Enedino, soldador de varilla en el distribuidor
vial San Antonio
"Fierrero" en primavera, labriego en otoño
Parecen cañas de azúcar en buena temporada
por su grosor. Entramadas como hilos en cemento resistirán cientos
de toneladas en estructuras de concreto y el paso de miles de vehículos
por minuto. Pero hoy, las varillas aún se asoman para ser entretejidas
por un hombre que también está hecho de acero.
Enedino
es "el fierrero" que corta, dobla, suelda e incrusta varillas de acero
con la guía de sus pequeñas y curtidas manos. Esas mismas
que olvidan el concreto cuando recogen el maíz y la papa de su tierra
en San Martín Rancho Nuevo, Puebla. Pero la cosecha llegará
en octubre, cuando el distribuidor vial San Antonio ya tenga cuatro meses
de concluido. Entonces él no estará aquí para ver
el resultado final de este trabajo.
Como su propio administrador, sólo le resta partir
su vida en dos: "tener dinero para comprarme jabón y darme un buen
baño" y aportar a su herencia familiar, un terreno de poco más
de 2 hectáreas que es suyo por tradición.
Allá tiene una esposa y tres hijas, la mayor apenas
de seis años. Aquí, más de 10 horas de jornada, un
sueldo de 900 pesos a la semana y un pequeño trecho para dormir
en un departamento donde, como sardinas en lata, se apilan más de
20 trabajadores en hilera para dormir. "Eso cuando alcanza uno espacio,
lo que es mejor que quedarse a dormir bajo uno de los puentes."
El departamento fue rentado por la empresa constructora
para medio centenar de poblanos que llegaron hace tres meses. "Muchos se
han ido, porque a veces sale mejor trabajar por cuenta propia, pero ¿cómo
lograr chambitas particulares, si aquí en la ciudad ni lo conocen
a uno?"
El fierrero contesta: "¿Cobijas? No. Guardo El
Gráfico, que sólo me cuesta cuatro pesos, y ya en bola
ni frío da. Hay otros diarios que me gustan más (y los enumera),
pero éste cuesta la mitad ". Sin duda es un lector de periódicos,
aunque sólo terminó la educación primaria.
De pocas palabras, pero de ánimo bravío,
se dice fuerte, muy fuerte. "Si me hubieran pedido ir a la guerra, sí
me iba a chingar a dos que tres gringos. Yo sí", y por primera vez
levanta la mirada que, desde la interrupción de la que fue objeto
en la hora de su comida, sólo tenía fija en las varillas.
Enedino ha trabajado tanto en obras foráneas como
en la capital. Inició a los 17 años, cinco después
de haberse hecho al campo. En su actitud hay más resignación
que gozo. "Gano igual de poco aquí que trabajando la tierra." Las
cosas son caras. Admite que es ahora cuando debe trabajar más, pues
"la fuerza no me va a durar para siempre. Hay que ahorrar", dice el hombre
cuyos 39 años le empiezan a calar.
"Aquí no hay nada, ni seguro social. Es un chantaje
y el tonto que se deja... Uno ni pide nada, porque trabajo hay muy poco
y si llega a haber, sale mucha gente que lo quiere."
Enedino se levanta en señal de partida. No aguanta.
Mira hacia arriba. "Ojalá una de mis hijas aunque sea llegue a enfermera
y un día pase por aquí."