Directora General: Carmen Lira Saade
México D.F. Viernes 21 de marzo de 2003
  Primera y Contraportada
  Editorial
  Opinión
  Correo Ilustrado
  Política
  Economía
  Cultura
  Espectáculos
  CineGuía
  Estados
  Capital
  Mundo
  Sociedad y Justicia
  Deportes
  Lunes en la Ciencia
  Suplementos
  Perfiles
  Fotografía
  Cartones
  Librería   
  La Jornada de Oriente
  La Jornada Morelos
  Correo Electrónico
  Búsquedas 
  >

Cultura

Elena Poniatowska/ I

En gustos se comen géneros

Del 26 de febrero al 1 de marzo se celebró en Mérida, Yucatán -organizado por la doctora Sara Poot Herrera, de la Universidad de California en Santa Bárbara- un congreso sobre comida y literatura al que acudieron Marie Cécile Benassy, de Francia, y muchos investigadores de El Colegio de México, como Beatriz Mariscal, Ana Rosa Domenella, Luz Elena Gutiérrez de Velasco, Aralia López y Elena Urrutia.

Susan Schaffer, de la Universidad de California en Los Angeles; Ellen Mc Cracken, de Santa Bárbara; Sara Almarza, de la Universidad de Brasilia; Sandra Lorenzano, de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa; Elisa García Barragán, de la Universidad Nacional Autónoma de México; Juan Bautista Avalle Arce, que vino desde España; Susana Hernández Araico, de Pomona; Manuel Ramos Medina, del Centro de Estudios Históricos de Condumex; Eduardo Hopkins Rodríguez, de Perú; Carmen López Portillo, del Claustro de Sor Juana, y muchos más, entre ellos la maravillosa Clementina Díaz de Ovando, quien se llevó las palmas, así como varios escritores mexicanos, desde luego Laura Esquivel, quien no podía faltar y se manifestó en contra de las imposiciones del neoliberalismo; Margarita Peña, quien pidió un no rotundo a la guerra de Bush contra Irak; Agustín Monsreal, Beatriz Espejo, Beatriz Ballina, Blanca Luz Pulido, Rafael Ramírez Heredia, quien pronunció el mejor discurso de todos, y muchos más imposible de nombrar por falta de espacio.

Cuentan que el cocinero de la corte en México, Tudos, se precipitó sobre el emperador Maximiliano de Habsburgo en el momento en que se le incendió el chaleco y estuvo a punto de quemarle el pecho y la barba, a la hora del fusilamiento en el Cerro de las Campanas, el 19 de junio de 1867. Con los trapos de cocina, Tudos apagó precipitadamente el fuego. No le salvó la vida, pero este acto demuestra cuánto heroísmo y cuánta lealtad pueden hallarse en aquellos que manejan las sartenes y las cacerolas. Una vida de entrega a la cocina ennoblece a quien prepara cocidos y pucheros.

Así lo creyó también Sor Juana y, aunque se ha repetido infinidad de veces, si Aristóteles hubiera guisado mucho, más hubiera escrito.

Salvador Novo informa que los antiguos mexicanos eran muy parcos. Según el Códice Mendocino, los niños de tres años comían media tortilla al día, los de cuatro y cinco una tortilla entera, y los de seis a 12 una tortilla y media. Sólo a los 13 años tenían derecho a dos tortillas. Novo se lamentaba de que en la actualidad muchos niños comieran dos tortillas, por escueta miseria. El México prehispánico molía maíz sobre una piedra bien lavada. El cacao, el nopal, la verde frescura de las tunas, el maguey, su aguamiel y su pulque y todas las aves de la laguna de Tenochtitlán son objetos de culto para el oficiante, Salvador Novo.

En el libro El último guajolote se recuperan unas aves que ya no existen sino en nuestra imaginación: los chichicuilotitos. La señora chichicuilotera venía desde el lago de Texcoco con sus pájaros acuáticos.

-šMercaráaaan chichicuilotitos vivos! šMercaráaaan chichicuilotitos cocidos!

Los vivos colgaban de su brazo para que no escaparan, cuicuirí, cuicuirí, y a los cocidos había que resguardarlos del polvo, las miradas y las tentoneadas. ''Orale, órale, si no compra no mallugue." Emeteria canturreaba: ''šMercarán chichicuilotitos vivos!" y éstos se revolvían en un montón de plumas y de huesos quebradizos. Los ajusticiados, bien cocidos, exponían sus mínimas pechugas y sus muslos de orfebrería.

-šPatos, mi alma, patos calientes!

La marquesa Calderón de la Barca dibujó en cartas para su brumosa Inglaterra a la indita vendedora de patos con su falda apretada en la cintura por una faja de colores, sus trenzas y sus pies descalzos. Vivía en una casa de campo a la que acudía la gente para saborear el atole de leche y los buenos tamales cernidos, mientras los niños se mecían en los columpios que colgaban de las ramas de los árboles.

Resulta inevitable citar a la marquesa Calderón de la Barca, que se movía en círculos de privilegio y ofrece visiones idílicas de mesas inmensamente largas, cubiertas de guisos a la mexicana, a los cuales también ella se acostumbró. La marquesa se fue proletarizando al celebrar el pulque tomado en escudillas de barro con tortillas, chile y tasajo, largas tiras de carne seca y salada. En cambio D.H. Lawrence detestó la comida mexicana y en general todos los viajeros se quejan de lo mal que los atienden y de la pésima calidad alimenticia de México.

Ahora la situación ha cambiado, pero todavía a fines de los años 60 Guillermo Haro y yo viajamos a Oaxaca en busca de un cielo despejado bajo el cual pudiera instalarse un nuevo observatorio y nos detuvimos a almorzar en un pueblo cerca de Yuriria. Nos sirvieron unos potajes infames que a él lo enojaron. Al almuerzo lo coronaba un postre sacado de un aparador: dos flanes pálidos e insípidos. A espaldas de la dueña del changarro, Guillermo tomó el salero y lo vació encima del dulce. En seguida llamó a la patrona para anunciarle: ''Están muy ricos, pero pensamos que podría usted guardarlos para otro afortunado comensal". La señora sonrió y los metió a refrigerar y emprendimos la marcha hacia Oaxaca; él, encantado de su travesura. Me sorprendió que un doctor en ciencias, miembro del solemne Colegio Nacional, tuviera ese espíritu lúdico. Lo cierto es que uno aprende mucho sobre el carácter de un ser humano, con sólo ver lo que come y cómo lo come. Comer es un movimiento del alma, refleja un modo de ser. André T'Sterstevens, escritor francés y autor de Mexique, pays à trois étages, se queja de la pésima comida sobre todo en los pueblos de provincia, ya no se diga en las rancherías donde los campesinos mueren de hambre.

Para contrarrestar las quejas de los viajeros, la fotógrafa Mariana Yampolsky, quien recorrió casi todo el país a pie con el grabador Alberto Beltrán, se asombró del absoluto desprendimiento de la gente del campo, que les brindaba su única tortilla y compartía con ellos frijoles y chile, reduciendo las porciones de los miembros de la familia con tal de que siguieran su viaje con algo en el estómago.

ƑQué comen los escritores? De joven, Carlos Fuentes se extasiaba ante las grandes jarras de horchata yucateca, servidas en casa de los Barbachano Ponce, en San Angel. Decía que su blancura lo devolvía a su primera comunión y lo limpiaba de sus pecados. Rosario Castellanos y Raúl Ortiz visitaban con cierta regularidad El Círculo del Sureste para comer papadzules y salbutes. También se aficionaron al escabeche de Valladolid. Juan de la Cabada, originario de Campeche, era un entusiasta del pescado y de los tamales. Hablaba con fervor marxista del pan de cazón. Ermilo Abreu Gómez, cantor del mar amarillo de Progreso, subsistió, cual pajarito, de alguno que otro mosco, chapulín u hormiga. Elena Garro jamás cayó en los extravíos de la gula y desdeñó duelos y quebrantos, huevos y tocino, chorizos y embutidos a pesar de que su cuento La culpa es de los tlaxcaltecas sucede en la cocina. Se entregó en cuerpo y alma hasta los últimos días de su vida al café y la Coca-Cola y los alternaba, un café, una coca, un café, una coca. Y así le fue.

Cuando me inicié en el periodismo en 1953, Elena Urrutia me dijo que mis artículos serían legibles si no los escribiera en ruso y me recomendó a Juan José Arreola, que vivía en un modesto departamento de la colonia Cuauhtémoc. ''El te puede enseñar -me advirtió-. Lo único que necesitas es llevarle cada 15 días una botella de buen vino francés, unas galletas saladas y un queso, de preferencia de La vache qui rit", la vaca que ríe. (La verdad, no sé si la vaca era yo.) Todo para que Arreola me dijera que sentía un infinito desprecio por el periodismo. La exigencia sine qua non sería mostrarle algún texto que él pudiera considerar literatura. Así, Lilus Kikus inició en 1954 la colección Los Presentes, en la que Carlos Fuentes habría de publicar Los días enmascarados, su primer libro. Arreola nos contó que Paul Claudel había escrito en alguno de sus grandes poemas dramáticos que quería comerse a la mujer como un mango.

Guadalupe Amor era vecina de Arreola en la calle de Duero. ƑQué comía ella? El joven estudiante Michael Schuessler, que se había enamorado de su poesía, nos relata uno de sus primeros encuentros en un restaurante de la Zona Rosa y su estupor ante la autora de Décimas a Dios. ''Cautelosamente me senté a su lado -cuenta Michael- (porque ella me lo pidió) y de inmediato exigió la atención de todas las meseras con sus interminables solicitudes. Para llamarlas gritaba servicio, mirando hacia la caja. Ordenó su bebida de costumbre, medias de seda, y un club sándwich. Mientras traían nuestros drinks, que así los llamaba ella, empezó a hablar de sí misma, de su poesía, de su inimitable grandeza y de sus muchos e importantísimos logros."

Lo que más impresionó a Michael fue la voracidad con la que ''la reina de la tinta americana" engulló su sandwich que desapareció en tres minutos al igual que la ensalada rusa, los pepinos, el jitomate y las hojas de lechuga que para otros son sólo adorno. Ya un tanto repuesta, Pita pidió otro sándwich, que volvió a deglutir con velocidad inaudita causando estragos a su derredor: migas de pan hasta en las mesas vecinas, servilletas y papas fritas en el piso. Algunas papas a la francesa se acumularon en su regazo, otras fueron a dar a su atrevido escote. Este alarmante descuido desmentía la cita de Napoleón Bonaparte, tantas veces reiterada por Pita: ''Prefiero una mancha en el honor que una en el traje". Con el primer bocado, Pita recitó El caballero de Olmedo, de fray Félix Lope de Vega y Carpio. Con la ensalada rusa, se lanzó sobre Góngora, Calderón de la Barca y Quevedo, hasta llegar, saltando siglos, a su predilecto El titán de la vega de Granada, de Federico García Lorca. Al terminar de comer, el daño ocasionado en su rostro era notable, y procedió a pintarse los labios con color orquídea fatal. Después de resanar su fachada, afianzó una gran rosa en lo alto de su cabeza.

A las dos de la mañana, cuando Michael la acompañaba a su hotel, en la calle General Prim, Pita anunció que moría de hambre y se detuvieron en una piquera de Bucareli a la que acuden los repartidores de periódico, a que comiera una torta de jamón con mucho chile jalapeño. Entonces Pita recitó de nuevo, entre mordida y mordida, a San Juan de la Cruz.

Michael Schuessler, a quien Pita presentaba como ''este genial estudiante de la Universidad de California, joven bachiller, aprendiz de ruiseñor, conocedor de toda mi grandiosa obra", vio mermada sus escasas finanzas con los atracones de Pita no sólo en fondas, sino en restaurantes de postín como el Honfleur de la calle Amberes en la Zona Rosa, donde los había invitado la famosa pintora de manzanas, Marta Chapa, quien es además una cordon bleu de postín, autora de varios libros de cocina. Marta tuvo el valor de preguntarle a Pita si podría comparar su obra a la de Frida Kahlo.

-šJamás lograrás el nivel de Frida Kahlo con los horribles monstruos que pintas! Te equivocas, tus pinturas revelan un profundo problema del subconsciente. ƑCómo se te ocurre pintarte con cuerpo de tlacuache? -respondió Pita, categóricamente.

Números Anteriores (Disponibles desde el 29 de marzo de 1996)
Día Mes Año