James Petras*
El genio malvado del imperio: ¿podrá Irak
renacer?
Millones de ciudadanos estadunidenses protestaron antes
de la guerra, pero tan pronto la maquinaria bélica de su país
lanzó la agresión para conquistar Irak el movimiento decayó,
el número de participantes en las manifestaciones disminuyó
en miles y quedó integrado sólo por activistas muy comprometidos.
En cambio, cientos de miles de banderas estadunidenses empezaron a verse
en antenas de autos y en fachadas. Las encuestas indicaron que casi tres
cuartas partes de la población aprobaron la forma en que George
W. Bush manejó la guerra.
Está claro que la rápida conquista militar
y la destrucción en Irak produjeron una patriotera e irracional
ola de apoyo a Bush y la guerra. Una multitud de estadunidenses está
rindiendo culto a la diosa arpía del triunfo e incluso al genocidio
"triunfal". Esta situación trae consigo muchas preguntas dolorosas
y difíciles sobre la naturaleza del movimiento antibélico
estadunidense y los sentimientos populares.
Está claro que se equivocaron los intelectuales
que elogiaron a los opositores a la guerra y afirmaron que éstos
constituían una "nueva fuerza moral" en ascenso. Muchos disidentes
que rechazaban la guerra cambiaron de postura y la apoyaron una vez que
comenzó. Una multitud todavía mayor salió a ondear
banderas después de que Irak fue derrotado, su sociedad destruida
y su población humillada.
La guerra no dio mayor impulso a la oposición,
como esperaban muchos intelectuales progresistas; los éxitos militares
disminuyeron las protestas y estimularon los sentimientos chovinistas.
Más aún, Bush, Rumsfeld, Wolfowitz y demás permitieron
que saqueadores y pandillas organizadas perpetraran pillaje contra toda
una sociedad, acción que no recibió prácticamente
la menor condena popular. Sólo algunos arqueólogos y curadores
se quejaron por la pérdida que sufrió la humanidad.
¿De qué nos habla la renuncia del movimiento
pacifista estadunidense, e incluso la aceptación entusiasta a la
guerra en algunos sectores de oposición, particularmente en momentos
en que Bagdad era pulverizada y conquistada?
El factor individual más importante fue la transformación
de los mensajes oficiales, que dejaron de hablar de un "ataque letal" iraquí
y comenzaron a mencionar la "garantizada" conquista estadunidense, que
se hizo tangible con la invasión de Bagdad. En otras palabras, muchos
opositores a la guerra no estaban motivados por principios morales o por
la solidaridad, sino porque temían que su sociedad y las tropas
de su país sufrieran efectos negativos.
Una
vez que quedó claro que no había posibilidad alguna de que
Irak respondiera los ataques (Bush supo mucho antes de iniciar la invasión
que el país árabe, en efecto, estaba desarmado) y que el
ejército estadunidense tenía todo bajo control, cambiaron
sus lealtades y decidieron cerrar filas en torno de los caudillos.
Los medios de comunicación presentaron los éxitos
militares y la conquista de Bagdad como resultado de la genialidad estratégica
de los líderes militares y civiles de Estados Unidos. Dijeron que
cada rendición y cada humillación sufrida por los iraquíes
era un elemento más que reducía "la amenaza" sobre soldados
y civiles estadunidenses. Que no hubiera un solo ataque iraquí con
armas de destrucción masiva, así como las imágenes
de los estadunidenses que tomaron los principales pozos petroleros y palacios
del régimen, fueron notas que se presentaron de manera reiterada.
Los reportes fueron muy bien recibidos, para vergüenza de la mayoría
de ciudadanos estadunidenses. En la sique de muchos de ellos la ausencia
de peligro desató una orgía de patrioterismo y admiración
por los genios del mal.
Los ideólogos de la guerra y sus admiradores promovieron
nuevos conflictos bélicos de forma más agresiva. Quienes
dudaban, al igual que los ciudadanos más críticos, se pusieron
a la defensiva. Algunos incluso se sintieron desmoralizados ante el pillaje
masivo y la muerte de iraquíes. Protestaron contra la ocupación
y se alarmaron por la conducta extrema y egoísta de sus vecinos
y compañeros de trabajo, que no manifestaban la más mínima
preocupación porque Irak se convirtiera en un despoblado en llamas.
De la misma forma, a nadie preocupó que las imágenes
de "masas" iraquíes que supuestamente daban "la bienvenida" a los
"libertadores" estadunidenses en realidad mostraban a unos cuantos cientos
en una ciudad de 5 millones de habitantes. Tampoco causó alarma
que el derribo de una estatua de Saddam fuera precedido por el izamiento
de una bandera estadunidense, ni que los soldados que destruyeron el monumento
estuvieran acompañados por sólo un puñado de iraquíes.
En Mosul, Bagdad, Najaf, Nasiriya y otras ciudades miles
de iraquíes valientes desafiaron a la artillería, los tanques
y los helicópteros estadunidenses para exigir ser liberados tanto
de Estados Unidos y sus cómplices de la oposición iraquí
en el exilio como de Saddam Hussein. Pero la ciudadanía estadunidense
siguió exaltando con orgullo a sus "héroes conquistadores",
a "nuestros valientes soldados", quienes asesinaron a manifestantes pacíficos
que impugnaban a sus tiranos pasados y a sus amos militares actuales.
Al grueso de la población estadunidense no le perturba
que un general de su país gobierne a más de 23 millones de
iraquíes. Los periódicos parecen absolutamente fascinados
de ver al general Franks celebrando la ocupación desde su nuevo
puesto de gobernante militar. Casi 80 por ciento de los estadunidenses
creen que la guerra valió la pena, pese a la conquista, la destrucción
y el ultraje cultural de Irak. Los ciudadanos veneran a los generales y
a la administración que llevaron a cabo esta guerra "honorable",
pese a que se ha demostrado que todas las justificaciones oficiales son
mentiras. No se encontraron armas de destrucción masiva ni vínculos
del régimen iraquí con Al Qaeda; tampoco se capturó
a Hussein ni se protegió a la población civil y los hospitales.
Muy por el contrario, las fuerzas de ocupación
estadunidenses permitieron que los hospitales fueran atacados y los medicamentos
y equipos robados, mientras miles de niños, mujeres, ancianos y
soldados, heridos y mutilados, aullaban de dolor. Los más afortunados
perecieron en los pisos de los hospitales, en charcos de sangre, a causa
de heridas tratables.
Contra lo que piensan los progresistas más optimistas,
la gran mayoría de los estadunidenses no tiene interés alguno
en el sufrimiento que provoca a los iraquíes el saqueo perpetrado
por vándalos y ladrones apoyados por Estados Unidos. Algunos curadores
indignados protestaron, pero en la mayor parte de ciudades y poblados los
ciudadanos preparan celebraciones de "bienvenida a nuestros valientes hombres
y mujeres de armas". Puedo escuchar esa recepción en todos los salones
de fiestas de la Legión Americana y de los veteranos de guerras
extranjeras. También escucho las voces bien moduladas y amenazadoras
de los líderes de las principales organizaciones judías,
haciendo eco a su verdadero presidente, Ariel Sharon.
Esta no fue una "guerra" contra un dictador, ni siquiera
una simple y horrible masacre de un pueblo: es la destrucción deliberada
de una civilización, perpetrada por bárbaros modernos, quienes
combinan armas de destrucción masiva de alta tecnología que
pueden dirigirse contra hogares, fábricas, oficinas, plantas de
tratamiento de agua e instalaciones públicas. Bárbaros que
cuentan con vándalos y fuerzas paramilitares que destruyen el legado
de 5 mil años de civilización y tres décadas de la
historia moderna de un Estado árabe laico.
Los vándalos fueron dejados en libertad de incinerar
los archivos de la nación, sus bibliotecas, sus institutos de investigación,
para robarse de su más famoso museo arqueológico antigüedades
invaluables y joyas del arte islámico. Destruyeron universidades,
archivos de escuelas, hospitales y documentos que detallaban los más
importantes aspectos tanto de la vida iraquí moderna como de su
historia. Se trata de la destrucción sistemática de todo
aquello que permite que un pueblo exista dentro de una nación reconocida.
No cabe duda de que el pillaje a cargo de vándalos
fue una política estadunidense deliberada. El Pentágono fue
informado con anticipación del peligro que corrían los preciados
archivos históricos iraquíes. Pese a ello, Washington decidió
reunirse en enero con corredores de antigüedades con el fin de "liberar"
las normas de venta para explotar el arte robado. Perlstein y otros representantes
de los corredores estadunidenses de arte exigieron a su país abolir
la política "retencionista" en cuanto a la conservación de
antigüedades.
Durante la ocupación, los militares estadunidenses
obligaban a marcharse de los sitios saqueados a los ciudadanos iraquíes
que les suplicaban proteger museos, oficinas, archivos y hospitales. Cuando
dichos ciudadanos defendían sus hogares y negocios de los vándalos,
eran acusados por los marines de ser simpatizantes de Hussein y
se les disparaba.
El mayor criminal de guerra, Rumsfeld, empleó su
habitual tono, a la vez cínico y ridículo, para absolver
a los vándalos: "Siempre hay pillaje después de la guerra".
Agregó: "No había nada que pudiéramos hacer (...)
la libertad significa ser libre de hacer cosas malas".
Las fuerzas armadas estadunidenses -con 200 mil efectivos-
ocuparon las principales ciudades, protegieron los pozos petroleros, tomaron
los palacios presidenciales, patrullaron las principales calles en centros
urbanos; tenían helicópteros, ametralladoras y tanques por
doquier. ¿Y así el ejército más poderoso del
mundo no pudo detener a cientos de criminales e incendiarios muy mal armados
que se paseaban delante de sus narices?
Uno tendría que ser estúpido sin remedio
para atribuir esto a la simple torpeza. Cuando hay desmanes y saqueos en
los supermercados de Estados Unidos, a los reservistas se les ordena "tirar
a matar" y obedecen, disparando principalmente contra negros y latinos,
pero no sobre vándalos que se roban el patrimonio de la humanidad.
El pillaje es fiel a la lógica imperialista de
Estados Unidos. Primero se imponen sanciones para empobrecer al país
y atacar así la salud de las nuevas generaciones; luego se lanza
una guerra que destruye el fundamento de la economía y la infraestructura.
A esto sigue el pillaje a cargo de grupos paramilitares para borrar la
memoria histórica, los símbolos y las huellas de una civilización.
Finalmente se procederá a repartir el país entre una colección
de jeques, mullahs, lacayos desprestigiados y exiliados, tiranos tribales
y gánsters locales, que estarán todos bajo la dirección
de un generalísimo** estadunidense y de los marines,
así como bajo la protección de una policía y funcionarios
locales sumisos que sólo servirán al regente extranjero.
El uso que Estados Unidos hizo de vándalos y golpeadores
sigue el ejemplo sentado por la invasión israelí a Líbano
y el uso de milicias maronitas para robar y asesinar a los refugiados palestinos
en Sabra y Chatila. La destrucción de hospitales, escuelas, centros
de salud y educación, así como de archivos sobre la propiedad
de la tierra y sedes culturales, es similar a lo que se ha hecho en Jenin,
Ramallah y Nablus, pero a escala nacional. Los bárbaros imperialistas
emplean vándalos locales para completar su "solución final":
convertir a una nación con un orgulloso pasado histórico
en una serie de feudos fragmentados y primitivos, gobernados por vasallos
serviles y tiránicos.
Los bárbaros imperialistas, ebrios de poder, eufóricos
por el apoyo popular y azuzados por Ariel Sharon y los miembros pro israelíes
de la administración Bush, se preparan ya para nuevas conquistas
en Siria e Irán, que emprenderán de inmediato, reciclando
el método que usaron para invadir y destruir Irak.
Un ex analista de alto nivel de la CIA ya lo dijo muy
claramente en la radio pública nacional: "Después de Irak,
los políticos estadunidenses tiene cifradas sus esperanzas en que
cambien los regímenes de Siria e Irán y que ello garantice
que Israel será la superpotencia incuestionada de la región".
El "genio malvado" del imperio estadunidense ha infectado
al país; un rasguño se convirtió en gangrena. La convicción
de que Estados Unidos puede lanzar guerras de conquista, con éxito
y sin perder soldados, ya se ha extendido entre las masas de este país.
Los bárbaros de alta tecnología del imperio están
sueltos.
A los consternados críticos que preguntan: "¿Por
qué la destrucción y el pillaje?", Rumsfeld responde: "¿Por
qué no? Nosotros ganamos y ellos perdieron".
Rumsfeld, Sharon, los generales y los emisarios de Israel
en Washington no han derrotado de manera definitiva al pueblo iraquí.
Los vasallos, los falsos "primeros ministros", los administradores designados
por el imperio ya son vistos con recelo o son abiertamente rechazados.
Las fuerzas estadunidenses de ocupación se asustan de cualquier
"extraño" que ven en las calles, puesto que son el primer ejército
de conquista que jamás luchó (las bombas lo hicieron todo).
Al encarar a decenas de miles de iraquíes que los
rechazan, sienten pánico y disparan a matar, pero la presión
de los civiles aumenta. Su consigna "Ni Saddam ni Estados Unidos" puede
no ser un programa completo para la democracia y el desarrollo... pero
es un principio. El pueblo iraquí está resurgiendo de las
cenizas una vez más, y continúa así su historia de
5 mil años de civilización, conquista y liberación
nacional.
* Profesor de la Universidad Estatal de Nueva York
** En español en el original
Traducción: Gabriela Fonseca