TOROS
En la Ranchero Aguilar echó por tierra
la oscura leyenda inventada por comodinos
Reivindica el hierro de Piedras Negras la vigencia
del toro bravo con trapío
LEONARDO PAEZ
En México, a diferencia de España, los toros
con tauridad y los toreros con personalidad son relegados. Como si bestias
y hombres, por el hecho privilegiado de poder dar un espectáculo
emocionante, no divertido, se convirtieran en amenazas a la mediocridad
imperante y a las apoteosis de cartón.
En la interesante corrida celebrada el viernes en la plaza
de toros más bella del continente americano, la Jorge El Ranchero
Aguilar, de la limpia ciudad de Tlaxcala, el entusiasta empresario
José Angel López Lima se atrevió a romper con la costumbre
de respetar el Viernes Santo y decidió ofrecer un cartel con una
auténtica corrida de toros.
Y el milagro ocurrió por partida doble: el público
casi llenó el singular escenario, presidido por la esbelta torre
del ex convento de San Francisco, más centenares de gorrones en
el barandal superior del mismo, y la prestigiada ganadería de Piedras
Negras -129 años de venerar la deidad táurica- volvió
a desmentir a los pusilánimes que la rehúyen, invocando Cobijeros
y Timbaleros ocasionales como precavida excusa a su falta de
torería.
Una ganadería más afinada
El
encierro de la legendaria divisa rojinegra, por las incontables tardes
de gloria que con sus reses han escrito toreros auténticos, evidenció
una vez más el inteligente proceso de afinamiento que su ganadero
Marco Antonio González ha sabido imprimir en los empadres, hasta
desembocar en altos niveles de toreabilidad, sin menoscabo de la bravura
que la hizo famosa.
Toros ejemplarmente presentados -el trapío real
lo da la edad real-, prevaleciendo los cárdenos claros, algunos
negros y hasta un castaño, el mejor del encierro y corrido en cuarto
lugar, todos con la emblemática badana colgando, que embistieron
de largo al caballo y recibieron en general más castigo del que
el buen criterio torero recomendaba.
Pero aunado a las cualidades anteriores, los seis piedrenegrinos,
unos más otros menos, acusaron un claro estilo, una fijeza y una
repetitividad que abren un esperanzador porvenir ante el descastamiento
que prevalece en los ruedos de México.
Porque hay que repetirlo siempre: el principal responsable
de dar espectáculo en una corrida no es el torero o el empresario,
sino el ganadero que, con un respeto indeclinable por la bravura, ha de
enviar a las plazas toros con tauridad, para el lucimiento del torero,
sí, pero nunca a costa de la casta ni en detrimento de la emoción,
como se ha vuelto deplorable costumbre.
En ese sentido, Marco Antonio González volvió
a cumplir con creces la centenaria responsabilidad de Piedras Negras y
a mantener en alto el prestigio de tan digna casa ganadera.
Los toreros
Hicieron el paseíllo Uriel Moreno El Zapata,
Jerónimo y Fermín Spínola, y no obstante las características
del ganado señaladas, sólo el primero logró tocar
pelo, cortando sendas orejas de su lote, sin duda el de más calidad.
Con el que abrió plaza, El Zapata, acusó
oficio y campo, lo llevó al caballo con mucha torería, cubrió
con solvencia el segundo tercio y realizó un trasteo empeñoso
que no logró remontar la sosería del astado. Lo grande fue
la soberbia estocada que cobró, por lo que el público demandó
la oreja.
Con su segundo, Roncito, de 550 kilos, un arrogante
castaño que hizo salida de bravo, recargó en dos varas y
llegó claro y emotivo a la muleta, El Zapata quitó
por gaoneras, banderilleó en todos los terrenos y realizó
una faena derechista, muy bien rematadas las tandas. Tras un pinchazo dejó
una entera desprendida que le valió la segunda oreja. Arrastre lento
ordenó el juez a los restos del bello, bravo y noble Roncito.
Jerónimo mostró los efectos de torear poco
y, sobre todo, de empezar a ser relegado. Lo mejor de su actuación
fueron las preciosas verónicas y el quite por navarras a su primero;
lo peor, que parece flaquear ante las descompuestas embestidas de las bestias
de dos patas. Y Fermín Spínola, apenas recuperado de una
cornada, pechó con el lote menos propicio, si bien salió
al tercio en su primero por certero volapié y reiteró la
solidez de su tauromaquia con el que cerró plaza.
Pero arrebatarse, lo que se dice arrebatarse, ninguno
de los alternantes.