mayo de 2003

Leonardo García Tsao enviado

El teatro es una cárcel y viceversa

Cannes, 19 de mayo. Hoy ha vuelto la simetría entre las dos películas en competencia. Ambas son corales, de larga duración y culminan con una masacre. Pero en tema y estilo no podrían ser más diferentes. La primera es Dogville, nueva realización del danés Lars Von Trier, cineasta con tantos seguidores en Cannes -aquí ganó la Palma de Oro hace dos años por Dancing in the dark-, que ha sido la primera en registrar una especie de frenesí anticipatorio de su función para la prensa. Además, como su actriz Nicole Kidman es la última gran estrella hollywoodense que se espera en este festival, había casi bofetadas para ingresar después a la conferencia de prensa.

No es para tanto, desde luego. La película está filmada sobre un escenario teatral con escasos elementos de decorado. De hecho es un croquis del pueblo titular, adonde llega el personaje de Grace (Kidman), una fugitiva buscada por la ley y unos gánsteres. A instancias de Tom Edison (Paul Bettany), el tristón intelectual del lugar, a la mujer se le pone a prueba para que los escasos habitantes decidan si puede quedarse. Como Grace desempeña diversas labores en sus casas, el voto es afirmativo. Con el tiempo la gente se vuelve abusiva con la extraña y hacia el final se convierte en una virtual prisionera, sometida a todo tipo de ultrajes.

Como en Breaking the waves y Dancing in the dark, Von Trier plantea la victimización de la mujer para expresar su misantropía. Grace se vuelve otra santa seglar que asume estoicamente el papel de mártir. Sin embargo, el cineasta se guarda un inesperado giro para el noveno y último de los capítulos, para dar rienda suelta a un antiyanquismo muy en boga por estas latitudes.

En cuanto a estilo, Von Trier propone lo opuesto al Dogma 95 y apuesta al artificio teatral, pero filmado con una nerviosa puesta en cámara -en impecable video digital- que ciertamente le otorga una cualidad visual diferente. Puntuada por una narración sarcástica, la película acaba siendo otro minucioso ejercicio en cinismo de un cineasta que pretende pasarse de listo. Igual podría durar mucho menos de sus tres horas. (La versión pensada para estrenarse comercialmente tendrá 45 minutos menos, lo cual será una gran ventaja.)

La otra película en concurso es la brasileña Carandiru, de Héctor Babenco. Basada en hechos reales, se trata de un melodrama carcelario contado con estilo televisivo, cuya duración de dos horas y media es excesiva para un relato tan plagado de lugares comunes. Ante la destreza formal de directores más jóvenes como Walter Salles y Fernando Meirelles, el trabajo de Babenco se aprecia torpe y anticuado. A pesar de su enfoque realista, la cárcel epónima se siente acartonada y los personajes que la habitan parecen tránsfugas de alguna telenovela sobre la difícil vida tras las rejas.

Es muy pobre representación oficial para el cine latinoamericano. Y nuevamente comprobamos que la mirada europea suele buscar esos retratos de miseria para confirmar sus prejuicios. Latinoamérica sin mugre, pobreza pintoresca o tremendismo violento no guarda interés para ellos.

Hasta ahora tampoco han convencido las ofertas de Argentina (La cruz del sur, de Pablo Reyero) y Cuba (Entre ciclones, de Enrique Colina), exhibidas en otras secciones. La inclusión del primer largometraje hondureño en la Quincena de los Realizadores hasta parece broma. No hay tierra sin dueño es un maniqueo drama feudal iniciado por su director Sami Kafati en 1984 y terminado de editar en 1996, poco antes de su muerte. Luego su hijo se encargó de un montaje definitivo en 2001. ¿Por qué estrenarlo aquí dos años después? ¿Hasta ahora encontraron la copia?

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