Susan Sontag
Resistir
Permítanme evocar no a uno, sino a dos héroes,
sólo a dos, entre millones de héroes. A dos víctimas
entre millones de víctimas.
El primero: Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador,
asesinado en su investidura mientras oficiaba misa en la catedral el 24
de marzo de 1980 -hace 23 años-, pues se había convertido
en ''un manifiesto defensor de una paz justa y se opuso públicamente
a las fuerzas de la violencia y la opresión''. (Cito la descripción
del Premio Oscar Romero, que hoy se entrega a Ishai Menuchin.)
La segunda: Rachel Corrie, estudiante universitaria de
23 años procedente de Olympia, Washington, muerta con su brillante
chaleco anaranjado fluorescente con tiras de Day-Glo, que los escudos
humanos llevan con el propósito de ser del todo visibles -y
tal vez para estar más seguros-, mientras intentaba detener una
de las casi diarias demoliciones de casas de las fuerzas israelíes
en Rafah, una población en el sur de la franja de Gaza (donde Gaza
linda con la frontera egipcia), el 17 de marzo de 2003 -hace dos semanas-.
De pie, frente a la casa de un médico palestino elegida para demolición,
Corrie, una de los ocho jóvenes voluntarios estadunidenses y británicos,
escudos
humanos en Rafah, había estado agitando los brazos y gritando
por megáfono al conductor de un bulldozer D-9 blindado que
se acercaba; entonces se hincó de rodillas en el camino del gigantesco
bulldozer, el cual no aminoró su marcha.
Dos figuras, emblemas del sacrificio, muertas por las
fuerzas de la violencia y la opresión, a las cuales ofrecían
una oposición por principio, no violenta, y peligrosa.
Comencemos por el riesgo. El riesgo del castigo. El
riesgo del aislamiento. El riesgo de ser herido o muerto. El riesgo del
desprecio.
Todos somos reclutas en uno u otro sentido. Para todos
nosotros es difícil romper filas; incurrir en la desaprobación,
en la censura, en la violencia de una mayoría ofendida y con un
concepto distinto de la lealtad. Nos amparamos con palabras estandarte,
como justicia, paz y reconciliación, que nos alistan en comunidades
nuevas, si bien más pequeñas y relativamente ineficaces,
con otros de igual parecer, los cuales nos movilizan para la manifestación,
la protesta, la ejecución pública de acciones de desobediencia
civil, y no para la plaza de armas o el campo de batalla.
Perder
el paso de la propia tribu; dar un paso fuera de la tribu a un mundo más
amplio en sentido mental, pero más reducido en el numérico:
si el aislamiento o la disidencia no es tu posición habitual o satisfactoria,
este es un proceso complejo y difícil.
Es difícil contravenir la sabiduría de la
tribu: la sabiduría que valora las vidas de sus miembros por encima
de todas las demás. Siempre será impopular -siempre será
considerado antipatriótico- afirmar que las vidas de los miembros
de la otra tribu son tan valiosas como las de la propia.
Es más fácil entregar nuestra fidelidad
a las personas que conocemos, a las que vemos, entre las que estamos incrustados,
con
las que compartimos -como bien puede ser el caso- la comunidad del miedo.
No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos.
No subestimemos la represalia con la cual acaso se castigue a quienes se
atreven a disentir de las brutalidades y represiones que se creen justificadas
por los miedos de la mayoría.
Somos carne. Se nos puede perforar con una bayoneta, despedazar
con un bombardero suicida. Se nos puede aplastar con un bulldozer,
o abatir a tiros en una catedral.
El miedo vincula a la gente. Y el miedo la dispersa. El
valor es inspiración de las comunidades; el valor de un ejemplo,
pues el valor es tan contagioso como el miedo. Pero el valor, algunas de
sus modalidades, puede también aislar a los valerosos.
El destino perenne de los principios: si bien todos afirman
profesarlos es probable que se sacrifiquen cuando se vuelven incómodos.
Por lo general un principio moral es algo que nos pone en desacuerdo con
la práctica aceptada. Y ese desacuerdo acarrea sus consecuencias,
a veces desagradables, pues la comunidad se venga de aquellos que ponen
en entredicho sus contradicciones: quienes desean una sociedad que en verdad
mantenga los principios que dice defender.
El criterio según el cual una sociedad debería
en efecto encarnar los principios que profesa es utópico, en el
sentido de que los principios morales contradicen las cosas como son y
como serán siempre. Las cosas como son -y como serán siempre-
no son del todo perversas ni del todo buenas, sino deficientes, inconsistentes
e inferiores. Los principios nos incitan a que hagamos algo respecto del
mar de contradicciones en el que funcionamos moralmente. Los principios
nos incitan a que nos reformemos, a que seamos intolerantes con el relajamiento
moral, la componenda, la cobardía y con volver la cara a lo que
resulta pertubador: esa corrosión oculta del corazón, la
cual nos dice que lo que estamos haciendo no está bien, y entonces
nos aconseja que estaremos mejor si no pensamos en ello.
El lema del que es contrario a los principios: ''Estoy
haciendo lo que puedo''. Lo mejor posible dadas las circunstancias, desde
luego.
Digamos que el principio es: está mal oprimir
y humillar a todo un pueblo; despojarlo sistemáticamente de su justo
techo y alimento; destruir sus habitaciones, sus medios de vida, su acceso
a la instrucción y a la atención médica, y su capacidad
para reunirse.
Que estas prácticas están mal, a pesar de
las provocaciones.
Y hay provocaciones. Eso, tampoco, debería negarse.
En el núcleo de nuestra vida moral y de nuestra
imaginación moral se encuentran los grandes modelos de resistencia:
las grandes historias de quienes han dicho ''no''. ''No'' te serviré.
¿Qué modelos, qué historias? Un mormón
puede resistirse a la ilegalización de la poligamia. Un opositor
militante al aborto puede resistirse a la ley que vuelve legal el aborto.
Ellos, también, invocarán las pretensiones de la religión
(o de la fe) y la moralidad, contra los edictos de la sociedad civil. Se
puede usar la apelación a una ley superior existente que nos autoriza
a desafiar las leyes del Estado para justificar la trasgresión criminal,
así como la más noble lucha en favor de la justicia.
El valor no tiene calidad moral en sí mismo, pues
el valor no es, en sí mismo, una virtud moral. Los canallas, perversos,
asesinos y terroristas acaso sean valerosos. Para calificar el valor como
virtud nos hace falta un adjetivo: hablamos de ''valor moral'' porque,
también, hay algo llamado valor amoral.
Y la resistencia no es valiosa en sí misma. El
contenido de la resistencia es lo que determina su mérito, su necesidad
moral.
Digamos: resistencia a una guerra criminal. Digamos: resistencia
a la ocupación y anexión de las tierras de otro pueblo.
Reitero: no hay superioridad inherente en la resistencia.
Todos nuestros llamamientos en favor de la rectitud de la resistencia se
apoyan en la rectitud del llamamiento según el cual los resistentes
actúan en nombre de la justicia. Y la justicia de la causa no depende
de, y no se ve acrecentada por, la virtud de los que pronuncian la afirmación.
Depende, en primera y última instancia, de la verdad de una descripción
de circunstancias que son, en verdad, injustas e innecesarias.
Lo que sigue me parece una descripción veraz
de las circunstancias que me he tardado años de incertidumbre, ignorancia
y angustia en reconocer.
Un país herido y temeroso, Israel, atraviesa la
mayor crisis de su turbulenta historia, ocasionada por una política
de constante incremento y refuerzo de las colonias en los territorios ganados
tras su victoria en la guerra árabe contra el Israel de 1967. La
decisión de sucesivos gobiernos israelíes de conservar su
control en la Franja Occidental y en Gaza, negando con ello a sus vecinos
palestinos un Estado propio, es una catástrofe -moral, humana y
política- para ambos pueblos. Los palestinos necesitan un Estado
soberano. Israel necesita un Estado palestino soberano. Los que en el extranjero
queremos la supervivencia de Israel no podemos, no debemos, desear que
sobreviva no importa qué, no importa cómo. Tenemos una singular
deuda de gratitud con los valerosos testigos, periodistas, arquitectos,
poetas, novelistas y profesores judíos israelíes, entre otros,
que han descrito, documentado, protestado y militado contra los sufrimientos
de los palestinos que viven bajo las condiciones israelíes cada
vez más crueles de sometimiento militar y anexión de las
colonias.
Nuestra admiración más profunda ha de estar
dirigida a los valerosos soldados israelíes, aquí representados
por Ishai Menuchin, que se niegan a servir más allá de las
fronteras de 1967. Estos soldados saben que todas las colonias están
finalmente destinadas a la evacuación. Estos soldados, que son judíos,
se toman en serio el principio expuesto en los juicios de Nuremberg de
1946. A saber: que un soldado no está obligado a cumplir órdenes
injustas, órdenes que contravienen las leyes de la guerra; en efecto,
se tiene la obligación de desobedecerlas.
Los soldados israelíes que se resisten a servir
en los territorios ocupados no están rechazando una orden en particular.
Se niegan a entrar a un espacio en el cual, con toda seguridad, se darán
órdenes ilegítimas, es decir, donde es muy probable que se
les ordenará el cumplimiento de acciones que seguirán oprimiendo
y humillando a los civiles palestinos. Las casas son demolidas, se desarraigan
los huertos, se arrasa con bulldozers los puestos en los mercados
de los pueblos, se saquea un centro cultural, y ahora, casi todos los días,
se dispara y mata a civiles de todas las edades. No puede cuestionarse
la inmensa crueldad de la ocupación israelí de 22 por ciento
del otrora territorio de la Palestina británica sobre el que se
erigirá un Estado palestino. Estos soldados sostienen, como yo,
que debería efectuarse una retirada incondicional de los territorios
ocupados. Han declarado colectivamente que no continuarán luchando
más allá de las fronteras de 1967 ''a fin de dominar, expulsar,
privar de alimento y humillar a todo un pueblo''.
Lo que estos soldados han hecho -son ya unos 2 mil, de
los cuales más de 250 han ido a prisión- no contribuye a
indicarnos el modo en que los israelíes y los palestinos puedan
lograr la paz, además de la irrevocable exigencia de que las colonias
han de ser desmanteladas. Las acciones de esta heroica minoría no
pueden contribuir a la muy necesaria reforma y democratización de
la Autoridad Nacional Palestina. Su posición no reducirá
el dominio del fanatismo religioso y el racismo en la sociedad israelí
o reducirá la difusión de la virulenta propaganda antisemita
en el agraviado mundo árabe. No detendrá a los bombarderos
suicidas.
Su declaración es simple: basta. O: hay un límite.
Yesh
gvul.
Es un modelo de resistencia. De desobediencia. Para la
cual siempre habrá sanciones.
Ninguno de nosotros ha tenido que tolerar lo que están
soportando estos valerosos conscriptos, muchos de los cuales han ido a
la cárcel.
Manifestarse en favor de la paz en la actualidad, en Estados
Unidos, sólo sirve para ser abucheado (como en la reciente ceremonia
de los Oscar), hostigado, incluido en la lista negra (la exclusión
en la cadena más poderosa de estaciones de radio de las Dixie Chicks);
en suma, vilipendiado por no ser patriota.
Nuestro ethos de "Unidos estamos" o "El ganador
se lleva todo"... Estados Unidos es un país que ha convertido el
patriotismo en un equivalente del consenso. Tocqueville, que sigue siendo
el más grande observador de Estados Unidos, comentó el grado
de conformidad sin precedentes en aquel flamante país, y otros 175
años sólo han confirmado su observación.
A veces, dado el nuevo giro radical en la política
exterior estadunidense, parecería inevitable que el consenso nacional
sobre la grandeza de Estados Unidos, el cual puede ser activado hasta las
cotas más altas de un triunfalista amor propio nacional, estuviera
destinado finalmente a encontrar expresión en guerras como la presente,
la cual cuenta con la aprobación de la mayoría de la población,
persuadida de que Estados Unidos tiene el derecho -incluso la obligación-
de dominar el mundo.
El modo usual de proclamar a la gente que actúa
por principio es diciendo que son la vanguardia de una revuelta que a la
larga triunfará contra la injusticia.
Pero, ¿y si no lo son?
¿Y si el mal es en verdad incontenible? Al menos
en el corto plazo. Y ese corto plazo puede ser, va a ser, ciertamente muy
largo.
Mi admiración a los soldados que se están
resistiendo a servir en los territorios ocupados es tan feroz como mi convicción
de que transcurrirá mucho tiempo antes de que su criterio prevalezca.
Pero lo que me inquieta en este momento -por razones obvias-
es obrar por principio cuando no se va a alterar la evidente distribución
de fuerzas, la manifiesta injusticia y el carácter homicida de la
política del gobierno que asegura estar obrando no en nombre de
la paz, sino de la seguridad.
La fuerza de las armas sigue su propia lógica.
Si cometes una agresión y otros se resisten, es fácil convencer
al frente interno de que la lucha debe continuar. Una vez que las tropas
se encuentran allí, han de ser respaldadas. Resulta irrelevante
cuestionar por qué las tropas se encuentran allí en primer
lugar.
Los soldados se encuentran allí porque "nos" están
atacando, o amenazando. Olvidemos si acaso que los atacamos primero. Ahora
en represalia nos atacan, y causan víctimas mortales. Se comportan
de modos que contravienen la conducta "apropiada" en la guerra. Se comportan
como "salvajes", como le gusta a la gente en nuestra parte del mundo llamar
a la gente de aquella parte del mundo. Y sus acciones "salvajes" e "ilícitas"
dan nueva justificación a nuevas agresiones. Y un nuevo ímpetu
para la represión, la censura o la persecución a los ciudadanos
que se oponen a la agresión acometida por el gobierno.
No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos.
El mundo, casi para todos, es aquello sobre lo que virtualmente
no ejercemos control alguno. El sentido común y el propio sentido
de protección señalan que nos ajustemos a lo que no podemos
cambiar.
No
es difícil advertir cómo algunos de nosotros podríamos
ser persuadidos de la justicia, de la necesidad de una guerra. Sobre todo
de una guerra definida como reducidas y restringidas acciones militares
que de hecho contribuirán a la paz y a una seguridad mejorada; de
una agresión que se anuncia como una campaña de desarme:
reconocidamente de desarme al enemigo y que, lamentablemente, requiere
la aplicación de una fuerza abrumadora. Una invasión que
se caracteriza a sí misma, oficialmente, como una liberación.
Toda violencia bélica ha sido justificada como
una represalia. Se nos amenaza. Nos estamos defendiendo. Los otros quieren
matarnos. Debemos detenerlos.
Y entonces: debemos detenerlos antes de que tengan ocasión
de cumplir sus planes. Y puesto que los que quieren atacarnos se ocultan
tras no combatientes, no hay aspecto de la vida civil que esté exento
de nuestras depredaciones.
Omitamos la disparidad de fuerzas, de riqueza, de potencia
de fuego, o simplemente de población. ¿Cuántos estadunidenses
saben que la población de Irak es de 24 millones, la mitad de los
cuales son niños? (La población de Estados Unidos, como recordarán,
es de 286 millones.) No respaldar a los que están bajo el fuego
enemigo parece una traición.
Puede ser que, en algunos casos, la amenaza sea real.
En tales circunstancias, el portador del principio moral
se parece a alguien que corre junto a un tren gritando: "¡alto!,
¡alto!"
¿Se puede detener el tren? No, no se puede. Al
menos no ahora.
¿Acaso otras personas a bordo del tren serán
movidos a saltar y unirse a los que están en tierra? Tal vez algunos
salten, pero la mayoría no. (Al menos no hasta que cuenten con toda
una nueva panoplia de miedos.)
La dramaturgia de ''actuar por principio'' nos indica
que no debemos pensar si resulta conveniente o si podemos contar con los
éxitos postreros de las acciones que hemos emprendido.
Actuar por principio es, se nos dice, bueno en sí
mismo.
Pero sigue siendo una acción política, en
el sentido de que no lo estás haciendo en tu beneficio. No lo haces
sólo para tener razón o para apaciguar tu conciencia; mucho
menos porque confías en que tus acciones alcanzarán sus objetivos.
Resistes porque es una acción solidaria. Con las comunidades de
quienes tienen principios y con los desobedientes: aquí y por doquier.
Del presente. Del futuro.
La prisión de Thoreau a causa de su protesta contra
la guerra estadunidense con México en 1849 difícilmente detuvo
el conflicto. Pero la resonancia de aquella temporada breve y del todo
impune de detención (un célebre y único día
en la cárcel) no ha cesado de inspirar la resistencia por principio
frente a la injusticia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y hasta
nuestra época. El movimiento para clausurar el campo de pruebas
de Nevada, un sitio clave de la carrera de armamentos nucleares, fracasó
en lograr su objetivo a finales de los 80: las protestas no afectaron las
operaciones del campo de pruebas. Pero inspiró directamente la formación
de un movimiento de protesta en la lejana Alma Ata en la primavera de 1989,
que finalmente consiguió cerrar el campo de pruebas soviético
en Kazajistán. El movimiento citaba a los activistas antinucleares
de Nevada como fuente de inspiración y expresaba su solidaridad
con los nativos norteamericanos en cuyas tierras se localizaba el campo
de pruebas.
La probabilidad de que tus acciones de resistencia no
puedan evitar la injusticia no te exime de actuar en favor de los intereses
de tu comunidad que profesas sincera y reflexivamente.
Así: no conviene a los intereses de Israel ser
un opresor.
Así: no conviene a los intereses de Estados Unidos
ser una superpotencia, capaz de imponer su voluntad en cualquier país
del mundo, a su capricho.
Lo que conviene a los intereses de una comunidad moderna
es la justicia.
No puede estar bien oprimir y confinar sistemáticamente
a un pueblo vecino. Sin duda es falso sostener que el asesinato, la expulsión,
las anexiones, la construcción de muros -el conjunto de lo que ha
contribuido a reducir a todo un pueblo a la dependencia, la penuria y la
desesperanza- traerá la seguridad y la paz a los opresores.
No puede estar bien que un presidente de Estados Unidos
al parecer suponga que tiene el mandato de ser presidente del planeta,
y que anuncie que aquellos que no están con Estados Unidos están
con "los terroristas".
Aquellos valerosos judíos israelíes, en
ferviente y activa oposición a las políticas del actual gobierno
de su país y que se han manifestado en nombre del apremio y los
derechos de los palestinos, están defendiendo los verdaderos intereses
de Israel. Los que se oponen a los planes hegemónicos mundiales
del actual gobierno de Estados Unidos son patriotas que hablan en nombre
de los intereses superiores de Estados Unidos.
Más allá de estas luchas, merecedoras de
nuestra apasionada adhesión, es importante recordar que en los programas
de resistencia política la relación de causa y efecto es
serpentina y a menudo indirecta. Toda lucha, toda resistencia, es -debe
ser- concreta. Y toda lucha tiene una resonancia mundial.
Si no aquí, entonces allá. Si no ahora,
entonces pronto: por doquier y aquí.
Al arzobispo Oscar Arnulfo Romero.
A Rachel Corrie.
Y a Ishai Menuchin y sus camaradas.
Copyright Susan Sontag 2003.
Houston, Texas, 30 de marzo de 2003.
__________
Discurso con motivo de la entrega del Premio Oscar
Romero, patrocinado por la Capilla Rothko, a Ishai Menuchin, presidente
de Yesh Gvul, movimiento de rechazo selectivo de los soldados israelíes.
Susan
Sontag es escritora, ensayista, directora cinematográfica y
crítica estadunidense que ha cuestionado el sistema de valores y
la cultura del mundo occidental. Autora de El
benefactor, Contra la interpretación, El sida y sus metáforas
y En América, entre otras obras.
Traducción del inglés: Aurelio Major