Fernando del Paso/II
Gratitud y predestinación
La vida no deja nunca de sorprendernos con grandes paradojas. Hace poco menos de un mes, un miembro de la embajada de Estados Unidos en Naciones Unidas, impacientado por la longitud del discurso del embajador mexicano ante ese organismo y representante en el Consejo de Seguridad, Adolfo Aguilar Zinser, dijo una frase que trascendió a toda la prensa: "ƑA quién le importa lo que diga México?"
Desde hace unas dos semanas, y en particular desde ayer, este señor conoce la respuesta: le importa nada menos que a los propios estadunidenses, en el grado en que deseaban obtener lo que ellos llaman el apoyo "moral" de Naciones Unidas para su decisión de atacar a Irak. Si algo tuviéramos que agradecer a Estados Unidos, nada más algo en toda nuestra historia, hubiéramos tenido que pensar dos veces en nuestra posición. Si algo hubiéramos podido sacar en ventaja al apoyarlo, también. Pero si les hubiéramos vendido nuestro apoyo, aun en menoscabo de nuestra dignidad, aun para nuestra vergüenza, Ƒcon qué habría podido pagarnos Estados Unidos? ƑCon un acuerdo migratorio inmediato? ƑCon una pronta y generosa negociación de las condiciones del Tratado de Libre Comercio? ƑCon un súbito reconocimiento de las matrículas consulares de los mexicanos que viven en su territorio?
No, nada debemos a Estados Unidos que merezca nuestra gratitud. A la anexión de Texas y a la pérdida de la mitad de nuestro territorio, a la invasión de 1847 y al desembarco en Veracruz de 1914, se agregan muchos otros agravios, como las múltiples violaciones de nuestra soberanía en los años de la Primera Guerra Mundial, durante la cual México permaneció como país neutral. Entre otras: barcos estadunidenses que permanecían más de 24 horas en los puertos mexicanos, submarinos estadunidenses que amenazaban con hundir naves mexicanas en nuestras aguas territoriales, aviones que sobrevolaron sin permiso el espacio aéreo mexicano, violación constante de nuestra correspondencia diplomática. Todo esto se encuentra consignado en la Enciclopedia de México de José Rogelio Alvarez. Y además, en ese entonces numerosos mexicanos que residían en Estados Unidos fueron enrolados a la fuerza y enviados al frente. De nada sirvieron las protestas del presidente Carranza.
ƑO acaso debemos agradecer a Estados Unidos que, en nombre de la Doctrina Monroe, alguna vez nos haya defendido -o haya defendido a otro país latinoamericano- de una agresión extranjera? No, los estadunidenses jamás aplicaron la Doctrina Monroe cuando consideraron que sus intereses no se verían afectados por los abusos cometidos en América Latina por los europeos. Nada hizo Estados Unidos cuando, dos años después de enunciada la doctrina, los ingleses inventaron un país en América del Sur, Uruguay, y obligaron a Argentina y a Brasil a reconocer su existencia. Gómez Robledo se encarga de reseñar otras tropelías que nunca merecieron la condena de Estados Unidos. Cuando en el episodio conocido como La Guerra de los Pasteles los franceses bombardearon San Juan de Ulúa en 1838, los estadunidenses se abstuvieron de intervenir. Años más tarde, en 1862, Inglaterra proclamó Belice colonia británica. Estados Unidos nada hizo que lo impidiera. Después, desde que se preparaba en Londres la llamada Expedición Tripartita destinada a desembarcar en Veracruz, William Seward, el entonces secretario de Estado del gobierno de Abraham Lincoln, respaldó expresamente el derecho de Francia, Inglaterra y España a hacer la guerra a México en defensa de sus intereses. Más tarde, envuelto Estados Unidos en la Guerra de Secesión, no le fue posible ocuparse de la intervención francesa en México, pero le negó la venta de armas a Juárez, mientras el mariscal Forey se proveía a su gusto en Nueva York y Nueva Orleans. En 1901, el gobierno alemán pidió permiso a los estadunidenses para atacar Venezuela y cobrarse así algunas deudas. Estados Unidos dio su venia y los alemanes bombardearon Puerto Cabello y echaron a pique los barcos de la flota venezolana.
Volvamos a Irak. Se recordará que las condiciones draconianas y humillantes del tratado de Versalles del 29 de junio de 1919 condujeron a la ruina total de Alemania, que con el crack del 29 recibió un golpe de gracia, y que esta ruina propició en gran medida el ascenso de Hitler al poder. Estados Unidos aprendió una lección y mediante el Plan Marshal se apresuró en la posguerra a iniciar la recuperación económica de Europa. Era peligroso abandonar a una Alemania humillada y hambrienta, destruida, hundida en la desesperación y el rencor. Al mismo tiempo, Estados Unidos aprendió otra cosa: con la reconstrucción de Europa las compañías estadunidenses que intervinieron hicieron grandes negocios. Aunque con otro propósito, y por motivos distintos, la enorme ayuda financiera que Estados Unidos ha dado a Israel ha seguido el mismo principio: no se le envía dinero a Israel, sino los productos, los armamentos, la tecnología de las grandes empresas estadunidenses, lo que a su vez ha significado grandes ganancias para dichas empresas, de las cuales numerosos políticos de Estados Unidos, como es sabido, han sido accionistas importantes.
Hoy que algunos de esos grandes trusts -de uno de los cuales fue, Ƒo es todavía?, accionista el vicepresidente Cheney- se han apresurado a participar en las licitaciones para la reconstrucción de Irak después de la guerra, la infamia ha adquirido magnitud brutal. El presidente George W. Bush y muchos de sus seguidores están convencidos, en su supina ignorancia, en su suprema y criminal ingenuidad, en su estulticia y arrogancia, que el pueblo de Irak quedará inmensamente agradecido con Estados Unidos por haber eliminado a su tirano y pavimentado el camino a la prosperidad. ƑNo les pasa por la mente a Bush y sus secuaces que ese pueblo iraquí jamás les agradecerá que reconstruyan las escuelas que destruyan, las carreteras y los puentes que arrasen, los hospitales, mercados, casas, edificios y mezquitas que transformen en escombros? Y hay algo que desde luego es imposible reconstruir: la vida y el cuerpo humano. El que muere, muere para siempre. Y el que se queda sin ojos o sin brazos, sin brazos o sin ojos se quedará para siempre.
El apoyo de México a Estados Unidos hubiera equivalido a apoyar estas atrocidades. A respaldar no lo que constituye una justicia infinita, sino un cinismo infinito.
La expresión justicia infinita me remite a otras consideraciones relacionadas con el papel de Estados Unidos como pueblo elegido y predestinado. A mediados del siglo XIX, Alexis de Tocqueville vaticinó que Rusia y Estados Unidos se repartirían el mundo. Este vaticinio se cumplió tal cual durante un tiempo, pero ahora sólo queda Estados Unidos como policía y juez supremo del planeta. Estados Unidos, el país al que Herman Melville llamó "el nuevo Israel" -como leemos en el libro de Reginald Horsman, Raza y destino manifiesto-, y el país en cuyo escudo, en un claro intento de agregarlo al pueblo elegido por Dios, Benjamin Franklin y Thomas Jefferson recomendaron que se representara la marcha triunfal de los Hijos de Israel por el camino que les abrieron las aguas del Mar Rojo, como leemos en el libro Mi pueblo, de Abba Eban. El país cuyo intolerable sentido de superioridad han llevado a la cúspide de la ignominia el Ku Klux Klan y el movimiento de los suprematistas blancos.
Pero esto, a su vez, me conduce a otras consideraciones, muy personales, que me resulta indispensable dar a conocer. Así como dijo Borges que no se puede no ser moderno cuando se es moderno, tampoco no se puede no ser occidental cuando se es occidental. En el primero de estos artículos sobre el llamado conflicto de Irak -el conflicto es, en realidad, de Estados Unidos- me referí a los dos Estados Unidos de los que hablaba William Fulbright. Uno de ellos es el Estados Unidos democrático, generoso, liberal, abierto al mundo. Agregaría yo que es el mismo Estados Unidos al que la cultura de la libertad le debe uno de los aportes más ricos que jamás se le hayan hecho en toda la historia. También la cultura como expresión artística en el mundo de la literatura y la música, la pintura, el cine y el teatro, la danza, la fotografía. También la cultura como pensamiento. La cultura como autocrítica. De Walt Whitman a Paul Auster, de George Gershwin a Philip Glass, de John Ford a Richard Altman, de John Dewey a Noam Chomsky, de James Whistler a Jackson Pollock, de Man Ray a Diane Arbus, es inagotable la lista de los artistas, intelectuales y pensadores estadunidenses cuyas contribuciones a la civilización occidental han sido enormes. La civilización judeo-cristiano-occidental a la que -más para bien que para mal- pertenezco y me enorgullezco de pertenecer. O mejor: la civilización judeo-arabe-cristiano-occidental.
Son esos aportes, ellos sí, por los que debemos a Estados Unidos una inmensa gratitud. Pero por supuesto no significa estar en favor de la cultura de la arrogancia y el poder, de la irracionalidad, de la cultura de la guerra y la justicia infinita que precipitó a ese otro Estados Unidos, al que también se refiere Fulbright, a Vietnam y ahora a Irak, ni en favor de esa prepotente actitud a la que el intelectual alemán Ulrich Beck -citado por Chomsky- ha llamado "el nuevo humanismo militar". Ya lo decía Marcuse en los años 60: "un segundo periodo de barbarismo bien puede surgir del imperio continuado de la propia civilización". De una civilización entendida, claro está, al modo y gusto de quienes quieren acabar con los tiranos sin preocuparse de acabar, primero en la propia casa, con la tiranía de la soberbia y la irracionalidad.
No, no existe contradicción alguna entre admirar lo que más de admirable tiene Estados Unidos, y detestar lo que más de detestable tiene Estados Unidos.
No existe tampoco ninguna contradicción entre la revulsión y el horror que a toda persona decente le causó el atentado del 11 de septiembre, y el asco y la consternación, el repudio que provocará el asesinato de todos los civiles que serán víctimas del inminente ataque contra Irak.
Alguien dijo que pronunciar en voz alta los nombres de todas las víctimas de las Torres Gemelas se llevaría dos horas. Pronunciar los nombres de los 500 mil niños iraquíes muertos de inanición y enfermedades a causa de las sanciones impuestas por Estados Unidos a Irak, se llevaría 500 horas, durante las cuales un número igual o mayor de civiles iraquíes podrían morir bajo las bombas estadunidenses.