Marcos Roitman Rosenmann
A propósito de Cuba
La mente en blanco. Todo cuanto se puede argumentar acerca de la realidad política cubana se encuentra sometido a una valoración ideológica cuyo efecto más inmediato es cerrar posiciones: todo o nada. Así, resulta casi imposible realizar un ejercicio teórico de comprensión sin caer en la trampa maniquea de conmigo o contra mí. De esta manera la práctica del juicio crítico se ve eclipsada ante la necesidad por un lado de justificar lo injustificable y por otro de rechazar cualquier logro de la sociedad cubana. Tirar el agua sucia con el niño dentro no es buena solución. Tal vez sea necesario explicar problemas y separarlos en causas y efectos. No se trata de rasgar vestiduras. Tampoco creo que la solución consista en adjetivar comportamientos políticos. Llamar asesinos a unos y fascistas a otros no ayuda ni proporciona herramientas para el análisis de la realidad del país. Es conveniente, repito, separar y no mezclar problemas.
Discutir sobre la pena de muerte, su implantación y posterior rechazo en las sociedad occidentales, de las cuales Cuba forma parte, nos pone en un debate ético acerca de los límites del poder para ejercer la coacción. La gran cuestionada en este caso es la condición humana. El problema es de hondo calado, sabiendo que afecta lo más profundo del ser social. No es de extrañar que la mayoría de la opinión pública considera necesario abolir la pena capital. Se trata de desterrar la práctica de los códigos penales. Casi todos, por principio, somos contrarios a la aplicación de esa condena como recurso jurídico para redimir delitos, por abyectos que sean. La idea de una justicia distributiva y compensatoria no pasa por reivindicar el asesinato legal. Llamamos salvajes y primarios a los países que la practican. Nos produce repulsa al tiempo que condenamos abiertamente y por principio ético su ejercicio. Aquí no hacemos distinciones, todos consideramos desmedida e injustificada la privación de la vida como castigo.
Mas allá de los motivos que puedan asistir a un juez para decretar esa pena, lo que se cuestiona es su existencia, en tanto conlleva aniquilar la vida. Puestos en esta dimensión, el problema no puede ser trasladado mecánicamente a la crítica del régimen político. El debate sobre la pena de muerte está circunscrito a una consideración ético-moral acerca de la existencia humana. Nadie puede privar a otro de la vida. Sin embargo, es aceptable aplicar penas que supongan una vida degradante hasta provocar el suicidio, la locura o el autismo social en los inculpados. Ninguna de estas consideraciones es evaluada cuando hablamos de la pena de muerte. Morir en vida no es tan malo. La cadena perpetua nos parece benévola. Si se aplican condenas de 30 o 40 años pocos mostrarían su descontento. La mayoría de países de nuestro entorno cultural, por ceñirme a los marcos referenciales comunes, no se inmutan ante penas de privación de libertad de por vida. Cadenas perpetuas y penas acumuladas superiores a un siglo condenan a vivir entre rejas a personas cuya dignidad se pierde totalmente. El resultado es una vida infrahumana en prisiones donde no hay condiciones reales para que el reo pueda cumplir sin peligro de muerte su condena. Es curioso que incluso el Tratado Internacional contra la Tortura, tan útil para juzgar a tiranos, firmado por numerosos países, excluya de considerar tortura el deterioro síquico y físico derivado del cumplimiento de penas acordes con sentencias judiciales legales. En otras palabras, las situaciones degradantes que supone cumplir cadenas en cárceles que carecen de infraestructuras mínimas, con hacinamiento de reos y escasa salubridad, no son consideradas causa de torturas. Piojos, cucarachas, ladillas, enfermedades venéreas y escasa atención médica son algunas características de las cárceles del mundo que nos rodea. Motines, asesinatos, violaciones o muertes en los presidios se suceden todos los días en países como España, Estados Unidos, Gran Bretaña, Costa Rica, Chile, Perú, Uruguay, Nicaragua o Honduras. Quienes han delinquido y se ven obligados por el sistema judicial a cumplir condenas en cárceles atestadas ven morir su alma y su cuerpo día a día sin estar condenados a muerte. Soportar vivir en espacios reducidos durante años no menoscaba la condición humana. Si esto no es una muerte lenta, al menos debería hacernos pensar. Pedir la eliminación de la pena de muerte comienza también por pedir una reforma del sistema penal en nuestros países, y ello ya no tiene tanta urgencia.
La crítica se transforma en el caso de Cuba en un acto ideológico. Criticar la pena de muerte supone mucho más que impedir ejecuciones. Este es el problema. No se trata, por tanto, de enjuiciar al régimen político en Cuba, sino de preguntarse hasta qué punto en las cárceles del mundo se aplican diariamente penas de muerte silenciosas que pasan desapercibidas a los ojos del observador. Sólo que las mediaciones impiden ver su existencia. En ningún caso ello justifica la pena de muerte; pero la vincula a su origen: la dignidad en la forma de vida de quienes están cumpliendo condenas de privación de libertad. ƑQuiénes quisieran vivir 30 o 40 años en prisión sin las mínimas condiciones para garantizar una vida digna? Estar preso no supone perder la dignidad. Lamentablemente esa es la situación por la que pasan los presos en nuestras prisiones. ƑQué tal la situación de los presos en las cárceles de Cuba? Esa pregunta debe realizarse. Debatir sobre la pena de muerte supone incorporar estos elementos y no la crítica al régimen político en cuestión.
Separado el debate sobre la pena de muerte de la crítica global al orden político en Cuba, el problema planteado tras las ejecuciones se ubica en coordenadas cuya lógica está inmersa en las políticas de aislamiento que sobre Cuba vienen produciéndose desde los años 60 del siglo XX. Guerra fría o guerra preventiva, da igual, Cuba no puede existir como Estado soberano. La pena de muerte contra su proyecto ha sido decretada y debe ejecutarse como sea. ƑCuál es el motivo? Sin duda, Cuba representa, lo queramos o no, en el contexto latinoamericano, un proceso que en su lucha por su independencia y orden social y económico es el único que ha sido capaz de dar solución a los problemas básicos de una ciudadanía plena. Trabajo, salud, educación, vivienda, cultura y por ende dignidad. Es verdad que lo ha hecho a costa de restringir las libertades individuales tal como las conocemos en nuestras sociedades de consumo. Se trata de una elección, cuya decisión está en función de donde nos situamos. Luchar por la libertad de expresión en sociedades con 60 por ciento de analfabetismo o mortalidad infantil de 30 por ciento o más me parece por lo menos cinismo propio de quienes nunca han sufrido privaciones. Pero esto nos lleva a otro problema. Cuba ha sido más o menos democrática, más o menos dictadura, más o menos socialista, más o menos tiranía, según fuera el debate ideológico político en Occidente. Son nuestras propias pequeñeces, nuestras dudas y nuestros fantasmas los que determinan nuestra opinión coyuntural. Detractores y acólitos los hay. Pero debe ser el pueblo cubano el que decida, no un bloqueo a todas luces injustificado. Preguntas como: después de Fidel, Ƒqué? o Ƒhacia dónde Cuba?, son pertinentes. Abren el debate sobre la profundidad y el alcance de los cambios sociales que han remodelado el ser y la conciencia del pueblo cubano. No podemos olvidar que la revolución cubana es más que un conjunto de héroes, mártires o líderes: es una opción de vida, que estoy seguro no está en manos de Estados Unidos ni de sus aliados cipayos. Sin embargo, concluyo como el editorial de La Jornada: šAsí no!