Ilán Semo
Hegemonía y caos
Las cuatro intervenciones militares que significan a la política de Estados Unidos después del fin de la guerra fría guardan entre sí acaso un denominador común: las cuatro tienen lugar en áreas donde ninguna de las dos grandes potencias que cifraron el orden bipolar durante más de cuatro décadas -Estados Unidos y la Unión Soviética- logró imponer su hegemonía completa. Algunos historiadores han dado en llamarlas las "zonas grises" de la guerra fría, para dar a entender que esas regiones escapaban a la geopolítica impuesta por un mundo dividido en dos bloques.
La primera intervención militar de Washington en la época de la posguerra fría acontece precisamente en los momentos en que la Unión Soviética se halla en el proceso de su desmantelamiento. Mientras la bandera roja es arriada en el Kremlin, las bombas estadunidenses caen por primera vez sobre Bagdad. El mismo Mijail Gorbachov fue el que entregó los mapas secretos de los arsenales iraquíes para facilitar la labor de la aviación estadunidense, en espera tal vez de créditos financieros y el reconocimiento occidental. Es fama que ni Gorbachov ni la antigua Unión Soviética recibieron nada a cambio. En 1990, Saddam Hussein mostró, una vez más, que la legitimidad de esa suerte de burocracia sultánica, por decir algo, que impuso a Irak durante más de tres décadas estaba basada en un política esencialmente expansiva en la región: primero contra los kurdos, después contra Irán y, finalmente, contra Kuwait. Es imprescindible recordar que la guerra contra Irán, que comenzó hacia finales de los años 70, fue financiada y apoyada por Estados Unidos para contener y aislar a la revolución de los ayatolas chiítas en Teherán. Apoyo que recibió el pleno beneplácito de las antiguas autoridades del PCUS en Moscú. Quien detiene la expansión del régimen de Saddam Hussein en Kuwait es otro poder expansivo: Washington, que emprende la guerra por lo que considera que se halla en su área de influencia, y sobre todo por el vacío de poder que han dejado los soviéticos, y que mantenía a Irak en una "zona gris" del equilibrio bipolar. En aquel entonces, Estados Unidos sí recibió el apoyo masivo de los países europeos.
La segunda intervención armada de Estados Unidos en esta época ocurrió en Yugoslavia, otra de las "zonas grises" de la guerra fría. Desde los años 50, Yugoslavia había logrado situarse en un punto intermedio entre Occidente y la esfera de influencia soviética, encabezando incluso el movimiento de los países no alineados. La caída de los regímenes de Europa del Este se tradujo aquí en una guerra civil y nacional entre serbios, eslovenos, croatas y bosnios, inicialmente. Una guerra que fue a su vez una masacre interétnica. Ante la pasividad y la angustiosa inmovilidad de los países europeos, Estados Unidos intervino para detener la guerra intranacional y completar la labor de la guerra civil. Esa labor no fue otra más que la destrucción de un proto Estado nacional que nunca devino un auténtico Estado-nación. Al bombardeo y la ocupación estadunidenses siguieron la fragmentación, el caos y la degradación social e institucional.
La tercera guerra de la era de la posguerra fría aconteció en Afganistán. La sociedad afgana se había liberado de la ocupación soviética para caer bajo la dominación de los talibanes, en el enésimo intento afgano por constituir un Estado nacional. La intervención estadunidense definió una efímera alianza de todas las fuerzas antitalibanas para instaurar un régimen que preside un estado de caos, molecularización y fragmentación que apuntan hacia una nueva guerra civil y, probablemente, una lucha gradual en contra de las tropas de ocupación de Washington.
La segunda guerra del Golfo, que todos hemos presenciado segundo a segundo en primera fila y technicolor, persigue en cierta manera el mismo cometido: destruir lo que, al parecer, nunca fue un efectivo Estado-nación. Todo indica que el destino de Irak será la partición, un destino más que frecuente en la abigarrada historia del Cercano Oriente, en tres grandes regiones: el norte, Bagdad y Basora. Tres regiones que responden a un complejo mosaico de culturas y sociedades que la dictadura de Saddam Hussein no hizo más que suprimir durante décadas, pero que obviamente no pudo destruir. El lugar de los burócratas lo tomarán, según las imágenes recientes, los jeques, los muftis y los ayatolas.
Acostumbrados a una comprensión del concepto de hegemonía que provenía de las profundidades del siglo XX -hegemonía siempre significó, al menos en los términos casi universales de Pareto y Gramsci, una fuerza que apuntaba hacia la construcción de un nuevo orden social-, nos hallamos simplemente desprovistos de categorías para hacer mínimamente inteligible el escenario de las guerras de la posguerra fría.
ƑQué es lo que busca Estados Unidos en guerras que escapan a toda la lógica que acompañaba tradicionalmente a la moderna expansión hegemónica?
Tal vez busca lo que está logrando: la fragmentación, la destrucción, el desmantelamiento del Estado-nación. Incluso en la política posmoderna eso es el sinónimo más cercano del caos.
Tal vez nuestra noción de hegemonía deba ser sometida a una radical revisión, que parte del hecho de que hegemónica se ha vuelto esa fuerza no que apunta hacia un nuevo orden, sino que es capaz de molecularizar y fragmentar el Estado-nación.
Hegemonía significa hoy navegar y no hundirse en el caos.
No hay duda de que las tropas estadunidenses son el brazo armado de la globalización. La expansión del mercado y del capital en el siglo XIX tuvo como condición la destrucción de feudos y regímenes patrimoniales en cada uno de los Estados de los países centrales. Fue una expansión ligada también a dos siglos de guerras nacionales y continentales. Pero guerras ligadas a la constitución del Estado-nación como centro de la política y de la sociedad.
Acaso ese Estado se ha vuelto la principal barrera de las nuevas formas de hegemonía a las que responde la era de la globalización.