Pedro Miguel
Por la vida
Y emprendimos la peregrinación al Zócalo. Las llevábamos, niñas, en brazos, y nos aventuramos por el intenso tránsito sabatino y por las calles abiertas en canal. Queríamos ir hasta allá para decir que estamos del lado de la vida y para inculcarles desde pequeñas a Clara y a Sofía, a Mariana, a Alejandra y Adriana, entre muchísimas otras, que el asesinato es una acción repudiable.
Los organismos humanos, niñas, son sistemas complejos y precarios en transformación permanente, en ebullición constante de sentimientos, emociones y pulsiones, en procesos que pueden llevarlos a grados asombrosos de equilibrio y belleza o a degradaciones lamentables. Los organismos humanos son asiento de personalidades distintas e infinitas en variedad: las hay tímidas y exhibicionistas, las hay piadosas e inmisericordes, las hay honestas y corruptas, las hay sutiles y las hay brutales, y existen complicadas combinaciones de todos esos atributos y defectos, y algunos más. Cada uno de los 5 mil y pico de millones de individuos de la especie, en cada momento de su vida, es un milagro irrepetible y único, independientemente de que sea vegetariano o carnívoro, religioso o ateo, comerciante callejero o estadista, infante, adulto o viejo, americano, africano o europeo, gay o buga o bi, monárquico o republicano, neoliberal o globalifóbico, idealista o pragmático, samaritano o criminal de guerra, egoísta o generoso, gentil o judío, blanco, negro, amarillo o criatura mulata de ojos verdes y pelo de resortes.
En cualquier circunstancia, la destrucción consciente y voluntaria de una persona por el procedimiento que sea -quijada de burro, espada, flecha, bala, misil inteligente, hambre, inyección letal, guillotina, silla eléctrica, hoguera, gas mostaza, lapidación, garrote vil, ahogamiento- es una estupidez inconmensurable, un atentado contra la propia especie, una negación de sus logros y una patada a su futuro. Esta certeza es más simple, esencial y trascendente que un mandamiento cristiano, que una actitud "políticamente correcta", que una ideología humanista y que los formalismos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Es que si preservamos una vida, niñas, así sea la del peor criminal del mundo, caminamos hacia la civilización, mientras que cada vez que se mata a alguien, así sea el peor criminal del mundo, nos deslizamos a la barbarie, por más que un demagogo cualquiera -hablo, sí, de Bush, de Blair, de Castro, de Saddam, de Sharon, de los neomandarines chinos, de todos esos que por interés o por delirio se hacen viejos ordenando, proponiendo y administrando muertes ajenas- nos jure que el camino de las bajas colaterales, los martirologios y las ejecuciones desemboca en la democracia, la libertad, el socialismo, la seguridad pública o nacional, la soberanía, el paraíso, el orden, la prosperidad o el reino de Dios. Embustes: si seguimos convirtiendo humanos vivos en cadáveres humanos, desembocaremos en una manada de micos aullantes, armados de garrotes que se exterminan unos a otros mientras los loros -únicos herederos de lo que quede del lenguaje hablado- repiten palabras como "patria", "legítima defensa", "heroísmo", "dignidad", "justicia", "historia" y otros términos que, pronunciados ante el cadáver de una baja colateral, de un muerto en combate o de un ajusticiado, constituyen una obscenidad, una falta de respeto y un insulto a la inteligencia, al sentido común y a la ética.
Con todos los asesinatos de Estado cometidos por George W. Bush en las cárceles de Texas cuando gobernó ese estado, debimos imaginarnos de lo que sería capaz una vez que alcanzara la presidencia de Estados Unidos. Debimos llenar el Zócalo y todas las plazas del mundo muchos años antes, cada vez que el gobernador daba su visto bueno a una ejecución en Huntsville, cada ocasión en que la aguja era introducida en la vena de un sentenciado para liberar tres distintas clases de veneno en su torrente sanguíneo. Pero fue demasiado tarde, y ahora tenemos que tragarnos todos esos cadáveres de niños iraquíes descuartizados por las bombas, las mujeres mutiladas, los hombres pudriéndose en las aceras bajo la mirada vigilante de los marines, los museos saqueados y los hospitales sin agua ni electricidad ni vendas. Pero no pudimos ahorrarles ese espectáculo, niñas, y tal vez fue culpa nuestra: acaso debimos gritar que sentíamos náusea cuando el gobernador asesinaba a criminales a un ritmo de 10 o 12 por año y templaba su condición de asesino para después destripar iraquíes a un ritmo de 10 o 12 por hora.
Les pedimos perdón por eso. Les pedimos perdón, además, por la caminata -agotadora, aunque fueran en brazos o de caballito-, por el polvo de las calles en reparación, por el aburrimiento de los discursos, por la sed, por las gotas de lluvia y por haberlas sacado, esa tarde sabatina, de su mundo de gatos que dialogan, estrellas que se dejan tocar y ojos que tienen boca y bocas que tienen patas. Fue nuestra forma -tal vez mínima, insuficiente, cobarde y cómoda- de pedirles que no escuchen nunca a todos esos que hablan de la muerte con frecuencia y placer, y que se pongan siempre del lado de la vida.
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